La expresión de Alex Marrin se endureció.
– Vete a la casa, Eric. Y llévate a Thurston. Yo iré dentro de un momento.
– No la eches de aquí, papá -le rogó el niño.
Pero la severa mirada de su padre lo obligó a salir del establo, cabizbajo. El abuelo murmuró una maldición, pero Alex Marrin no parecía dispuesto a echarse atrás.
– Muy bien. ¿Quién es usted? ¿Y quién la ha enviado?
– Me llamo Holly Bennett -contestó ella, sacando una tarjeta del bolso-. ¿Ve? Soy una decoradora profesional y me han contratado para hacer realidad el sueño de su hijo. Voy a trabajar para ustedes hasta el día de Navidad.
– ¿Quién la ha contratado?
– Me temo que eso no puedo decirlo. Mi contrato lo prohíbe.
– ¿Qué es esto, caridad? ¿O algún cotilla del pueblo pretende hacer de Santa Claus para expiar sus pecados?
– ¡No! En absoluto -exclamó Holly, sacando la carta de Eric del bolsillo-. Quizá debería leer esto.
Después de leerla, Marrin se pasó una mano por el pelo, abrumado.
– Debe usted pensar que soy un padre terrible.
– Yo… no lo sé, señor Marrin -dijo ella, tocando su brazo.
Al rozar su piel sintió una especie de descarga eléctrica y tuvo que meterse la mano en el bolsillo del abrigo, nerviosa.
– ¿Quién la ha contratado?
– No puedo decírselo. Pero alguien me ha pagado un dineral por hacer este trabajo y, si me envía de vuelta a Nueva York, tendré que devolver el dinero.
Murmurando algo ininteligible, Alex Marrin tomó su mano y la llevó hasta la puerta del establo. ¿Iba a echarla a la calle o tenía tiempo de convencerlo? No por ella, sino por el niño.
– Papá, vuelvo dentro de un minuto. Tengo que solucionar un asunto con este ángel.
Capítulo 2
– ¡Quiero que se quede!
Alex miró a su hijo, sentado en la cama. Con un pijama de conejitos, tenía los brazos cruzados sobre el pecho y se negaba a mirarlo a los ojos. Antes veía las facciones de Renee en Eric, los ojos castaños y la amplia sonrisa, pero cada día empezaba a verse más a sí mismo. Especialmente en la naturaleza obstinada del niño.
– Sé que he cometido errores desde que se fue tu madre, pero te prometo que intentaré enmendarlos. No necesitamos a esa señora para pasar unas navidades felices.
– No es una señora. Es un ángel. Mi ángel.
Alex se sentó al borde de la cama.
– Se llama Holly Bennett. Me ha dado su tarjeta de visita. ¿Cuándo has visto un ángel con tarjetas de visita?
– Da igual cómo se llame. Lo que cuenta es lo que puede hacer.
– ¿Y qué crees que puede hacer? -preguntó su padre-. Yo también puedo poner un árbol de Navidad.
– Pero tú no sabes hacer galletas ni colocar adornos y… ¡y la última vez que el abuelo hizo pavo sabía a zapato viejo! Además, es muy guapa. Como una modelo de las revistas. Y huele muy bien. ¡Es mía y quiero que se quede!
Alex no necesitaba que le recordasen lo obvio. Si no le hubiera dado la tarjeta, casi habría creído que Holly Bennett era, efectivamente, un ángel. Tenía cara de ángel, desde luego. Con una boca sensual de labios carnosos y unos ojos verdes bordeados por larguísimas pestañas. Su pelo rubio ondulado brillaba bajo las luces del establo, creando una halo luminoso alrededor de su cara y acentuando los pómulos altos y la nariz recta.
No, eso no le pasó desapercibido. Ni su propia reacción ante la belleza de aquella chica. Durante dos años había conseguido ignorar a todas las mujeres que se cruzaban en su camino, aunque no hubo muchas.
No salía casi nunca y vivía prácticamente para su trabajo. La última mujer a la que había tocado era la profesora de Eric, la señorita Green, pero solo para darle la mano en la reunión de padres. Pero la señorita Green tenía cincuenta años y olía a tiza.
Sin embargo, Holly Bennett no era una mujer fácil de ignorar. Recordó el escalofrío que había sentido al tomarla de la mano… y estaba en el piso de abajo, esperando que decidiera si se quedaba o no.
– Podría dormir aquí, conmigo -sugirió Eric.
– No pienso dejar que una extraña…
– Un ángel -lo corrigió su hijo.
– Por muy ángel que sea, no pienso dejar que duerma en mi casa.
– Pues entonces podría dormir en la casita de invitados. Además, al abuelo le gusta mi ángel.
– ¿Y tú cómo lo sabes?
– Porque lo sé -contestó Eric.
Alex se pasó una mano por el pelo. Si enviaba a Holly Bennett a su casa, Eric nunca se lo perdonaría. Ni su padre, seguramente. Y quizá no era tan mala idea tenerla allí. A él no le gustaba decorar la casa y tener que adornar el árbol de Navidad…
Además, las fiestas siempre le recordaban a Renee. Cada adorno, cada decoración le recordaba el tiempo que habían pasado juntos, cuando eran una familia, cuando tenían un futuro por delante. Cuando se fue, Alex tiró todos los adornos de Navidad, todo lo que le recordaba la traición de su mujer.
Pero tenía la oportunidad de empezar otra vez, de crear unas tradiciones navideñas que fueran solo suyas y de su hijo. Holly Bennett estaría por allí, pero solo sería una empleada, alguien que los ayudaría a decorar la casa para las fiestas. Y sentía curiosidad por saber quién le pagaba.
– Muy bien -suspiró por fin-. Tiene tres días para probar que la necesitamos. Si no, volverá por donde ha venido.
– Entonces, ¿este año no vamos a esquiar a Colorado?
– No, este año no iremos a Colorado. Pero tendrás que encargarte tú de ella. Es tu ángel.
Eric se lanzó sobre él, enredando los bracitos alrededor de su cuello.
– ¡Gracias, papá! ¿Puedo ir a decírselo?
Alex revolvió el cabello rubio de su hijo, con el corazón encogido. Costaba tan poco hacerlo feliz…
– Métete en la cama. Yo se lo diré.
Eric obedeció y, una vez arropado, su padre le hizo cosquillas en el estómago.
– ¿Quién te quiere más que a nada en el mundo?
– ¡Tú! -exclamó el niño. Alex iba a salir de la habitación, pero Eric lo detuvo en la puerta-. Papá… ¿echas de menos a mamá?
Él se volvió. No sabía qué contestar. ¿Echaba de menos las peleas, las broncas, la angustia que sentía cada vez que Renee se iba a Nueva York? No, eso no. Pero sí echaba de menos la alegría que veía en los ojos de su hijo cuando su madre se dignaba a visitarlo.
– Tu madre es una mujer de mucho talento y tuvo que marcharse de aquí para ser una gran actriz. Pero eso no significa que no te quiera tanto como yo.
Aunque su pregunta no había sido contestada, Eric sonrió.
– Buenas noches, papá.
Alex bajó la escalera preguntándose cómo había conseguido evitar una respuesta directa. Tarde o temprano, el niño exigiría una explicación y él no sabría cómo dársela. Pero, ¿podía seguir mintiéndole?
Holly estaba sentada en el sofá del salón, mirando el fuego de la chimenea. Se había quitado el abrigo y debajo llevaba una chaqueta roja y una faldita negra que dejaba al descubierto sus interminables piernas. Nunca había conocido a una chica tan sofisticada y que, a la vez, pareciese tan inocente.
– Siento haberla hecho esperar. Si me dice dónde están sus cosas, la llevaré a su habitación.
Ella levantó la cabeza al oír su voz y Alex tuvo que hacer un esfuerzo para apartar los ojos de sus piernas. Si iba a quedarse allí durante las navidades, tendría que evitar ciertas fantasías.
– Gracias.
– Debería ser yo quien le diera las gracias. Eric insiste en que se quede en casa…
– No, gracias. He reservado habitación en un hotel. Alquilaré un coche para ir y venir de Schuyler Falls.
– Le he dicho a mi hijo que podía quedarse con nosotros tres días; no creo que necesite más tiempo. Tenemos una casa de invitados con cocina y cuarto de baño… Y puede usar mi furgoneta para ir y venir, yo usaré la de mi padre.