Quizá era la pastelera y no las galletas lo que deseaba. Desgraciadamente, aquel era un deseo que tendría que contener.
Holly miraba caer los copos de nieve por la ventanilla de la furgoneta mientras se dirigían a Schuyler Falls.
A su derecha, Eric se removía en el asiento con inquietud. Nunca había conocido a un niño más dulce y más simpático. Su entusiasmo por las navidades se le había contagiado.
Alex sujetaba el volante con manos fuertes y capaces, evitando un patinazo en la helada carretera.
La verdad, no había querido ir con él a los almacenes Dalton. Después de su encuentro en la cocina, sabía que cualquier contacto con Alex Marrin era peligroso. En lugar de pensar en las galletas, se encontraba pensando en sus ojos, en sus hombros o en sus largas piernas. O en sus labios, aquellos labios tan tentadores…
Incluso entonces no podía dejar de mirar su atractivo perfil.
No debería acompañarlos, pero cuando le dijo que su furgoneta no tenía cambio automático, Holly no tuvo alternativa.
Alex había aceptado, protestando por lo bajo porque le quedaba mucho trabajo en el establo. Pero ella sabía que no quería ir a los almacenes Dalton. A los hombres, tener que ir de compras sencillamente les parecía un horror de proporciones bíblicas.
– ¿Ponemos música? -sugirió Holly, tocando el botón de la radio.
Esperaba oír villancicos, pero lo que salió fue una salvaje canción de Aerosmith. Sonriendo, Alex buscó una emisora con música navideña y Holly se puso a tararear Noche de reyes con los Teleñecos.
Eric y su padre la miraron como si estuviese loca.
– Es un villancico muy antiguo. De cuando la gente se daba los regalos la noche del cinco de enero.
– ¿Por qué? -preguntó el niño.
– Es una tradición cristiana. Por la visita de los Reyes Magos.
– ¿Quiénes son los Reyes Magos?
– Es una historia muy larga -sonrió Holly-. Te la contaré esta noche, ¿de acuerdo?
– De acuerdo. ¿Podemos comprar renos de plástico? Como los que Kenny tiene en su casa, con luces dentro. Papá, tú podrías colocarlos en el tejado.
Holly hizo una mueca. Renos de plástico… qué horterada.
– Quizá podríamos comprar algo menos…
– A mí me parece buena idea -la interrumpió Alex-. En el tejado quedarían muy bien. Y podemos poner otros en el jardín y alrededor de los establos. Sería como… ¡Las Vegas!
– ¡Eso, como Las Vegas! ¿Qué es Las Vegas? -preguntó Eric.
– Es un sitio donde van a morir los malos decoradores -suspiró Holly-. No creo que encontremos renos de plástico en los almacenes Dalton.
– En Dalton hay de todo. Raymond tiene unas luces en el árbol que parecen bichos. ¿Podemos comprar unas iguales?
– ¿Bichos? -repitió ella.
– Yo creo que un árbol con bichos sería perfecto -dijo Alex entonces-. Grillos, arañas, gusanos…
Holly lo miró, perpleja.
– Creí que no querías saber nada sobre la decoración.
Sus miradas se encontraron un momento y ella se quedó sin aire. En sus ojos había algo magnético, intenso, turbador. Nerviosa, apartó la mirada, esperando que no la hubiera visto ruborizarse.
– Eric quiere bichos -insistió Alex.
Ah, genial. Estaba intentando torpedear su decoración.
Pero era muy guapo cuando sonreía. Fuerte, vital y muy sexy. ¿Qué mujer dejaría a un hombre como Alex Marrin?
– De acuerdo, bichos -murmuró-. Soy flexible.
Aunque prefería hacer las cosas a su manera, también le habían tocado algunos clientes raritos.
Entonces miró su pierna, que rozaba la de Alex. Podía sentir el calor del cuerpo del hombre recorriendo el suyo, tanto que el frío casi desapareció.
Qué fácil sería pasar la mano por la gastada tela de sus vaqueros, sentir los firmes músculos que había debajo, deslizarla hasta…
– Tendremos que poner dos árboles. Uno más formal en el salón y otro… el de los bichos, en el cuarto de estar. Y podríamos poner otro en el estudio.
– ¡Eso, tres árboles de Navidad! -exclamó Eric-. A Santa Claus le va a encantar.
Holly se volvió hacia Alex para ver su reacción, pero él estaba mirando la carretera. Unos minutos después llegaban a los almacenes Dalton.
– Vendré a buscaros dentro de tres horas. Pórtate bien con la señorita Bennett, Eric. No te apartes de su lado.
– Sí, papá.
– Deberías comprar ropa de abrigo, Holly. Y un par de botas.
Estaban tan cerca, que podía sentir el calor de su aliento en la mejilla.
– ¡Mira los trenes! -exclamó Eric entonces, señalando el escaparate-. Y ese oso tocando un tambor…
Holly y el niño bajaron de la furgoneta, dejando a Alex muy serio. Era un hombre complicado, con extraños cambios de humor, pensó.
Cuando se volvió para mirarlo un segundo más tarde, la furgoneta había desaparecido y ella se sintió tontamente desilusionada. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que un hombre la miró con algo más que mero interés masculino. Y mucho más desde la última que a ella le importaba esa mirada.
– Vamos, hay que comprar muchas cosas.
Cuando entraron en los almacenes Dalton, Holly sintió como si hubiera sido transportada al pasado. Así solían hacerse las compras, con sonrientes vendedores y porteros uniformados que daban la bienvenida a los clientes. Los suelos de mármol brillaban como espejos y las paredes de madera olían a limón.
Entonces se fijó en el enorme árbol de Navidad, colocado en el centro de los almacenes. Había visto cientos de árboles. Pero, por alguna razón, aquel la hizo sentir como si fuera una niña de nuevo, llena de emoción ante las fiestas.
– Es precioso -murmuró-. Y es de verdad. ¿De dónde lo habrán sacado?
– Siempre ponen un árbol muy grande -dijo Eric, llevándola hacia las escaleras mecánicas.
– ¿Dónde vamos?
– Primero tenemos que ver a Santa Claus.
– Creí que ya lo habías visto.
– Sí, pero tengo que darle las gracias.
– ¿Por qué?
– ¡Por ti!
A Holly se le encogió el corazón ante el inocente cumplido. Solo llevaba un par de días siendo un ángel de Navidad, pero era el mejor encargo que había tenido nunca. Y hacer feliz a aquel niño no podía llamarse trabajo.
En la segunda planta se unieron a la larga fila de niños que esperaban para hablar con Santa Claus. Aquel sitio estaba lleno de juguetes, pero Eric no los miraba, concentrado como estaba en la puerta del reino mágico.
Mientras esperaban, Holly recordó su infancia. Con Eric de la mano, casi podía volver a creer en la magia de la Navidad y en el calor de una familia con quien compartirla.
– ¡Niño! ¿Qué haces aquí otra vez?
Los dos se volvieron al oír la exclamación. Era una joven con casaca de lunares y mallas verdes. Al verla, Eric apretó su mano un poquito más fuerte.
– Hola, Twinkie. Mira lo que he traído, es mi ángel de Navidad.
– ¿Qué?
– Mi ángel. Se llama Holly y me la ha enviado Santa Claus. He venido para darle las gracias.
La joven lo miró, pensativa.
– ¿Te la ha enviado Santa Claus? No lo dirás en serio.
Holly miró por encima de su hombro, incómoda.
– Vamos, Eric. Ya volveremos un poco más tarde. Hay que comprar muchas cosas.
– ¡Espere un momento! -gritó la joven, corriendo tras ellos-. Tengo que hacerle un par de preguntas.
La perdieron en la sección de ropa de cama, escondiéndose tras una pila de edredones.
– Quizá no es buena idea que le cuentes a todo el mundo que soy un ángel, Eric.
– ¿Por qué?
Holly intentó decir algo que sonase razonable.
– No querrás que todos los niños de Schuyler Falls pidan un ángel, ¿no? Hay muy pocos ángeles y no queremos que nadie se lleve una desilusión.