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– No necesito ver los establos… a menos que también quieras decorarlos, claro -dijo ella, tomando el abrigo-. Preferiría ver la casa para medir las habitaciones y decidir qué estilo le va mejor. Yo creo que un estilo rústico sería lo ideal.

Alex la miró, confuso.

– Yo prefiero una decoración normal y corriente. Ya sabes, bolas y espumillón.

– ¿Bolas y espumillón? Por favor… se ha avanzado mucho en el campo de la decoración navideña -rió Holly.

– Bueno, haz lo que quieras. Pero antes voy a enseñarte los establos.

– No hace falta, de verdad. Además, los animales me odian. De pequeña tuve un desagradable encuentro con una vaca.

– Yo me dedico a criar caballos -suspiró Alex-. Y si piensas quedarte aquí hasta Navidad, será difícil evitar a los animales.

Resignada a su sino, Holly fue tras él con sus tacones enterrándose en la nieve. Antes de llegar a los establos, vio al padre de Alex sujetando las riendas de un caballo que daba vueltas en un recinto vallado.

– ¿Qué hace?

– Entrenarlo. Algunos tienen muy mal carácter.

– ¿Cuántos caballos tienes?

– Unos setenta -contestó él-. Cuarenta yeguas de cría, veintisiete potros que sacaremos a subasta en enero, tres sementales y dos pura sangre. En verano cuidaremos de otros veinte mientras corren en Saratoga.

– Esos son muchos caballos -suspiró Holly-. En realidad, uno solo ya es demasiado para mí.

– En la época de mi abuelo había más, pero tenemos buena reputación y nuestros potros se venden bien en las subastas.

Cuando entraron en el primer establo, Alex metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó dos azucarillos.

– Toma, dáselos a Scirocco. Como ya no puede pasarlo bien, se dedica a los dulces.

– ¿Por qué no puede pasarlo bien?

– Porque ya no tiene que montar a las yeguas.

– ¿Ah, no? Entonces, ¿de dónde salen los potros?

– Ahora todo se hace de forma científica. No necesitamos que el semental… haga el servicio, lo hacemos nosotros por él.

– ¿Cómo?

Alex apartó la mirada.

– Déjalo, sería difícil de explicar.

Con el ceño arrugado, Holly sujetó los azucarillos.

– Pobrecito. ¿Y sus necesidades? Este pobre caballo debe estar frustrado.

Aunque nunca le habían gustado los animales, a los que consideraba impredecibles, le daba pena que los pobres no pudieran tener… novia.

– Un macho no siempre tiene por qué dar rienda suelta a sus instintos.

Aunque la discusión era sobre animales, Holly empezó a pensar que había un significado oculto en sus palabras. Y se puso muy nerviosa.

Alargó la mano para darle los azucarillos a Scirocco, pero cuando vio sus dientes la apartó.

– Uy, qué miedo.

– ¿Por qué?

– Los animales me odian. Todos: los perros, los gatos, los caballos…

– Pues a Scirocco le caes muy bien.

Durante lo que le pareció una eternidad, ninguno de los dos se movió. Holly ni siquiera podría asegurar que su corazón estuviese latiendo.

Y aquella vez estaba segura de que no hablaba del caballo. Intentando controlar los nervios, se apoyó en la pared del cajón e intentó parecer tranquila, como si un hombre guapísimo le dijera esas cosas cada día.

– Si hemos terminado aquí, deberíamos… ¡Ay!

Holly se echó hacia atrás y, sin darse cuenta, metió el pie en un montón de… excremento de caballo.

– ¡Me ha mordido!

Oyó entonces una especie de relincho burlón y, cuando miró a Scirocco, le pareció que estaba sonriendo. El muy canalla.

– Lo siento -se disculpó Alex-. Scirocco se pone un poco agresivo cuando quiere azúcar. ¿A ver? Tenemos que limpiar esa herida.

– ¡Yo no tengo la culpa de que ya no tengas relaciones sexuales! -exclamó Holly. Al ver la expresión atónita del hombre, se puso como un tomate-. Me refería a Scirocco, no a ti.

– Ya, claro -murmuró él, llevándola a un banco de madera-. Siéntate.

Se inclinó entonces para quitarle los zapatos. El estiércol había manchado también las medias y tranquilamente, sin pedir permiso, las rasgó de un tirón.

– Deberías haberte puesto las botas.

– Habría dado igual. Ya te he dicho que los animales me odian -le recordó Holly, con una voz más ronca de lo normal.

– Seguro que Scirocco lo ha hecho a propósito. Le gustan las chicas, pero es muy travieso.

– Ya lo he visto.

– Espera… vuelvo enseguida.

Alex entró en una alcoba que había al otro lado del establo y que debía ser el botiquín.

– Dicen que el excremento de caballo es el mejor tratamiento de belleza.

Holly miró hacia la derecha y vio al padre de Alex en la puerta. La noche anterior apenas habían intercambiado unas palabras, pero sabía que tenía un amigo en Jed Marrin.

– ¿Eso dicen?

– ¿Sabe una cosa, señorita Bennett? Es usted la primera mujer que pisa esta granja en dos años. Y me alegra decir que es usted mucho más agradable a la vista que estos jamelgos.

– Gracias, señor Marrin.

– Puedes llamarme Jed, si yo puedo llamarte Holly.

– Muy bien, Jed.

El hombre señaló sus pies.

– Por aquí llamamos a eso «la pedicura de Stony Creek».

– Cuando se lo cuente a mis amigas de Nueva York se van a morir de risa -sonrió ella, moviendo los pies.

Alex volvió entonces con un cubo de agua, una toalla, un botiquín de primeros auxilios y un par de botas.

– Yo sé de uno que ha olvidado limpiar el cajón de Scirocco -murmuró, mirando a su padre con cara de pocos amigos.

– Sí, una lástima -rió Jed.

Alex procedió a limpiarle los pies y su padre volvió al trabajo. Cuando pasó la toalla húmeda por sus piernas, Holly tuvo que tragar saliva. Nunca había considerado una pierna o un pie como zona erógena, pero tendría que revisar su opinión. Lo que Alex Marrin le estaba haciendo era un pecado.

– ¿Desde cuándo vives aquí… en la granja? -preguntó, para pensar en otra cosa.

– Toda mi vida. Era de mi bisabuelo y lleva en la familia desde 1900. Antes había más criadores en la zona, pero ahora somos los únicos -contestó él. Después de limpiarle y secarle los pies, le puso las botas-. Y ahora que estás limpita, vamos a ver la herida -dijo, tomando su mano-. No es nada grave. Con un poco de antiséptico y una tirita…

– ¿No debería ponerme la inyección del tétano?

– No te preocupes. Scirocco no tiene la rabia.

Holly sonrió. Le gustaba que un hombre la atendiese solícitamente. Incluso un hombre tan distante como Alex Marrin. Quizá ser mordida por un caballo no era tan malo después de todo.

– Ya está… ¿Mejor? -preguntó Alex, dándole un besito en el dedo.

Ella parpadeó, sorprendida. Y cuando levantó la cabeza, vio que también él estaba sorprendido por el gesto.

– Lo siento. Es que estoy tan acostumbrado a curar a Eric… la fuerza de la costumbre.

Holly sonrió.

– Ya no me duele.

Alex carraspeó entonces, incómodo.

– Bueno, será mejor que vuelva al trabajo. La casa está vacía, así que puedes hacer lo que quieras. Incluso un desayuno decente.

Después de eso salió del establo, dejándola con el dedo vendado y una mirada soñadora. Mientras iba hacia la casa, intentando no perder las botas, Holly se preguntó si algún día entendería a Alex Marrin.

Pero daba igual. Estaba allí para hacer un trabajo y nada de lo que él hiciese, aunque fuera besar su mano y limpiar sus pies, cambiaría en absoluto su vida.

Capítulo 3

– Es muy guapa. Y no me digas que no te has dado cuenta. Cada vez que me doy la vuelta te veo tocándola o mirándola con cara de bobo.