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– Ya la bajo, cuando acelere.

– No me lo digas dos veces. -Se sentía derrotado, y no solo por haber dicho eso que, sin duda, era tan innecesario como pudo comprobar. Colgó su abrigo en el armario del dormitorio y se dirigió a la cocina.

– Ha llegado un sobre para ti -le informó Amy.

– ¿Solo uno? -Cuando ella hubo juzgado que aquello no se merecía una sonrisa, intentó otro enfoque-. ¿Tengo que adivinar dónde está?

Con un encogimiento de hombro y cabeza, Amy le señaló el sobre en medio del magro espacio libre de la mesa que no había sido tomado por sus deberes. Casi no le hizo falta ni abrirlo para reconocer el tipo de carta que le habían enviado: un mensaje personal para DON OSWALD PRIESTLEY y su familia. ¿Alguna vez se ha preguntado lo que harían su familia y usted en caso de enfermedad grave, SR PRIESTLEY? ¿Si tuviese que recibir tratamiento, SR PRIESTLEY, durante cuánto tiempo podría resistirlo la economía de su familia?

– Atención médica privada. Me parece que no nos hace falta, ¿no?

En esta ocasión, Amy encogió ambos hombros y él tiró la bola de papel arrugado al cubo de la basura de la cocina.

– ¿Vas a tardar mucho con los deberes? Tendríamos que empezar a sacar la comida enseguida.

– Puedes ahora.

– No lo quites si no has… -Mas ella ya estaba recogiendo los libros con una vehemencia que él podría haberse tomado como una ofensa. En cuestión de escasos segundos, Amy cruzó el recibidor y él escuchó un golpe en el suelo de su habitación. La balada terminó y, en el momento que una voz gritaba «Hora de irse al infierno», Amy volvió sobre sus pasos para coger el mando a distancia y parar la cinta-. Yo no te he dicho que lo apagaras.

– Bueno, ya está.

– ¿Has comido algo?

– A mediodía.

– Coge algo mientras preparamos la cena.

– No tengo hambre.

– Todavía tienes que comer, Amy. -Se escuchó a sí mismo incitándola a comer como no había tenido que hacerlo años atrás, cuando aquella cintura era tan cimbreña como lo era ahora-. He comprado algo para ti y para cualquier otro vegetariano.

– Más tarde.

– Que no sea demasiado tarde. Y espero que no pienses cenar en tu cuarto.

– ¿Por qué no?

– Acabas con la moral de cualquiera. Para empezar, estarían bien que dejasen de desaparecer los platos en tu habitación.

– Yo pensaba que íbamos a usar platos de papel.

– Esta noche, sí, pero quiero decir en general. Ya hace tiempo que ando tras la pista de un tenedor y un cuchillo, y no quiero ni imaginarme dónde estarán todas las cucharas.

Amy lo miró hasta que él empezó a sentirse tan insignificante y absurdo como estaba claro que sonaban sus palabras para ella.

– En fin, voy a ver lo que hay para untar.

Algunas de las ramas más altas del roble atrapaban la luz de la cocina con sus dedos. Cuando Oswald abrió el frigorífico, el reflejo de Amy apareció en las yemas de madera, que parecía que la hicieran flotar por los aires mientras se acercaba por el pasillo.

– Estas no llevan carne -dijo él, al tiempo que le entregaba una bandeja con la esperanza de que le despertara el apetito. Cuando la siguió con otra bandeja llena de emparedados de salchicha, la encontró observando los vol-au-vents y murmurando para sí-. ¿Qué pasa, Amy?

– Vuelos al viento.

– ¿Eh? Tú sabrás. -Su intranquilidad no se disipó, ni siquiera cuando se hubo dado cuenta de que ella le había traducido el nombre del plato. Se obligó a regresar a la cocina, donde Amy le siguió con paso más lento. Pusieron la mesa entre ambos aunque, dado que su aversión a la proximidad de la carne estaba convirtiéndose en algo más que habitual, casi todos los esfuerzos de la muchacha se concentraron en colocar los utensilios de plástico y los platos de papel. Ya había conseguido un despliegue artístico cuando Oswald hubo dado el último viaje-. Ibas a traer parte del botín de tu cuarto.

– Ya lo haré.

– Al menos, has hecho una declaración de intenciones. Para variar, ¿qué tal si…?

La puerta del apartamento emitió un zumbido demasiado apremiante para entrar en la categoría de musical, y Amy salió disparada hacia ella.

– Yo contesto -dijo Oswald-, mientras tú… -Levantó la voz mientras la perseguía por el recibidor-. Amy, te he dicho que yo…

Se rindió y, cuando ella hubo abierto la puerta, compuso una expresión de acogida. Apareció en el umbral un hombre que lo ocupaba casi por entero, con la pulcritud de su traje a rayas y la corbata discretamente plateada puesta en contradicho por las dificultades que pasaba su camisa para contener la abultada barriga. Hasta que no se hubo enjuagado el rostro con un pañuelo que tardó poco en regresar al bolsillo de su chaqueta, su frente ofreció el mismo aspecto empapado que su pelo, negro y engominado hacia atrás.

– ¿Llego pronto? -tronó, como si necesitara carraspear-. He perdido la tarjeta donde venía la hora. Solo tienen que decirlo y me vuelvo abajo.

– Ni se le ocurra. Dije sobre las siete -repuso Oswald, aunque lo cierto era que había sido preciso-. Yo soy Oswald. Esta es mi hija, Amy. No sé si me equivoco al suponer que usted es el fotógrafo, don…

– Dominic Metcalf. Si alguna vez necesita inmortalizar un recuerdo, soy su hombre. Y usted…

– Vendo seguros. -Oswald había anticipado la expresión de educación con reservas que asomaría al rostro de Metcalf-. No se preocupe, no se los voy a vender a usted ahora. No es por eso por lo que los he invitado a todos.

– Es una buena ocasión para entablar contacto. -La mirada del fotógrafo vagó por las ilustraciones enmarcadas del recibidor hasta posarse en la cocina-. No sé si mencionaba algo de comida.

– Espero que haya suficiente. Asumo que no ha cenado.

– He dejado sitio.

– Adelante, no sea tímido.

Si Oswald no había conseguido darle el tono adecuado a sus palabras, el fotógrafo tampoco se había percatado. Cruzó el umbral como si acabaran de invitarlo ahora mismo y le ofreció a Oswald un apretón de manos, lenta y rechoncha la suya, antes de enfilar hacia el salón, donde se repantigó en la primera silla que se cruzó en su camino, pese a los elocuentes crujidos. Resultaban visibles los esfuerzos que hubo de hacer para no colocar las piernas sobre uno de los brazos del mueble.

– En cuanto recupere el aliento, estoy con ustedes -jadeó-. Es una pena que no pusieran un ascensor en vez de tantas escaleras.

– Las escaleras no se quedan bloqueadas -dijo Amy, que ya había cerrado la puerta y había seguido a los dos hombres hasta el salón.

– Bueno, pues que hubieran puesto ascensor además de las escaleras. ¿Qué quieres ser de mayor, arquitecta?

– Aquí tenemos al menos dos hipótesis acerca de lo que seremos cuando nos hayamos hecho aún mayores, ¿a que sí, Amy?

Aquella condescendencia le mereció a Oswald una mirada tan fulminante que Dominic Metcalf prefirió cambiar de tema.

– ¿Sabe alguien lo que era antes este sitio?

– Aquí estaban las oficinas del ayuntamiento cuando yo tenía la edad de Amy, antes de que pasáramos a depender de Sheffield.

– Tampoco es que Sheffield esté nada mal, ¿eh? Yo tengo un estudio allí.

– Yo tengo clientes, y la señorita va allí al colegio, ¿a que sí, Amy? Estoy por decir que casi la mitad de la ciudad va allí entre semana, o a Manchester.

– ¿Qué había antes? -quiso saber Amy.

– ¿Aquí? Porque… -Oswald hubiese querido rectificar y preguntar por qué.

– Más oficinas, seguro -contestó el fotógrafo-. Está claro, las oficinas engendran más oficinas.

– Es demasiado vieja.

Consiguió que aquello sonara como si alguno de los presentes tuviera la culpa de que así fuera. Oswald estaba a punto de coger las riendas de la conversación cuando la puerta dejó escapar otro zumbido.