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Ramsey Campbell

Nazareth Hill

Título original inglés: The house on Nazareth Hill

© Ramsey Campbell, 1996

© de la traducción: Manuel de los Reyes y Manuel Mata

Para John y Ann, que están para comérselos

Agradecimientos

Como siempre, Jenny estuvo ahí durante todo el proceso creativo, y la mera existencia de Tam y Matt me proporcionó la ayuda que necesitaba. Pete y Dana Atkins, en Cape Cod, también supieron darle al escritor lo que este necesita mientras trabaja. Soy de los que opinan que especificar el lugar donde se ha escrito un libro obedece al único propósito de darle envidia al lector pero, por si acaso no estuviese en lo cierto, me permitirán que admita que el manuscrito de esta novela ha hecho un viaje de ida y vuelta desde Wallasey a la Albufera, Roma, Cape Cod y de ahí directo a Danvers, antes de regresar al punto de partida y visitar Manchester y Swansea. En cualquier caso, donde de verdad reside cualquier historia es dentro de la cabeza del autor.

Habitaciones que no ve nadie

Al cabo de los años, Amy se acordaría del día que vio la casa de la araña por dentro. En cuanto la familia hubo salido de la iglesia, supo que no iban a dar un paseo en coche. Hacía media hora que había visto el brezal aherrumbrado que cubría los cotos ocres de Partington, mas ya el cielo de finales de octubre, o la niebla, para ser más exactos, se había cernido sobre los árboles. La mole de un edificio cuajado de negras ventanas se agazapaba en el parque, por encima de la plaza del mercado, rodeada de empinados tejados de color gris oscuro, y por debajo del dobladillo de la bruma adherida al firmamento. Sus padres remoloneaban en el porche de la iglesia mientras el sacerdote alababa la rapidez con la que crecía la niña, lo cual solo conseguía que se sintiera más pequeña, a no ser que esa sensación se debiera a la presencia de aquel edificio, desproporcionado en comparación con el tamaño de la ciudad. El sacerdote se despidió con un «Cuídense de las brujas», antes de dirigir sus hirsutas mejillas al interior de la iglesia, de la que emanó una tenue vaharada de incienso que fue a mezclarse con la húmeda fragancia del otoño.

– Qué cosas dice este cura -señaló el padre de Amy.

– Es por el día que es hoy, Oswald -repuso la madre.

– Y qué, sigue siendo un cura. Habrá tenido que estrujarse la sesera para salir con esa chanza, que es más vieja que la tarara.

– No empieces con tus palabras caducas, que pareces más senil que yo.

– Tu madre no está senil, ¿a que no, Amy?

– Más que tú, no.

– Ahí te ha puesto en tu sitio. -La madre de Amy tiró del cuello de su polo para taparse un poco más la pequeña papada que pendía bajo su barbilla, antes de abrocharse la chaqueta con forro hasta la nariz-. Bueno, ¿es que no vamos a casa?

El padre de Amy se desabrochó su cremallera por debajo de la nariz, para compensar, lo que liberó su atosigado cuello rechoncho.

– Hace un día de miedo para dar un paseo.

– Ya verás cómo terminas por provocarle pesadillas. Yo me conformaba con sentarme cerca de la chimenea.

– Todavía no sabemos lo que opina nuestra damisela. ¿Qué hay que hacer un domingo para aprovechar bien el día, Amy?

Aquel trasiego de cremalleras había conseguido que Amy comenzara a sentirse constreñida dentro de su chaqueta, por lo que le apetecía desentumecerse.

– Por mí, dábamos un paseo.

– Sí señor, contigo sí que nos vamos a mantener siempre en forma -dijo su padre. Arqueó las bien pobladas cejas en dirección a su esposa, al tiempo que le dedicaba un mohín conciliador-. Nos hemos malacostumbrado a meternos en el coche a la primera ocasión.

– Hay a quien no le queda más remedio si quiere llegar al trabajo.

– Seguro que los libros sabrán apañárselas sin ti, visto el tiempo que hace. -Cerró la puerta de la verja que delimitaba el empinado patio de la iglesia detrás de la familia-. Mira, Heather, te propongo algo que nos satisfará a todos. Cuando volvamos de nuestro saludable paseo por la colina, cogemos mi estofado y mi pastel de calabaza y nos sentamos junto al fuego.

– ¿Cómo de largo, el paseo?

– A la colina, subir y bajar -contestó, lo cual podría haberle sonado a Amy como la estrofa de una canción infantil, de no haber sabido a qué colina se referían. Tenía ocho años, a medio camino de los nueve y, para sentirse más segura, también tenía a sus padres. Los cogió de la mano a través de las manoplas y la familia se encaminó hacia la carretera principal.

No pudieron caminar en paralelo durante mucho tiempo. Tras doblar la primera curva pronunciada, el muro de metro y medio de alto que confinaba la tierra al pie del terraplén de una urbanización se inclinaba con tanta urgencia que los Priestley tuvieron que salirse de la acera. Sostenía el muro una cruz de hierro tan grande como Amy y tan cubierta de musgo como los ladrillos de grava, pero ella siempre esperaba que aquel cinturón invisible con hebilla en forma de cruz cediera y vertiera un trozo de Partington por el asfaltado. En vez de eso, lo que oía era el tenue murmullo de la autopista, monótono de tan lejano. Al final de la curva aparecían las primeras tiendas, Cabello Bello, la Farmacia de Gracia y la oficina de correos. Esta última hacía a su vez las veces de vinatería, tal y como se encargaba de delatar el aliento del rubicundo estafetero. La casa del parque seguía sin poder verse, por el momento, pero Amy se imaginaba que la mayoría de las calles laterales que partían de la margen izquierda de la carretera zigzagueaban en dirección al edificio como si este se hubiese apoderado de ellas. Su calle se resistía al hechizo y, al doblar la esquina de Libras y Biblias con sus padres y escuchar el golpeteo de las fichas de dominó tras las ventanas escarchadas, descubrió que se alegraba de que su casa estuviera en la otra orilla de la carretera principal.

A pesar de todo, le gustaban las calles próximas a la plaza del mercado, con aquellos ladrillos abombados, tan amarillos como la arena; aquellos dinteles de piedra más oscura que le conferían a todas las ventanas un ceño sempiterno, como si las casas estuvieran intentando acordarse de algo que tuvieran siempre en la punta de la lengua; aquellas habitaciones pequeñas y compactas del otro lado de las ventanas que no estuvieran cubiertas por blancos visillos, los cuales Amy sabía que tenían por objeto ofrecer un aspecto recatado y que, sin embargo, asociaba siempre con prendas de ropa interior. En la Vista del Coto, vista que debían de disfrutar algunas de las habitaciones más elevadas, apareció detrás de una ventana una mano blanca de jabón que aclaró un óvalo en el cristal para enmarcar el semblante preocupado de una mujer. A lo largo de las Casas de las Aulagas, la primera calle transversal, dos niñas con caretas de brujas y sombreros de pico encendían bengalas prematuras que palidecían a la luz del día, varitas cuya magia intentaban invocar. En el cruce de la Vista del Coto con la Avenida del Mercado, donde las esquinas de las casas eran redondeadas en lugar de angulosas, un hombre se había subido a una escalera para darle tejas a otro hombre que se había subido a un tejado. Más allá de la avenida de casas, prensadas de tal modo que fuesen el doble de altas que de anchas, estaban las tiendas amontonabas a lo largo del Paseo del Mercado, el Naipe y el Vate, la Cáfila de Cafés y Menudos Peludos, la tienda de mascotas, además de Pedales con Modales, Coser y Cantar, Sombreros a la Cabeza, la Confiturería y el Tajo, que era como había bautizado el hijo del carnicero a la tienda, en un intento por igualar el ingenio de sus vecinos. Los Priestley dejaron atrás esa última tienda para llegar a la plaza del mercado. La distancia que separaba a Amy de la casa de la araña era cada vez menor.

Los puestos del mercado ya se habían recogido, como correspondía a aquella hora de la tarde de un sábado, después de un recital de repiqueteos y golpeteos que había resonado por toda la ciudad. La plaza se veía desierta, vigilada tan solo por un gato negro desde la ventana de una de las tiendas de comestibles que cerraba el mercado. Un puñado de desperdicios empapados se dejaba empujar por una brisa que le hizo pensar a Amy que algo muy grande y muy frío acababa de expeler un aliento. El aparcamiento próximo a la plaza del mercado era el mejor atajo para llegar a casa, mas ya las rollizas manos de sus padres la conducían hacia el Camino de la Poca Esperanza, pasando por el Diente Goloso y Tus Noticias. Al cabo de un momento, lo único que podía ver al otro lado de las puertas aherrumbradas del parque de la colina era el edificio.