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Él respondió a su pasión inmediatamente, tomándola en brazos para llevarla hacia las balas de heno.

– Este sitio no parece muy cómodo.

– Pica un poco y se te meterá en el pelo -sonrió Alex.

– Pero todas las chicas deberían darse al menos un revolcón en el heno, ¿no?

Riendo, él la tiró sobre las balas y, al hacerlo, levantó una nube de polvo que la hizo estornudar.

– Ay, qué horror. En las películas parecía tan romántico…

– Puede ser romántico -rió Alex, besando su cuello-. Deja que te lo demuestre.

Entonces le quitó el chaquetón y el jersey. Después se quitó la cazadora, la camisa de franela y las tiró sobre la pila de ropa.

Holly cerró los ojos mientras él desabrochaba su blusa. Nunca habían llegado tan lejos, nunca habían entrado en territorio tan íntimo.

¿Era eso lo que quería? ¿Podría seguir adelante como si nada después de haber hecho el amor con Alex?

Pero cuando sintió los húmedos labios del hombre sobre sus pezones a través de la tela del sujetador, decidió no hacerse más preguntas.

Acariciando su espalda, intentaba memorizar cada músculo, cada tendón bajo la suave piel. Los sueños que la habían turbado todas aquellas noches se convirtieron en una realidad imposible de negar. Necesitaba a Alex, necesitaba sus manos, sus besos, sus caricias. Su corazón.

– Sí, esto puede ser muy romántico -le dijo al oído.

Él la miró a los ojos.

– Aquí es donde besé a mi primera chica.

– ¿Sobre estas balas de heno?

– No, tonta. Eran otras. Se llamaba… no me acuerdo de su nombre.

– ¿Y recordarás el mío? -preguntó Holly entonces.

La sonrisa desapareció del rostro de Alex, que se apartó como si lo hubiera insultado.

– ¿He dicho algo malo?

Él negó con la cabeza.

– En cuanto a eso…

– ¿En cuanto a qué?

– Cuando te marches. No hemos hablado de eso. La verdad, creo que estamos evitándolo.

– No necesito que me hagas promesas. No quiero promesas que no puedas cumplir.

– No se me da muy bien eso de «y fueron felices y comieron perdices», la verdad. Sé que al final yo lo estropearía y tú te marcharías de aquí de todas formas -murmuró Alex entonces, pasándose una mano por el pelo-. Quizá esto es un error. No deberíamos… acercarnos demasiado. Solo hará que todo sea más difícil.

Holly tomó el jersey del suelo. Un simple revolcón en el heno se había complicado de forma extraordinaria.

– Tengo que irme. Hasta mañana.

Después de ponerse el chaquetón, salió del establo a toda prisa. ¿Por qué habían tenido que hablar del futuro? Los dos sabían que no había futuro para ellos.

Cuando llegó a su habitación, se miró al espejo y rezó para que Alex no la hubiera seguido. Tenía que olvidarse de él. Quedaba una semana para Navidad, una semana para reparar los errores.

Pero no lamentaba haberle hecho esa pregunta. ¿La recordaría cuando se hubiera ido o se olvidaría de ella? ¿Se convertiría en una especie de fantasía de Navidad? ¿En algo que, poco a poco, dejaría de ser real?

– Tengo que concentrarme en el trabajo -se dijo.

Pero, ¿cómo podía hacer eso con Alex Marrin tan cerca? En su corazón sabía que estaban hechos el uno para el otro.

Pero, ¿sería capaz de hacer que olvidase a su ex mujer?

Holly dejó escapar un suspiro. Podía intentarlo. Pero si fracasaba… ¿sería capaz de aceptar las consecuencias?

Los últimos rayos del sol entraban por las ventanas cuando Alex volvió del establo. No había nadie en la cocina, pero Holly y Eric tocaban el piano en el cuarto de estar.

Un piano que nadie había tocado en dos años. Renee había pensado que conseguiría más papeles si aprendía a cantar y él le compró el piano unas semanas antes de que lo abandonase.

– Ahora tú tocas la melodía y yo la armonía -estaba diciendo Holly-. ¡No tan fuerte, Eric!

Tocaba, se reían, volvían a intentarlo, muertos de risa.

Holly nunca perdía la paciencia con el niño, todo lo contrario. Parecía pasarlo bien con él.

«Sería una madre estupenda», pensó Alex. Para su hijo… y los hijos que podrían tener juntos.

Cuando por fin consiguieron tocar Jingle Bells más o menos decentemente, Holly empezó a aplaudir y Eric hizo una reverencia.

Entonces ella empezó a tocar un villancico clásico, sorprendiéndolo con su elegante ejecución. ¿Habría estudiado piano de pequeña? Sabía tan poco sobre ella, sobre su infancia, sobre sus padres, sus sueños…

Pero sí sabía lo más importante. Holly Bennett era una mujer buena, generosa, vulnerable y fuerte a la vez, una mujer apasionada y, sin embargo, práctica. Se había acostumbrado a su necesidad de perfección y le parecía encantadora. Todas esas cualidades hacían que se hubiese enamorado de ella…

– ¿Tocamos otra?

– Quiero que te quedes aquí para siempre -dijo Eric entonces-. Podrías enseñarme muchas canciones.

– Eso estaría bien -sonrió Holly.

– ¿Te quedarás?

– Eric, tengo que volver a Nueva York. Yo trabajo allí y… allí vive mi prometido.

El niño la miró, atónito.

– ¿No vas a casarte con mi padre?

Entonces fue ella quien lo miró perpleja.

– No creo que tu padre quiera casarse otra vez… por el momento. Pero algún día encontrará a una mujer perfecta que te querrá mucho y seréis una familia feliz.

– Pero tú eres la mujer perfecta, Holly. Eres un ángel.

Alex entró entonces en el cuarto de estar y Eric saltó del banco para darle un abrazo.

– ¡Papá, Holly me ha enseñado a tocar Jingle Bells! ¿Quieres oírla?

– Sí, claro. ¿Por qué no esperas a que el abuelo venga del establo? No, mejor… ¿por qué no vas a buscarlo? Es casi la hora de la cena y tengo que hablar un momento con Holly.

El niño salió corriendo de la habitación. Unos segundos después oyeron el consabido portazo y Alex se apoyó en el quicio de la puerta.

– No creo que debas hacer eso.

– ¿Hacer qué? -preguntó Holly-. ¿Tocar el piano? Los conocimientos musicales ayudan a los niños con las matemáticas y…

– No creo que debas dejar que Eric te tome demasiado cariño. Le dolerá mucho cuando te vayas.

– Yo no puedo controlar sus sentimientos, Alex. Tu hijo siente lo que quiere sentir.

No era el único, pensó él.

– No quiero que sufra. Y lo hará si se encariña contigo.

– ¿Y qué quieres que haga?

– No lo sé.

– ¿Quieres que me marche?

– Yo no te pedí que vinieras aquí. Estábamos muy bien los tres solos -contestó Alex, sin mirarla.

– ¿Qué te pasa? ¿Es por lo de anoche? -preguntó Holly, irritada.

– No.

– Pensé que nos entendíamos. Yo he venido aquí a hacer un trabajo y cuando termine volveré a Nueva York. Eric tiene que aprender que conocerá a mucha gente en su vida y que no hay necesidad de llorar cuando se marchan.

– Tú no estabas aquí cuando su madre se marchó. No sabes por lo que tuvo que pasar.

– Yo no soy su madre.

– Pero podrías serlo -replicó Alex-. Y mi hijo lo sabe.

– Entonces, tendrás que hablar con él. Tendrás que explicárselo.

– Eric te quiere. Tú eres su ángel y cree que le perteneces.

– No seas bobo. Él sabe que tengo que volver a Nueva York.

– ¿Tú crees? Entonces, ¿por qué quería que te comprase un anillo de compromiso?

– ¿Qué?

– Ayer, cuando fuimos a los almacenes Dalton, me pidió que te comprase un anillo de compromiso.

– Yo no le he pedido un anillo, como te puedes imaginar. Además, no me casaría contigo aunque me ofrecieras uno -replicó Holly.

– Tampoco yo quiero casarme contigo.

– ¡Yo no me casaría contigo aunque me ofrecieras un millón de dólares!

– ¡Y si yo tuviera un millón de dólares no te los daría para que te casaras conmigo!