– Entonces será mejor que nos pongamos en marcha.
– Solo quedan ocho días hasta Navidad -le recordó Eric.
Alex abrió la puerta de la furgoneta y el niño subió de un salto.
– Tenemos que comprarle un regalo precioso.
– ¿Perfume, por ejemplo? ¿Un jersey bonito? -preguntó su padre, abrochándole el cinturón de seguridad.
– No, tiene que ser algo especial. Si le compro un regalo especial, a lo mejor se queda.
Alex iba a decirle que no se hiciera ilusiones, pero la verdad era que él mismo se las hacía, por mucho que quisiera evitarlo.
¿Habría alguna posibilidad de que Holly se quedase o estaba soñando despierto?
– Debemos comprarle algo porque ha sido muy buena con todos nosotros y porque ha hecho realidad tu sueño de tener una Navidad perfecta. Pero no puedes esperar que deje su trabajo en Nueva York para quedarse aquí, Eric.
– Podría ser. A lo mejor le gusta mucho vivir en una granja.
Alex arrancó el coche, pensativo. Siempre supo que, cuando apareciese una mujer en su vida, tendría problemas con Eric.
– ¿Te gustaría tener una nueva madre?
– Sé que mamá nunca vivirá con nosotros… Y creo que tú necesitas una esposa.
– No te preocupes por mí. Yo estoy contento con mi vida.
Estaba nevando cuando llegaron frente a los almacenes Dalton. Eric ni siquiera se paró a mirar el escaparate, tan decidido estaba a encontrar un regalo para Holly.
– ¿Qué habías pensado comprarle?
El niño tomó su mano para llevarlo directamente a la sección de joyería. Allí puso la nariz en un cristal tras el que había un montón de pendientes.
– Esos son bonitos.
– Y un poco caros -rió Alex.
– ¿Cuánto valen? -preguntó Eric.
– Cien dólares.
– Yo tengo dos dólares y noventa céntimos -dijo el niño-. ¿Tú puedes poner el resto?
Su padre soltó una carcajada.
– No sé si le gustarán…
– Podrías comprarle un anillo de diamantes. ¿Tiene usted anillos de diamantes? -preguntó Eric al dependiente.
El hombre miró a Alex, indeciso. Pero él se encogió de hombros. Sentía curiosidad por saber el precio de un anillo de compromiso. Cuando se casó con Renee no tenía mucho dinero y solo pudo comprarle un brillante diminuto.
– Tenemos esmeraldas, rubíes, topacios, diamantes… todo montado en platino u oro blanco.
– Vamos a verlos.
El dependiente sacó una bandeja que dejó sobre el mostrador.
– Yo creo que a Holly le gustaría ese -dijo Eric, señalando el anillo con el diamante más grande.
– ¿Cuánto vale? -preguntó Alex.
– Es un diamante cortado en talla esmeralda de impecable color, montado en una banda de platino. Vale nueve mil dólares.
– Nueve mil dólares -repitió él, atónito-. Eric, creo que deberíamos buscar algo un poco más barato. Una pulsera, por ejemplo. O un jersey de cachemir. A Holly le gusta mucho el cachemir.
El niño dejó escapar un suspiro.
– Podríamos comprar un frasco de colonia. Holly siempre huele muy bien.
El dependiente llamó a Eric con el dedo.
– ¿Por qué no le compras sales de baño? A las mujeres les encantan esas cosas.
– Qué buena idea. Seguro que tienen cajas de regalo en la sección de perfumería -dijo Alex.
Eric volvió a mirar los anillos, suspirando de nuevo.
– Será lo mejor. Un anillo es algo muy pequeño y podría perderlo.
Su padre dejó escapar un suspiro de alivio. Pero seguía pensando en los anillos de compromiso.
¿Cuál le gustaría? Holly tenía unos gustos muy sofisticados y parecía más bien una chica clásica. Había un anillo con un diamante cuadrado que…
Pero sacudió la cabeza, irritado consigo mismo. ¿Se estaba volviendo loco? Apenas habían intercambiado un par de besos y ya estaba pensando en un anillo de compromiso.
Entonces suspiró de nuevo. Si sabía lo que era bueno para él, iría a la sección de pañuelos.
Holly miró el reloj de la cocina mientras se secaba las manos con un paño. Acababa de terminar una guirnalda con piñas para la chimenea. Eric estaba tumbado en el sofá, viendo La guerra de las galaxias y Alex llevaba tres horas en el establo.
– Son las diez, cielo. Hora de irse a la cama.
El crío no protestó. Le dio un beso en la mejilla y después salió corriendo escaleras arriba. Holly no tenía ninguna experiencia con niños, pero con Eric todo salía de forma natural.
Eran amigos, pero había conseguido mantener un cierto respeto entre ellos. Eric la escuchaba y hacía todo lo posible para agradarla. Y las raras veces que se había portado mal en su presencia, solo tenía que mirarlo y el niño cambiaba de actitud.
Pero había descubierto algo más. Holly no tenía duda de que la quería. Y el sentimiento era mutuo.
Y cuando pensaba en el día que abandonase Stony Creek no pensaba solo en dejar de ver a Alex, sino en decirle adiós a Eric. Cuando se despidiera de él, lo haría con lágrimas en los ojos… pero decidió no pensar más en ello.
Echando sidra caliente en un termo y con unas cuantas galletas envueltas en un paño, se dirigió al establo antes de irse a dormir.
Esperaba encontrar a Alex trabajando, pero lo vio con los codos apoyados sobre un cajón, mirando fijamente a un caballo.
– ¿Va todo bien?
– No lo sé. Es Jade… está rara.
Era la yegua preñada. A la que Holly daba azucarillos cada noche.
– ¿Está enferma?
– No lo sé. Puede que esté a punto de parir.
– ¿No le habré dado demasiado azúcar? -preguntó ella, asustada-. Le doy un par de azucarillos todas las noches. No sé si debería…
– No te preocupes. Eso no le ha hecho daño.
Holly suspiró, aliviada.
– Entonces, ¿qué ocurre?
– Debería parir en enero, pero el año pasado lo hizo en noviembre y perdió el potrillo. Es una yegua muy buena y, si llega al final de la gestación, podríamos tener un caballo estupendo.
– ¿Puedo hacer algo? ¿Quieres que llame al veterinario?
– Con los caballos es mejor dejar que la naturaleza siga su curso. Solo puedo esperar -suspiró Alex.
Parecía distante, preocupado. Y Holly no sabía qué hacer. ¿Debía quedarse con él para animarlo o sería una molestia?
– Bueno… me voy. Eric ya está en la cama. Te he traído unas galletas y un poco de sidra caliente -dijo, dejando el termo sobre el heno-. Me voy a dormir.
– Gracias -murmuró él, distraído.
– Buenas noches.
Se volvió para salir del establo, pero Alex la tomó por la cintura.
– Lo siento -murmuró, acariciando su pelo-. Quédate. No quiero que te vayas.
– Pero si estás ocupado…
– Mirarte hace que olvide los problemas -sonrió él-. ¿Te apetece un revolcón en el heno?
– ¿Por qué no empezamos por un beso? Ya veremos dónde nos lleva.
Alex buscó sus labios y a Holly se le doblaron las rodillas. Nunca podría negarle nada, pensó. Cada día lo necesitaba más… y no solo en el aspecto físico. Quería contarle cosas, compartir sus pensamientos con él.
Unos días antes estaba convencida de que podría marcharse después de Navidad, que podría hacer la maleta y tomar el tren como si no hubiera pasado nada…
Pero era imposible. No podría marcharse sin dejar parte de su corazón en aquella granja. Y cuando se fuera, no volverían a verse.
Holly enredó los brazos alrededor de su cuello y lo besó profundamente, intentando grabar aquel beso en su memoria. Algún día querría recordarlo… ¿o intentaría borrar los recuerdos? Daba igual porque no podría olvidar a Alex Marrin. Ni la distancia, ni el tiempo, ni siquiera otro hombre lograrían que lo olvidase.