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Eric empezó bien, pero olvidó la letra y miró a su profesora, que le hizo un gesto con la cabeza para que empezase otra vez. Y cuando logró terminar la canción, Holly se levantó para aplaudir.

– ¡Bravo!

Alex comprobó que el resto de los padres la miraban extrañados.

– Siéntate, esto no es el Madison Square Garden.

– Lo ha hecho muy bien, ¿verdad? Se le ha ido la letra un momento, pero enseguida ha vuelto a retomar la canción perfectamente. Yo creo que tenía la estrofa más larga, ¿no? Y la más difícil, desde luego.

Sin poder resistirlo, Alex le pasó un brazo por los hombros.

– No te había visto tan contenta desde que encontraste el molde inglés para el pastel de ciruelas.

– Lo siento, no debería…

– No, me alegro de que te importe tanto -la interrumpió él.

El resto del programa consistía en varios grupos de niños cantando canciones navideñas con más o menos talento y, al final, todos los padres cantando I wish you a merry Christmas.

Se encontraron con Eric en el pasillo, al lado de su clase. El pobre estaba emocionado, esperando que le dijeran lo bien que lo había hecho.

– Has cantado fenomenal -dijo Alex, tomándolo en brazos.

– Ha sido maravilloso -sonrió Holly-. El mejor, tienes una voz preciosa.

– Me he equivocado al principio -admitió Eric.

– ¿Ah, sí? Yo no me he dado cuenta. No creo que nadie se haya dado cuenta, ¿verdad, Alex? Has cantado como un profesional.

– ¿De verdad? ¿Cómo algo que verías en Nueva York?

– Igual, igual. Bueno… mucho mejor que lo que se ve en Nueva York.

De la mano, fueron hasta la puerta del colegio, charlando sobre su «grandiosa» interpretación. Alex los miró. Su hijo y la mujer de la que estaba enamorándose.

– Pues si la quieres, vas a tener que convencerla de que tiene que quedarse -murmuró para sí mismo-. O eso o soportar las iras de un niño de siete años.

Holly estaba en su cama, mirando el techo con los brazos cruzados. Decir que estaba confusa era decir poco. Alex Marrin se había convertido en el maestro de los equívocos. Primero le decía que tenía que marcharse antes de Navidad y luego…

Cuando volvieron a casa después de la función escolar se despidió para irse a dormir, pero Alex le pidió que se quedara con ellos un rato. Pusieron una película navideña que vieron con el abuelo en el cuarto de estar, riendo como si fueran una familia…

Y cuando por fin Eric se fue a la cama y Jed dijo que él también se iba a dormir, Holly se levantó arguyendo que estaba agotada.

¿De qué había tenido miedo? ¿De que Alex la besara de nuevo? Pues sí, de eso. En su estado mental, era imposible volver a besarlo. Tenía que volver a Nueva York inmediatamente si quería olvidarse de Stony Creek y de los Marrin.

Pero, ¿estaría rindiéndose demasiado pronto?

Sus pensamientos se vieron interrumpidos por un golpecito en la puerta. Holly miró el despertador. Eran las doce y solo una persona llamaría a su puerta tan tarde.

Y no sabía si debía contestar.

Alex volvió a llamar y ella se cubrió los ojos con la mano. No quería abrir. No podía abrir. Por fin, a la tercera tuvo que levantarse de la cama.

Por supuesto, Alex estaba al otro lado de la puerta con un montón de bolsas y paquetes en los brazos.

– Como tenías la luz encendida, he pensado traer todo esto…

Holly le quitó un Lego de las manos para verle la cara. ¿Por qué estaba haciendo eso? ¿No habían dejado las cosas claras?

– Dijiste que tú mismo envolverías los juguetes.

– Sí, pero me resulta muy difícil. He pensado que podríamos hacerlo juntos y dejarlos aquí hasta el día de Navidad, para que Eric no los vea.

Ella dejó escapar un suspiro.

– Supongo que puedo hacerlo mañana, antes de marcharme.

– ¿Te marchas mañana? -preguntó Alex.

– Mañana es Nochebuena.

– Ah, claro. Es verdad.

– Ya.

Ninguno de los dos sabía qué decir. Holly esperó que dejase los juguetes en el sofá; pero, en lugar de hacerlo, prácticamente los tiró al suelo y la tomó en sus brazos.

Un gemido escapó de sus labios, pero era un gemido más de sorpresa que de protesta. Nada la había preparado para la intensidad de aquel beso tan exigente, tan desesperado.

A Holly se le doblaban las rodillas y Alex la tomó por la cintura para llevarla a la cama. Sin decir nada, la dejó sobre el edredón y se tumbó a su lado.

– Lo siento -murmuró por fin-. Lo he estropeado todo.

– No -musitó ella, poniendo un dedo sobre sus labios-. No te disculpes. Esto es todo lo que importa. Esta noche. No necesito nada más.

– Pero tengo que decirte…

Holly interrumpió sus palabras con un beso y Alex se colocó encima, con un ardor que no podía disimular y que la excitaba como nunca.

El sentido común le decía que debía parar aquello antes de que llegasen demasiado lejos. Pero el sentido común perdió la batalla porque su olor, sus caricias, su sabor… eran demasiado embriagadores.

Se dejó llevar por la magia del momento, por el deseo de ser suya, de poseerlo a la vez. Y aquella noche tenían todo el tiempo del mundo.

Alex jugaba con los botones de su cárdigan sin dejar de besarla, pero cuando metió las manos por debajo del jersey para acariciar sus pechos, Holly lo detuvo. Entonces se incorporó y empezó a desabrochar los botones uno por uno. Alex prácticamente gruñía de deseo, pero ella no le permitió moverse hasta que el cárdigan se deslizó por sus hombros. Entonces entendió el poder de su feminidad. Con un solo movimiento o una sonrisa sugerente lo tenía en sus manos. Ningún hombre la había deseado tanto como Alex. Podía verlo en sus ojos, en el ligero temblor de sus manos.

Cuando iba a desabrochar el sujetador, él la sujetó.

– No. Déjame hacerlo.

Tomó el cierre del sostén y lo abrió lentamente para admirar sus pechos. Holly no se sentía avergonzada por su desnudez, todo lo contrario. Entonces le quitó el jersey y empezó a acariciar su torso, despacio, de arriba abajo. Después se tumbó sobre él, piel contra piel, el calor del cuerpo del hombre traspasándola.

Como si estuvieran en otro mundo, un mundo de noches interminables, se quitaron la ropa el uno al otro. Cada movimiento les daba tiempo a explorar, a tocarse hasta que ninguno de los dos pudo esconder la pasión que sentía. Cuando ambos estuvieron desnudos, lo miró con fuerza y, a la vez, con vulnerabilidad. En ese momento, supo que él era el hombre que quería.

Suaves gemidos se mezclaban con susurros y suspiros ahogados. Los sentidos de Holly estaban embriagados de su olor, del roce de los labios húmedos sobre sus sensibles pezones y del sonido de sus jadeos. No hacían falta palabras y, cuando él sacó un paquetito de la cartera, lo tomó y se lo puso ella misma.

Parecían responder el uno al otro de forma instintiva, como si hubieran estado esperando aquel momento toda la vida, el momento en que se convertirían en uno solo. Y cuando entró en ella, lo miró a los ojos. Todo lo que sentía estaba reflejado en ellos: la pasión, el amor, el deseo… y su corazón se encogió.

No necesitaba oírlo decir que la amaba porque lo sabía. Aunque no lo dijera nunca, sabría que por una noche había sido la mujer de sus sueños.

Él se movía despacio al principio, pero después una fiebre incontrolable los poseyó a los dos. Holly sentía la tensión creciendo con cada embestida, un deseo que necesitaba ser satisfecho. Y cuando él metió la mano entre sus piernas para tocarla, gritó por la intensidad de la sensación. Entonces llegó arriba, a lo más alto, y Alex llegó con ella, pronunciando su nombre una y otra vez, estremecido.

Más tarde, después de haber hecho el amor una vez más, acarició su cara sudorosa. De jovencita, había soñado con conocer a un hombre al que pudiese amar profundamente, con fiera pasión. Pero dejó a un lado esos sueños por una idea más pragmática del amor.