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Alex la miró enfadado.

– Debería haberlo sabido. Debería haber confiado en mi instinto -murmuró, abriendo la puerta-. Cuando tengas una respuesta, házmelo saber. No quiero estar un año esperando.

Holly se levantó de la cama, pero él ya había salido de la habitación. Entonces miró las rosas. ¿Cómo podía haberle hecho eso Stephan? Por fin se enamoraba de un hombre, un hombre que le había pedido que formase parte de su vida y, de repente…

Pero tenía que volver a Nueva York para decirle lo que debería haberle dicho un año antes. No se casaría con Stephan. Si se casaba con alguien, sería con Alex Marrin. El único problema era que él no se lo había pedido.

Pero, ¿por qué quería volver a Nueva York? No tenía por qué darle una respuesta. Había pasado un año y, según Meg, él había encontrado a otra mujer. La hija de un millonario, ni más ni menos.

Y lo único que la esperaba en la ciudad era un trabajo que había empezado a odiar y un negocio que apenas se mantenía a flote.

Holly suspiró. Quizá solo necesitaba una excusa, unos días para pensar. Pero Alex era el hombre de su vida, el hombre del que estaba enamorada, el hombre con el que quería pasar el resto de sus días.

Cerrando los ojos, intentó calmar el caos de su cabeza. Había soñado con eso y, cuando era capaz de tocarlo con las manos… no podía creer que fuese real.

Agitada, se dejó caer sobre la cama y pensó en la noche anterior, sintiendo un escalofrío al recordar los sentimientos que habían compartido. Sentimientos profundos. Sentimientos que podrían durar una vida entera si se daba una oportunidad a sí misma.

Pero, ¿podía basar su futuro en una pasión abrumadora, en un amor desesperado? ¿O tenía que haber algo más?

Holly miró la cocina por última vez, un sitio que le resultaba tan familiar como la palma de su mano. Había colocado cada cosa a su gusto y era «su» cocina. Aunque seguramente pronto volvería a ser un caos.

Había terminado de hacer los preparativos para la cena de Nochebuena y la comida de Navidad, ocupando su cabeza con recetas en lugar de lamentos.

– El asado Wellington con patatitas francesas es un poco complicado -le dijo a Jed-. Pero solo tienes que calentarlo en el horno a 125 grados y cortarlo luego rápidamente, antes de que se ponga duro.

El hombre no parecía muy convencido.

– No sé…

– No te preocupes, esto es lo más difícil. El pavo de Navidad será coser y cantar. Solo tienes que rellenarlo… el relleno está guardado en la nevera, en un bol de color verde, y meterlo en el horno.

– Espero poder hacerlo.

– Aquí están las instrucciones -dijo Holly entonces, dándole un papel-. No olvides cambiar las velas. Rojas por la noche, blancas para la comida.

– ¿Eso es importante? -preguntó Jed.

– Mucho. He planchado todos los manteles y las servilletas… el que tiene el estampado con la flor de pascua es para esta noche, el de color crema para mañana. La verdad, podría poner la mesa ahora mismo y así no tendrías que hacerlo tú.

– ¿Y por qué no te quedas? Yo nunca he metido un asado Burlington en el horno y nunca sé si la carne está dura o blanda.

– Wellington -lo corrigió Holly-. Y no puedo quedarme, Jed. Tengo que volver a Nueva York.

– Te ha pedido que te quedes, ¿verdad?

– Prefiero no hablar de ello. Ahora mismo estoy un poco confusa y cuanto más lo pienso, más confusa estoy. Necesito un poco de tiempo… esta es una decisión muy importante.

– Pues él no está mejor. Ha limpiado tan bien los establos, que podríamos celebrar la comida de Navidad en el suelo.

Evidentemente estaba enfadado porque no le había dado una respuesta, pero nada la haría cambiar de opinión. Siempre se había tomado su tiempo para decidir las cosas y no pensaba mudarse a Schuyler Falls por una noche de pasión, por muy maravillosa que hubiera sido.

Tenía que considerar todas las opciones, todos los detalles hasta que supiera que esa unión sería perfecta. Por supuesto, no existía la perfección en las parejas, pero…

– Bueno, mi maleta está en la puerta y el tren sale en media hora. Tengo que irme, Jed -suspiró ella-. No te preocupes, todo saldrá bien. Y el asado Wellington estará riquísimo. Voy a despedirme de Eric. ¿Sabes dónde está?

– Esperando en el porche. Despídete de él mientras yo subo tus cosas a la furgoneta.

Holly encontró a Eric sentado en los escalones del porche, con Thurston a su lado. No la miraba y se dio cuenta de que estaba a punto de llorar.

– Lo hemos pasado bien, ¿verdad? -murmuró, poniéndole un brazo sobre los hombros-. Has conseguido las navidades que querías, ¿no?

– Serían mejores si te quedases. Podrías ser mi mamá… si quisieras -dijo el niño.

– No sé lo que me deparará el futuro, Eric. Quizá algún día sea tu mamá. O quizá tu padre conozca a una mujer maravillosa que te hará muy feliz. Pero eso no significa que yo vaya a dejar de quererte.

– Sí, ya -murmuró él, incrédulo-. Eso es lo que dijo mi madre cuando se fue.

A Holly se le encogió el corazón. ¿Por qué aquel niño tenía que sufrir por sus indecisiones? ¿Por qué no podían ser una familia feliz?

– Imagina que soy un ángel de verdad y que estaré mirándote desde Nueva York.

Eric sacó entonces una caja del bolsillo.

– Es mi regalo de Navidad. Te había comprado sales de baño, pero luego pensé que esto te gustaría más.

Holly abrió la cajita de plástico. Dentro había una cadena de la que colgaba un penique aplastado, tan fino como el papel.

– Es precioso. Muchísimas gracias.

– Es mi penique de la suerte. Yo y Kenny y Raymond los ponemos sobre las vías del tren para que los aplasten las ruedas. Tenía este penique en el bolsillo cuando fui a ver a Santa Claus, cuando le pedí que vinieras. Pero quiero que te lo quedes tú. Para que te dé suerte.

Ella se puso el colgante con el corazón encogido.

– Gracias, cariño. Es el regalo más bonito que me han hecho nunca.

Eric le echó los brazos al cuello.

– Es para el mejor ángel de Navidad del mundo.

Por fin la soltó y se metió corriendo en la casa.

Conteniendo las lágrimas, Holly acarició el penique aplastado. Jed la esperaba en la furgoneta y, mientras iba hacia ella, esperó que Alex apareciese milagrosamente y la tomase en sus brazos para no dejarla ir. Eso era lo que quería, ¿no? No estaba preparada para tomar una decisión, pero no quería marcharse. Con doscientos kilómetros entre ellos, temía que la atracción se enfriase, que la pasión que habían compartido desapareciera. Temía no volver nunca a Stony Creek.

Cuando abría la puerta de la furgoneta, se volvió y… vio a Alex en el porche, con el pelo despeinado por el viento. Y casi tuvo que llevarse una mano al corazón, como la primera vez que lo vio.

– Supongo que esto es un adiós.

– Supongo que sí, por el momento.

– ¿Vas a volver con él?

– No -contestó Holly-. No estoy enamorada de él y voy a decírselo.

– ¿Y después? ¿Volverás para darme una respuesta? -preguntó Alex.

– Te prometo que lo haré.

Después, sin pensar, por instinto, corrió hacia el porche y le dio un beso en los labios.

– Feliz Navidad, Alex.

– Feliz Navidad, Holly.

Lo observó por la ventanilla de la furgoneta mientras se alejaba por el camino. Antes de que la casa desapareciera de su vista, él levantó una mano para decirle adiós.

– Volveré -murmuró con un nudo en la garganta-. Te lo prometo.

Pero no estaba segura del todo. Aquello había sido un encargo profesional, un trabajo para no terminar en números rojos como todos los años. No debería haberse enamorado.

Capítulo 9