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– ¿Por qué estamos gritando? -preguntó Holly.

– No lo sé -suspiró él, dándose la vuelta.

No podía seguir mirándola porque deseaba tomarla en sus brazos y olvidar su indecisión y sus dudas. ¿Por qué todo tenía que ser tan difícil?

– ¿Quieres que me marche?

– No -contestó Alex-. No quiero que te marches, pero no sé cómo puedes quedarte sin hacerle daño a Eric.

Aquello pareció tomarla por sorpresa, pero tenía que decir la verdad. ¿No se daba cuenta de lo que sentía? ¿No era evidente? ¿O llevaba tanto tiempo escondiendo sus sentimientos que había construido una barrera imposible de penetrar?

– Ten cuidado, ¿de acuerdo?

– Muy bien -dijo Holly, muy seria-. Si no tienes nada más que discutir conmigo, me voy a hacer una ensalada.

– No me gusta discutir contigo.

– Pues no discutas -replicó ella-. Solo queda una semana para Navidad y es absurdo que nos pasemos el día gritándonos el uno al otro.

– También lo es ponerse a hacer una ensalada en medio de una discusión.

– Tenemos que cenar -dijo Holly pasando a su lado.

Solo entonces Alex se dio cuenta de que no habían resuelto nada. Empezaron con un problema, siguieron con una discusión y, al final, estaban enfadados.

La siguió a la cocina y observó en silencio mientras hacía la ensalada. Ella no lo miraba siquiera, dispuesta a ignorarlo por completo.

Le temblaban un poco las manos y, al abrir una cajita de piñones, se le cayeron sobre la repisa, pero los recogió y empezó a partirlos tranquilamente.

– La gente no suele utilizar frutos secos en la ensalada, pero es la mejor forma de comerlos. Le dan un sabor especial al mezclarse con la lechuga y el tomate… y son muy ricos en calcio. Una ensalada con yogur y piñones es sencillamente… perfecta.

– ¿Quieres hablar de gastronomía? -preguntó Alex-. Tengo la impresión de que quieres decirme otra cosa.

– ¿De qué quieres hablar? ¿Del asado, de las galletas, de las guirnaldas? Aparentemente, la comida y los adornos son los únicos temas por los que no discutimos.

– Eso no es verdad.

– Pues debería serlo. Para eso estoy aquí -replicó Holly-. Para adornar tu casa, para que tu hijo coma lo mismo que los otros niños en Navidad, para comprar toallitas con abetos y colocar velas por todas las habitaciones. En eso es en lo que se ha convertido mi vida y, la primera vez que salgo y comparto mis sentimientos con alguien, resulta que me he pillado los dedos. Me concentraré en decorar tu casa y llenar la despensa de galletas. Así, todos contentos.

– Holly…

– Y ahora, si me perdonas, tengo cosas que hacer y no quiero distracciones.

Alex se quedó callado, sin saber cómo reparar el daño que había hecho. Nunca la había visto tan dolida…

Le gustaba que fuese cariñosa con Eric, pero no quería que su hijo sufriera otra vez.

Al final, decidió que lo mejor era desaparecer. Y hasta que supiera qué hacer para verla sonreír de nuevo, no pensaba hacer nada.

Porque intuía que Holly y él estaban en el umbral de algo para lo que ninguno de los dos estaba preparado.

Y no quería ser él quien diera el primer paso.

Capítulo 7

Llevaban casi veinticuatro horas sin dirigirse la palabra. Holly se negaba obstinadamente a hablarle y Alex parecía decidido a ignorarla. La tensión entre ellos era tan grande, que podía cortarse con un cuchillo.

Alex estaba enfadado porque era simpática y cariñosa con Eric. ¿Qué quería, que fuese una bruja? Aunque ser cariñosa con el niño no estaba en el contrato, lo era porque le parecía lo más lógico. Y porque lo sentía. Y porque era una cualidad fundamental en un ángel de Navidad.

Además, ¿quién no se enamoraría de Eric Marrin? Y en cuanto a su padre, empezaba a creer que se había equivocado con él. No debería haberle pedido que la besara en el trineo. Deberían haber seguido manteniendo una relación profesional, sencillamente.

Entonces oyó un golpe en el techo. Cuando Eric estaba en su habitación solía pegar saltos en la cama como cualquier otro niño, pero estaba en el establo.

Entonces oyó más golpes y salió al porche a ver qué pasaba. Había una escalera apoyada en la pared y Alex estaba en el tejado, intentando colocar unos renos de plástico.

– ¡Ten cuidado!

Él la miró por encima del hombro.

– No necesito tus consejos. Puedo colocar estos ocho renos sin que tú supervises el trabajo.

– Deben ser nueve, no ocho. Santa Claus lleva nueve renos en el trineo -dijo Holly-. Y esos renos de plástico son muy poco finos, por cierto.

– No los pongo para ti, los pongo para Eric. Para que vea que yo puedo decorar tan bien como tú.

– ¿Dónde está, por cierto?

– Ha ido a buscar un alargador al establo.

– Ese reno está muy bajo.

– Está perfectamente.

– Pues parece que se va a caer.

Alex murmuró algo por lo bajo. Pero colocó bien el reno, que era de lo que se trataba. Después, bajó para tomar el siguiente.

Pero eligió el que tenía la nariz roja.

– Ese es Rudolf, tiene que ir el primero.

– Pues va a ir el segundo -dijo él.

– Eric se dará cuenta. Se le enciende la nariz como un farol y todo el mundo sabe que Rudolf, el de la nariz roja, va el primero.

– ¿Has venido para amargarme la vida o tenías algo que decir?

– Pues sí, tengo algo que decir. No he visto los juguetes de Eric. O los tienes escondidos o aún no has comprado nada -dijo Holly, sacando un papel del bolsillo de los vaqueros-. He hecho una lista con los que ha ido mencionando de pasada o que ha visto en la tele. Puedo ir a comprarlos yo si quieres, pero cada uno tiene que ser envuelto con papel diferente y…

– Lo haré yo, muchas gracias -la interrumpió Alex, quitándole el papel.

Después, volvió a subir por la escalera. Colocó el reno en la segunda posición, pero a Rudolf no parecía gustarle y cayó al suelo.

Holly, que nunca había visto volar un reno hasta aquel momento, tuvo que soltar una risita.

– No le gusta ir el segundo porque sabe que debe estar en la primera posición.

– ¿Sois amigos íntimos?

Ella tomó el reno y se sentó en los escalones del porche. Como esperaba, Alex se sentó a su lado un segundo después.

– ¿Cuándo piensas ir de compras? Algunos de los juguetes podrían desaparecer si esperas mucho.

– Creo que puedo comprar los juguetes para mi hijo sin que me den consejos. Sé muy bien lo que quiere.

– Solo intento ayudar. Para eso estoy aquí.

– ¿Y cuánto tiempo te quedarás? -preguntó él-. Supongo que estarás deseando volver a Nueva York. ¿Tu prometido no quiere pasar las navidades contigo?

– ¿Mi prometido?

– Ayer te oí hablando de él con Eric.

– ¿Estabas escuchando?

– Es mi hijo y tengo que protegerlo. He pensado que, si te quedas el día de Navidad, será más duro para él cuando te marches.

– Yo no quiero hacerle daño -dijo Holly.

– Lo sé, pero cada día que estás aquí se encariña más y más.

Ella se levantó enfadada.

– Entonces, me marcharé. Dejaré hecha la comida de Navidad y solo tendrás que calentarla en el horno.

Alex no intentó convencerla de que se quedara. Simplemente, se levantó con el reno en la mano para subir de nuevo al tejado.

– ¿Lo quieres? -preguntó entonces.

– ¿A Eric? Por supuesto. Es un niño maravilloso.

– Me refería a tu prometido.

Holly consideró la respuesta durante unos segundos. Debía mentirle. Para proteger su corazón y para castigar a Alex por su grosero comportamiento.

– Supongo que sí. Me ha pedido que me case con él y es la única oferta que he recibido por el momento.

– Pues, entonces, supongo que deberías casarte.

– Sí, claro -murmuró ella.

Evidentemente, Alex no iba a pedírselo. Su trabajo en Stony Creek era lo que había esperado: un encargo profesional. Nada más.