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Pero si Raymond decía la verdad, el Santa Claus de los almacenes Dalton era la única oportunidad de hacer realidad sus sueños.

– ¿Dónde está tu mamá?

– Nos dejó en Navidad, hace dos años. Y mi papá no sabe cómo hacer las cosas… el año pasado ni siquiera teníamos árbol. Y quiere que nos vayamos a esquiar otra vez a Colorado, pero si no estamos en casa no podremos tener una Navidad de verdad. Puede ayudarme, ¿no?

– ¿Quieres que tu madre vuelva por Navidad?

– No -murmuró Eric-. Sé que no puede volver. Es actriz y viaja mucho. Ahora está en Londres haciendo una obra de teatro muy importante. La veo en verano durante dos semanas y me envía postales de todos los sitios a los que va. Y sé que usted no puede traerme una nueva mamá porque no puede hacer personas en su fábrica de juguetes.

– Ah, ya veo que eres un niño muy listo -sonrió Santa Claus.

– Me gustaría tener una nueva mamá, pero sé que no cabría en el trineo con todos los juguetes que tiene que traer a Schuyler Falls.

– No, es cierto.

– Además, tampoco cabría por la chimenea. Y a lo mejor a mi padre no le gusta y…

– ¿Qué es lo que quieres exactamente? -preguntó Santa Claus cuando Eric paró para tomar aliento.

– ¡Las mejores navidades del mundo! Una Navidad como cuando mi mamá vivía con nosotros.

– Eso es un poco complicado.

Eric se miró las botas de goma.

– Lo sé. Pero si no puede hacerlo usted, ¿quién va a hacerlo?

– ¿Tienes una carta para mí, jovencito? -sonrió el anciano.

– Sí, claro. Iba a echarla al buzón.

– ¿Por qué no me la das? La leeré después de cenar.

Ilusionado, Eric metió la mano en el bolsillo para darle la carta. ¿Santa Claus iba a convertir su sueño en realidad?

– Aquí está. Me llamo Eric Marrin, calle Hawthorne, número 731, Schuyler Falls, Nueva York. Es una granja y delante de la puerta hay un buzón donde dice Alex Marrin. Ese es mi papá.

– Ah, sí… Creo que he pasado por tu casa otras veces -sonrió el amable anciano-. Eres un niño muy bueno.

Eric sonrió.

– Lo intento. Pero si se entera de que mi papá me ha castigado por venir a verlo, no se enfade. Es que he venido en el autobús… Mi papá está muy ocupado trabajando y no podía pedirle que me trajese.

– Entiendo, no te preocupes. ¿Sabes cómo volver a tu casa?

Eric asintió con la cabeza. El autobús lo dejaría cerca de la granja y tendría que ir corriendo para llegar a la hora de la cena sin despertar sospechas.

Le había dicho a su abuelo que la madre de Raymond lo llevaría a casa, de modo que tendría que entrar sin que lo vieran. Afortunadamente, su padre solía ocuparse de los establos a esa hora y el abuelo estaría haciendo la cena mientras veía un programa de cocina en la televisión.

Eric se despidió de Santa Claus y comprobó emocionado, que se guardaba la carta en el bolsillo de la casaca roja.

– Algunos niños del colegio dicen que Santa Claus no existe, pero yo siempre creeré en usted.

Después de eso, salió corriendo a la calle. Había empezado a nevar otra vez y el suelo estaba muy resbaladizo. Cuando llegó a la parada del autobús había una larga cola, pero eso no lo preocupó. Estaba demasiado contento. ¿Y qué si llegaba un poco tarde a casa? ¿Y qué si su padre se enteraba de que había ido a los almacenes Dalton? Eso le daba igual.

Lo único que le importaba era que iba a conseguir el regalo de Navidad más maravilloso del mundo.

Santa Claus haría realidad su sueño.

– No me gusta esto. Algo huele a podrido en Dinamarca.

Holly Bennett miró a su ayudante, Meghan O’Malley.

– Y la semana pasada, el conserje de la oficina era un agente del FBI. Y el conserje de mi casa, un terrorista internacional -suspiró Holly-. Meg, tienes que dejar esa obsesión por las noticias. ¡Leer diez periódicos al día te está convirtiendo en una paranoica!

Mientras hablaba, su aliento se convertía en una nube frente a ella. Apretando el abrigo contra el pecho. Holly observó la pintoresca plaza del pueblo.

Desde luego, la situación era un poco rara, pero… ¿peligro en Schuyler Falls, Nueva York? Si casi podía creer que Santa Claus estaba a punto de aparecer por allí en su trineo.

– Me gusta estar bien informada -replicó Meghan, su brillante pelo rojo como una aureola alrededor de la cara-. Y tú eres demasiado confiada. Llevas cinco años en Nueva York, ya es hora de que te espabiles -suspiró entonces-. Quizá es la mafia… ¡Lo sabía! Vamos a trabajar para la mafia.

– Estamos a doscientos kilómetros de Nueva York -replicó Holly-. Y esto no parece un pueblo de mafiosos. Mira alrededor. Estamos en medio de la América más clásica.

Holly miró los copos de nieve, las farolas, el enorme árbol de Navidad en medio de la plaza… Nunca había visto nada tan encantador. Era como una escena de Qué bello es vivir.

A un lado estaban los almacenes Dalton, un elegante edificio de principios de siglo iluminado con alegres luces navideñas. Pequeñas tiendas y restaurantes ocupaban el resto de la plaza, todas ellas adornadas con muérdago y flores de Pascua.

Meg miró alrededor, recelosa.

– Eso es lo que quieren que pensemos. Pero están vigilándonos. Es como una de esas películas en la que el pueblo parece perfecto a primera vista, pero después…

– ¡Por favor! ¿Quién está vigilándonos?

– Esta mañana hemos recibido una misteriosa carta con un cheque firmado por un cliente fantasma. Nos han dado un par de horas para hacer la maleta, tomar un tren con destino a un pueblo desconocido y… sin saber para quién trabajamos. ¿Te parece poco? Quizá sea la CÍA. Ellos también celebran la Navidad, ¿no?

Holly miró a Meg y después puso su atención en la carta que tenía en las manos. Había llegado aquella misma mañana a su oficina en Manhattan, cuando acababa de descubrir que, de nuevo, terminaría el año contable con números rojos.

Había abierto la empresa cinco años antes y aquella Navidad era el momento definitivo. Tenía casi veintisiete años y solo trescientos dólares en su cuenta corriente. Si la empresa no obtenía beneficios, se vería obligada a cerrar y probar con otra cosa. Quizá volver a la profesión que había estudiado y en la que fracasó: diseñadora de interiores.

Sin embargo, aunque tenía mucha competencia, nadie en el negocio de la Navidad trabajaba más y de forma más original que Holly Bennett.

Era consultora de decoración, compradora personal de objetos de Navidad y cualquier otra cosa que quisieran los clientes. Cuando se lo pedían, incluso hacía galletas con dibujos navideños o preparaba menús especiales hasta para doscientos invitados.

Había empezado decorando casas en barrios residenciales y sus diseños eran famosos por su originalidad. Como el árbol de mariposas que hizo para la señora Wellington. O lo que hizo para Big Lou, el rey de los coches usados, combinando repuestos de coche pintados de purpurina y con bolas de colores.

Durante aquellos años había trabajado también para empresas, tiendas en Long Island y alguna boutique de Manhattan. La demanda de sus servicios requirió que contratase una ayudante.

Y, sin embargo, seguía en números rojos.

Pero a Holly le encantaban las navidades. Siempre le habían gustado, desde que era una niña. Quizá porque el día de Navidad era su cumpleaños.

De pequeña, en cuanto pasaba el día de Acción de Gracias, sacaba los adornos navideños del ático en su casa de Siracusa. Después, Holly y su padre cortaban un abeto y la fiebre de cocinar, decorar y comprar no terminaba hasta el día dos de enero.

Era el momento del año en el que se sentía más especial, como una princesa en lugar de la chica tímida y cortada que siempre había sido.