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– ¡Socorro!-casi chilló-. ¡Puede oírme! ¡Debe oírme! -Le dolía la magullada mandíbula a causa del esfuerzo por mantenerla tan abierta. La piel que rodeaba las comisuras de los labios parecía a punto de desgarrarse. Ya no sabía qué habitación iba a encontrarse si miraba detrás de sí, solo sabía que no podía soportar que le arrebatasen la única esperanza que le quedaba. Se aferró al pomo y empezó a dar sacudidas a la puerta, después de recordar que ahora solo estaba asegurada por un candado y un simple tornillo. ¿Podría arrancarla del marco mientras su padre estaba distraído? Pero, a pesar de que lanzó todo su peso hacia atrás mientras sujetaba el pomo con ambas manos, la puerta apenas se agitó. La soltó y rodeó su boca con ambas manos para tratar de concentrar sus gritos, a fin de que lograsen superar cualquier barrera. Ahora parecía tener menos sentido el restringir sus gritos a los momentos en los que su padre hablaba; ¿cuántas oportunidades de ser escuchada estaba desaprovechando al pararse a escuchar? Se detuvo tan solo para respirar, tan poco como era practicable, así que no supo cuándo paró él de hablar. La súbita aparición de su voz justo al otro lado de la puerta le pareció el desencadenamiento de una trampa.

– Pon coto a tus divagaciones. Tu amigo ha partido.

Las manos ahuecadas de Amy tocaron sus mejillas y clavaron las uñas en la piel.

– ¿Qué amigo?

– Ese al que echaste de manera tan vulgar, creo.

– ¿Estás diciendo que Rob estaba aquí?

– Alguien ha venido, ciertamente. Creo que el pajarillo tenía un nombre semejante, y estoy seguro de que ha levantado el vuelo.

Ella soltó su rostro antes de herírselo.

– ¿Qué le has dicho?

– Vaya, pues que estás en un lugar en el que te harán mucho bien. Tú misma te has encargado de que ese lugar no sea otro que este. -Su voz se estaba alejando de la habitación-. Y ahora ceja en tus inútiles parloteos y deja descansar un rato a mi cerebro.

Ella no necesitaba que le dijeran que no atrajera más su atención. El pensamiento de que Rob había estado tan próximo (quizá estaba todavía fuera, no del todo libre de las sospechas que lo habían llevado hasta allí) había renovado su desesperación por esperar. Se inclinó para recoger su peine y trató de fijar la mirada en el tornillo al que tenía que atacar, pero no pudo evitar fijarse en el espejo por el rabillo del ojo. Sujetó el peine a través del pañuelo, como si la apagada mordedura del metal pudiese ayudarle a reinstalar la realidad, y confrontó la imagen del espejo. La práctica totalidad de su póster estaba allí, junto con una muestra del papel de pared y apenas una insinuación de ladrillos desnudos.

Por un prolongado momento se preguntó cómo podía estar segura de que la escena que vislumbraba tras el cristal estaba más presente o era más genuina que la visión de la celda que había tenido, y entonces logró desterrar la inseguridad de su mente.

– Quédate ahí. Tú solo quédate ahí -susurró al reflejo, y se agachó rápidamente sobre el tornillo. Alojó la púa de metal en la ranura y se inclinó en una postura difícil sobre el peine, apretando las manos sobre él y luego tirando hacia abajo con todas sus fuerzas.

El sudor le hormigueaba en la frente como una bocanada de cenizas calientes, mientras las púas se le clavaban en la palma de la mano y sus muñecas empezaban a temblar. Justo cuando estaba a punto de cejar hasta que su palma dejase de escocerle, sintió movimiento. El metal se había movido, había girado. Arrojó todo su peso contra la torpe herramienta. Con un chasquido que pareció recorrer los huesos de su brazo hasta llegar al cráneo, la púa del extremo del peine se rompió.

Las rodillas de Amy golpearon las tablas del suelo a través de la alfombra y sus ojos se llenaron de lágrimas. Se limpió la humedad con el revés de la mano antes de que la desesperación se apoderara de ella. Al peine le quedaban todavía muchas púas y la siguiente debía de ser casi tan fuerte como la que acababa de perder. Sacó el fragmento roto de la ranura del tornillo y trató de introducir su vecina en el lugar, trató de permanecer en calma mientras la manipulaba con torpeza, trató de creer que iba a funcionar. Una vez comprobó que el extremo superior del peine estaría en medio por mucho que lo girase, trató de romperlo, primero colocándolo bajo su talón y luego en cada uno de los agujeros dejados por los tornillos que ya había sacado. Ninguno de ellos tuvo el menor efecto en aquel centímetro de metal idiota. Cuando el peine rasgó el pañuelo y se clavó en su mano ya delicada, lo arrojó al otro lado de la habitación.

Chocó contra el espejo y cayó entre la masa de tarros, atomizadores y botellas de la mesa del vestidor, donde chocó contra un objeto que, a juzgar por cómo había sonado, tenía más metal que cristal. ¿Qué había encontrado? Amy se dirigió hasta allí, se vio en el espejo cruzando una habitación que todavía era la suya y descubrió sus tijeras de manicura. ¡Ojala hubieran sido las que había utilizado el pasado verano para cortar las perneras de un par de vaqueros viejos! Pero quizá aquellas hubieran sido demasiado grandes para ocuparse del tornillo y, en todo caso, ahora se hallaban en un cajón de la cocina. Las que acababa de encontrar en la mesa parecían miserablemente frágiles, pero tenía que intentarlo. Apenas había empezado a hacer palanca con la más gruesa de las hojas cuando esta se partió, y la otra no tardó siquiera un segundo.

– Piensa -suplicó en su fuero interno-. No es más que un tornillo. Piensa-su mirada recorrió la habitación en busca de otra herramienta improvisada, pero el lugar era como la vacía celda que tanto temía ver, no le ofrecía nada. Corrió hasta el armario y registró todas las prendas que tenían bolsillos, pero el único secreto que guardaban era una caja de cerillas medio vacía que utilizaba para encender las barritas de incienso. Se imaginó a sí misma tratando de sacar el tornillo con una uña. Aunque la idea hizo que se encogiera, ya no podía pensar en nada con lo que urdir una fuga, salvo ella misma.

Y quizá su padre le había dicho cómo, si es que de verdad le estaba crispando los nervios más de lo que había reconocido. Caminó hasta la puerta y empezó a propinarle patadas, al mismo tiempo que exclamaba:

– ¡Puedes oírme! ¡Puedes oírme!

No pasó mucho tiempo antes de que él respondiera desde el otro lado del salón, con una fatiga que todavía dejaba lugar a alguna esperanza.

– Silencio ahí dentro.

– Me callare cuando me dejes salir de aquí, y hasta entonces no pienso parar.

– Haz lo que desees, como es tu costumbre. Tú te cansaras antes que yo -dijo, y empezó a rezar, en voz más alta, mientras ella redoblaba sus patadas y sus gritos. Él titubeó al llegar al «líbranos» y tuvo que volver a comenzar. Cuando sus palabras fallaron de nuevo al llegar a la frase, gritó-. Contén tu lengua y te…

– ¿Me qué? No puedes hacerme nada a menos que entres aquí.

Esta vez estaría preparada para cualquier cosa que él pudiera intentar. Que tratase de golpearla de nuevo; eso lo atraería hasta el umbral, donde ella podría esquivarlo y salir. Arrojarle la puerta encima le daría todo el tiempo que necesitaba para escapar. Estaba aguzando el oído, tratando de detectar cualquier sonido que pudiera indicar que intentaba cogerla desprevenida, cuando escuchó su voz, todavía desde el otro lado del salón.:

– Tu subterfugio es un patético esfuerzo. ¿Es que no puedes ofrecerme mejor diversión?

Todo lo que le quedaba era la verdad.

– Tendrás que dejarme salir más tarde o más temprano.

– ¿De veras? Te ruego que te expliques.

– Tengo que ir aquí al lado.