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– No lo creo. Me temo que has conseguido no ser bienvenida.

– Me refiero al cuarto de al lado. Al baño.

– No veo por qué va a ser eso necesario teniendo en cuanta lo poco que has comido últimamente.

– ¿Qué vas a hacer? -preguntó Amy, la voz temblorosa con algo que sonaba como una risa-. ¿Matarme de hambre?

– Rezaré para que el ayuno te devuelva el sentido y al camino de Dios.

– No será así, de modo que, ¿qué va a pasar? ¿Se supone que voy a morir aquí o qué?

– Si tal cosa llegara a ocurrir, rezaré para que te arrepientas en el último momento y que tu alma pueda ir al Cielo.

– Estás loco -susurró Amy, y cuando las palabras se hicieron audibles supo que ya no se trataba de un insulto o una exageración. La abrumó un estremecimiento que hizo que se sintiera emparedada por los húmedos y desnudos ladrillos. Quizá la celda que había visto en el espejo era el lugar en el que moriría, pensó, el lugar en el que quedaría atrapada después de muerta. Volvió a dar patadas a la puerta, una acción que le sugirió lo que podía decir.

«Es tu cabeza lo que estoy golpeando. ¿Lo sientes? Pronto lo harás si no es así. Seguiré golpeándola hasta que abras mi puerta.

Confiaba en que cuando él tuviera bastante se precipitaría hacia la puerta, pero cuando habló no estaba más cerca de ella.

– No lograrás herir a nadie más que a ti misma, y cualquier daño que te hagas solo podrá ser sanado por Dios. -Pero no parecía del todo impasible, y cuando se puso a rezar en voz aún más alta que antes, ella supo que lo había alcanzado. Esta vez ni siquiera había llegado a la mitad de la plegaria cuando se detuvo-. Demonio, no lograrás vencerme. -Pero no se había movido un ápice y a ella empezaba a dolerle el pie.

– No podrás rezar hasta que me dejes salir -exclamó-. No podrás pensar -dijo, mientras registraba su mente en busca de un monólogo que pudiese utilizar para arrebatarle su autocontrol como alternativa a las patadas contra la puerta. Había mucho material en la habitación: todos los libros que su madre había encuadernado para ella. El mayor de ellos, una colección de cuentos de hadas y canciones de cuna, descansaba sobre los demás, pero ahora se dio cuenta de que no necesitaba consultarlo; podía recitarlo de memoria. Antes incluso de ser consciente de haber decidido cuál de los antiguos versos que le recitaba su madre antes de acostarse utilizar, estaba proyectando su voz a través de la puerta:

«Vengan a bailar conmigo, tanto viejos como niños, lejos del árbol y de su abrigo.

Hay canciones que cantar, hay prodigios que observar, os digo.

Vengan a bailar conmigo, a la luz de la luna, tanto niños como ancianos.

Tendrán alas en los hombros y rocío en los zapatos».

«Bailemos hasta la luna, madre Hepzibah, huyamos.

Vendrán por la mañana para clavarte sus agujas».

«Deja que vengan a mi casucha, quienes quiera que sean.

Ya sé a lo que puedo jugar con ellos», responde Hepzibah.

Amy tenía la impresión de que solo había leído estos versos una vez, y quizá ni siquiera hasta el final. Su padre estaba alzando la voz en un intento por ahogar la suya con la plegaria, y seguramente perdería los estribos muy pronto. Apoyó las yemas de los dedos contra ambos lados de su nariz y, con mucha precaución, los bordes de los pulgares contra la mandíbula.

«Ya han venido, madre Hepzibah, el alba los ha acercado.

Tu gato se ha ahogado, como que tus amigos han volado».

«Buenos días, maese Matthew, pues ya veo que sois vos»,

dice Hepzibah, «¿no querrás bailar conmigo un paso a dos?»

«Que venga con nosotros, camaradas, acérquenla al roble.

Hasta que se le rompa el cuello, va a dedicarnos un baile».

«No se baila sin pareja, y quiero a Matthew de compañero.

Deja que pase un año y volveremos a vernos.

Volveré para buscarte, dondequiera que habites»,

dice la vieja Hepzibah la Loca, «y bailaremos por los aires».

La pincharon y la voltearon y la ahogaron

Hasta que la dejaron colgada de una soga en la colina.

«¿Qué te aflige, Mathew, y te hace palidecer?».

«Cada noche veo cómo se vuelven sus ojos hacia mí».

Ven y ábreme la puerta, Mathew, cerdo.

Un año ha pasado desde que prometí que me volverías a ver»

¿Había leído Amy esto alguna vez? Se sentía como si las últimas líneas estuvieran brotado de su interior. Si en alguna medida las estaba inventando sobre la marcha, ¿no podría acaso controlarlas? Apartó las manos del rostro y las juntó. Por el momento se estaba dirigiendo solo a sí misma.

«Eres un desgraciado, Mathew, así que muere en tu cama.

Yo tengo hijas y amigas y bailaré sin fin.

Bailaremos sobre el fuego, bailaremos hacia el cielo.

El poder de la colina no nos dejará morir».

Estaba tratando de comprender sus propias palabras y descubrir de dónde estaban saliendo, pero entonces su padre rompió el silencio que, sin que ella se diera cuenta, se había adueñado de él.

– Quizá esto ponga fin a tu blasfemar-dijo, e irrumpió con tal ímpetu en el salón que ella sintió que la puerta temblaba. Sin embargo, en vez de abrir la puerta se dirigió hacia la salida. ¿Había logrado expulsarlo, después de todo? ¿Qué había querido decir con su amenaza? En el mismo momento en que se daba cuenta, sonó un clic y su habitación desapareció.

Había desconectado el plomo que controlaba las luces. Mientras sus ojos daban vueltas en las órbitas, tratando de escapar de la oscuridad, él se acercó a la puerta.

– Supuse que esto te tranquilizaría -dijo.

Amy empezó a propinarle patadas a la puerta, alrededor de la cual empezaba a distinguir un tenue resplandor.

– Enciende la luz. Enciéndela ahora mismo.

– No.

– Enciéndela-o-te-aplastaré-la-cabeza. -Amy subrayó cada palabra con una vigorosa patada.

– Tus representaciones ya no me afectan. Creo más bien que la oscuridad te acallará a no tardar demasiado -dijo, mientras su voz se alejaba y se metía en otra habitación. Se escuchó un portazo y la poca luz que se había colado por la rendija de la puerta se apagó. La oscuridad se enredó más aún alrededor de los ojos de Amy, que sintió que se aposentaba en su cerebro y le robaba la voz. Mientras continuaba dando patada a la puerta la asaltó la desesperante sensación de que, a pesar del dolor que empezaba a sentir en el pie, solo estaba golpeando la diamantina oscuridad. Pero esta no era tan irremediable como a su padre le hubiera gustado. Solo tenía que cruzar la habitación y encontrar la caja de cerillas en el armario.

Le costó algún esfuerzo apartar la mirada de la puerta, de la escasísima luz con que contaba. En la oscuridad circundante no podía distinguir ni tan siquiera el tenue contorno de una forma, pero tenía la sensación de que había algo agazapado a corta distancia del suelo, precisamente donde debería estar su cama. Por supuesto, se trataba de la cama, así que arrastró los pies hasta que su cuerpo estuvo encarado con ella y avanzó.

¡Si se le hubiera ocurrido coger las cerillas mientras estaba registrando el armario! Sus espinillas chocaron con fuerza contra la esquina de la cama y agitó los brazos en el aire para no perder el equilibrio. Durante un momento de pánico tuvo la impresión de que iba a tocar unas paredes más cercanas de lo que deberían estar. Podía sentir su cama, se encontraba en la habitación en la que había crecido y no en la celda que había visto en el espejo. Se deslizó hacia la derecha, siguiendo el rodapié en dirección al armario.

En cuanto se interrumpió su contacto con la cama se sintió perdida en la oscuridad. Sus pies empezaban a encontrarse con objetos en el suelo. Algunos eran blandos como la carne sin huesos para mantenerla firme, mientras que otros eran duros como huesos pelados. Eran sus cosas, no dejaba de repetirse a pesar de que algunos de ellos parecían apartarse en cuanto ella los tocaba. Alargó una mano en la dirección en la que debía de encontrarse el armario, aunque no pudo evitar cerrar el puño y dio otro vacilante paso lateral. Al instante su puño chocó, más ruidosamente de lo que hubiera deseado, con la puerta del armario.