– ¿Yo?
– Anoche casi te tropiezas, tan entusiasmado estabas poniendo la mesa. Qué raro, ¿no? Cuando estamos solos nunca pones la mesa.
– Si cocinaras tan bien como ella, lo haría -murmuró Alex, sin dejar de cepillar a la yegua.
Llevaba diez minutos cepillando el mismo lado, distraído, pensando en la hermosa mujer que había aparecido repentinamente en su vida.
¿Cuántas veces se había sentido tentado a entrar en casa para tomar una taza de café o un bocadillo, con el solo propósito de verla? Según su padre, Holly se había pasado el día anterior con una cinta métrica y un cuaderno en la mano.
Y cuando Jed iba a hacer la cena, ella sacó del horno una deliciosa ternera en salsa; nada que ver con los filetes chamuscados que solía ofrecerles su padre.
Aquella mañana preparó un desayuno a base de huevos revueltos, beicon, pan casero…
Alex le había dado las llaves de la furgoneta, esperando que fuese al pueblo para comprar algo de ropa… y los ingredientes para otra cena extraordinaria. Pero la furgoneta seguía allí.
– No te hagas el tonto. He visto cómo la miras -dijo su padre entonces.
– ¿Y cómo la miro?
– Como si no todas las mujeres en el mundo fueran el anticristo. Como si hubiese llegado el momento de olvidar tu experiencia con Renee.
Alex contuvo una carcajada amarga. Nunca olvidaría su amarga experiencia con Renee. Cada día se recordaba a sí mismo que había fracasado como marido y que Eric estaba sufriendo por ello.
– Cometí un error al casarme con Renee. Casi no nos conocíamos cuando le pedí que fuese mi mujer.
– Así ha sido siempre con los Marrin -suspiró su padre-. Conocemos a la mujer de nuestros sueños y es amor a primera vista.
– Renee no era la mujer de mis sueños -murmuró Alex-. Y tampoco lo es Holly Bennett. No pienso cometer el mismo error.
– Esta es diferente. No se puso a gritar como una loca cuando metió el zapato en aquel montón de estiércol, ¿no? Solo una mujer especial mantiene la presencia de ánimo en una situación así.
– Es una neoyorquina, toda buenos modales y sofisticación. Yo creo que sabría comportarse en cualquier circunstancia.
– ¿Tú crees? Pues no te iría nada mal conocerla un poco mejor. Esa chica está trabajando como una loca por tu hijo. Me ha mandado dos veces a la tienda porque, por lo visto, piensa hacer una cena especial.
– Coq au vin -dijo Alex.
– ¿Y eso qué es?
– Pollo al vino.
– Ah, pues qué bien.
– Y tú no tienes por qué ir a la tienda. Le he dicho que puede usar mi furgoneta -dijo Alex entonces, tirando el cepillo al cubo.
En ese momento la recordó en la cama, despeinada y medio dormida, recordó cuando le besó los dedos… Había sido un gesto instintivo, pero su propia reacción lo sorprendió. La verdad, deseaba besarla para comprobar si el sabor de una mujer era tan poderoso como recordaba.
Alex masculló una maldición. Llevaba demasiado tiempo solo. Había conocido a Renee nueve años antes, cuando tenía veinte, y le había pedido que se casara con él tres meses más tarde. Pero llevaba dos años sin estar con una mujer. Quizá por eso encontraba a Holly tan atractiva. Era una mujer guapa, sofisticada… y estaba cerca.
Así era como había empezado todo con Renee.
– No estropees esto, hijo. Sé agradable con ella o se marchará.
Alex salió del establo sacudiendo la cabeza. Claro que sería agradable. Él no era ningún ogro. Podía mantener una relación cordial con Holly Bennett… sin desearla cada cinco minutos.
Pero no estaba preparado para lo que lo esperaba cuando entró en la casa. Villancicos en el estéreo, olor a canela, la chimenea encendida…
Y, en la cocina, bandejas de galletas por todas partes; cada una de un gusto diferente. Holly tarareaba Jingle Bells, con un guante de horno en la mano.
– Hola -sonrió al verlo.
– ¿Qué es esto?
– He hecho unas cuantas galletas. Le he pedido a tu padre que fuese a la tienda para comprar harina, azúcar, canela… ya sabes.
– ¿Unas cuantas galletas? Podríamos alimentar a un ejército con esto.
– Hay que hacer galletas de diferentes gustos. ¿Ves? Son de chocolate, de nueces, de almendras… Además, tienen que ser de diferente color para que queden bien en los platos. Mira, voy a enseñártelo.
Holly tomó un plato y colocó varias galletas alrededor. En el centro, un palito de canela y una corteza de limón.
Alex alargó la mano para tomar una.
– ¡No!
– ¿No?
– No, esa no. Primero prueba esta, la de nueces y coco. No es tan dulce como las otras.
Él obedeció, suponiendo que después tendría que darle la enhorabuena para quedar bien. Pero la galleta se derritió en su boca. No estaba rica, estaba exquisita. Nunca había probado algo tan delicioso. Además, las galletas que él compraba en el supermercado solían ponerse blandas porque nadie se molestaba en cerrar la bolsa.
– Voy a ponerlas en cajitas de regalo -dijo Holly, volviéndose hacia el horno-. Eric y yo podemos envolverlas con un papel rojo que he traído y después poner un lazo…
– ¿Por qué? -preguntó Alex, robando subrepticiamente un montón de galletas, que se guardó en el bolsillo.
Ella lo miró como si fuera un demente.
– No se regala galletas del supermercado a los amigos.
– Un momento. ¿Vamos a regalar estas galletas?
– Con todos los amigos y parientes que pasarán por la casa…
– No vendrán ni amigos ni parientes.
– ¿No? Pero si es Navidad. Todo el mundo recibe visitas en Navidad.
Alex se encogió de hombros.
– Aquí tenemos una vida muy tranquila.
– Pero entonces… ¿para quién estoy haciendo todas estas galletas? ¿Y la profesora de Eric? Sus compañeros del colegio, el conductor del autobús…
– Podríamos comérnoslas nosotros. Están riquísimas.
– Gracias. Por cierto… había pensado ir a los almacenes Dalton con Eric después de comer. Hay que comprar los adornos para la casa. ¿Te importa?
Alex estaba examinando otra variedad de galleta que le parecía muy atractiva… pero no tanto como ella. Holly Bennett era guapísima.
– Si ha terminado los deberes, de acuerdo.
– Yo hacía estas galletas con mi madre -murmuró Holly-. Su sabor me trae muchos recuerdos. Es curioso las cosas que uno recuerda de la infancia.
– Quizá es por eso por lo que Eric escribió la carta. La verdad, debería darte las gracias.
– ¿Por qué?
– Por todo esto -sonrió él, quitándole un poquito de harina de la nariz. Estaban muy cerca y hubiera deseado inclinarse, rozar sus labios…
– ¡Hala! ¡Mira esto!
Alex dio un salto al oír la voz de su hijo. Cuando se volvió, esperaba ver a Eric mirándolo con expresión de reproche por acercarse tanto a su ángel de Navidad. Pero el niño parecía muy ocupado admirando las galletas. Kenny estaba a su lado, con la misma cara de embeleso.
Entonces vio que Holly se había puesto colorada. Si su hijo no hubiera entrado en ese momento, la habría besado. ¿Y cómo podría explicarle eso a Eric? Lo último que deseaba era confundirlo. Holly Bennett estaría allí solo durante dos semanas. Y él no tenía intención de pedirle que se quedase.
– Tengo que volver al establo -murmuró, revolviendo el pelo del niño-. Holly va a llevarte al pueblo después de comer, Eric. Cuando termines los deberes.
– ¡Un momento! -exclamó ella-. No puedes irte, no hemos discutido mis planes.
– ¡Papá! ¡Tienes que discutir sus planes!
– Tenemos una agenda muy apretada y necesito que apruebes mis ideas sobre la decoración. Como te dije el otro día, he decidido que sea un tema rústico…
– Si a Eric le gusta, a mí también -la interrumpió Alex.
Después salió de la cocina, nervioso. Le quedaban un par de horas de trabajo, pero no le apetecía nada. Suspirando, metió la mano en el bolsillo y sacó una galleta de chocolate. Estaba tan rica como las demás. Pero no lo satisfizo.