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De algún modo Amy logró mantener la voz tranquila, recordándose que el único modo de sobreponerse a la presencia que había invadido su habitación era persuadir a su padre, pero su cuerpo estaba haciendo cuanto podía por alejarse de forma convulsa de la amenaza de que algo lo tocase en la oscuridad.

– ¿A qué te refieres?

– ¿Que a qué me refiero? Te traicionas a ti misma al preguntarlo. ¿Es que no está Dios contigo?

– Oh, ya. Creí que te referías a… -no había ningún tema al que Amy hubiera estado menos deseosa de referirse-. Tienes razón. No hace falta que te lo diga, ¿verdad? Ahora sé que es verdad -dijo, mientras apretaba los dientes. Eso no logró disipar su tensión, y no pudo evitar dar un golpe a la pared con el envés del puño que sostenía las cerillas-. Oh, no -susurró, y antes de que supiera lo que estaba haciendo, había soltado el pomo y se había apartado un paso de la puerta.

Alargó una mano y volvió a encontrar el picaporte. Se aferró a él mientras trataba de convencerse de que el tacto de la pared solo le había parecido lo que le había parecido a causa de su pánico. Acercó muy lentamente el puño a ella, sujetando las cerillas con fuerza, pero no demasiada, tratando de creer en ella como en un talismán de la luz que le mostraría que su habitación no había cambiado. Ninguno de sus preparativos sirvió de nada. Sus nudillos tocaron la pared y se apretaron contra ella como si eso pudiese aplastar las sensaciones, pero no había manera de malinterpretarlas. Su piel estaba rozando unos ladrillos desnudos, ásperos y húmedos.

Apartó la mano, se la frotó convulsa contra la manga y estuvo a punto de abandonar el pomo de la puerta para encender una cerilla. La había asaltado la repentina idea de que, mientras mantuviese el contacto con él, estaría impidiendo que la transformación se operase por completo en la habitación. Además, las cerillas eran una última esperanza que no quería consumir hasta que no tuviera más remedio, no mientras existiese la menor posibilidad de obtener de su padre la reacción que necesitaba.

– Te digo que estoy mejor -exclamó, tratando de concentrar en su voz todo cuanto estaba desesperada por conseguir. -Tienes que entrar y verlo. ¿Cómo si no vas a saber si es así?

Su padre no respondió durante algunos instantes… los suficientes para que ella se preguntara si algún otro de los contenidos del espejo, aparte de los ladrillos, se encontraría en la habitación. Entonces él dijo:

– Eres tan astuta como el diablo, pero yo puedo ver a través de tu ardid.

– ¿Qué ardid? -Solo su jaqueca le impidió arremeter a cabezazos contra la puerta-. Te estoy diciendo la verdad. ¿Por qué no me crees?

– Porque me dices que has encontrado la paz y, sin embargo, al oírte, yo me percato de que estás tan enferma como cuando tuve que encerrarte.

Estaba más allá de toda posibilidad de persuasión, ahora podía oírlo. Lo único que le quedaba eran las cerillas, y al instante supo que lo mejor que podrían mostrarle sería demasiado similar a la pesadilla que había tenido después de que él la llevara a Nazarilclass="underline" los tres collares colgando del espejo, los cuatro sombreros en la pared, sus sombras agitadas por el fuego. La había arrastrado hasta allí porque tenía miedo. Había superado sus propios miedos a expensas de ella, y eso la había llevado a donde se encontraba ahora.

¿O no los había superado del todo? La idea contraria pareció cristalizar sus pensamientos en una punta endurecida dirigida directamente hacia él. Sujetó el pomo con más fuerza y apoyó la cabeza sobre la madera que todavía pertenecía a su dormitorio.

– No estoy tan nerviosa como tú -dijo, mientras sus labios casi besaban la puerta.

– ¿Qué idioteces estás farfullando? No oigo una palabra.

– Ahora la oirás -dijo Amy, endureciendo la voz-. Este lugar te asustaba antes de que viniéramos a vivir en él, y todavía…

– Guarda silencio, demonio. No puedo oírte. Tus divagaciones no encontrarán asiento en mis oídos.

– Me estás oyendo aunque intentes no hacerlo. Estás en el lugar que querías olvidar que temías. Estás en la casa araña.

– Padre Nuestro. Padre…

– No podrás acallarme porque sabes que tengo razón. Estás solo en la casa araña y seguirás estándolo a menos que me saques de aquí.

– Guarda silencio, miserable, veneno, traición de mi carne. Inclínate ante la Palabra de Dios. Padre Nuestro que… que…

– Las plegarias no harán que se vaya. Está por todas partes, ¿es que no puedes sentirla? Es la casa araña la que te impide rezar, no yo.

– Contén tu lengua, excremento de tu madre. No oiré nada más de ti. Desvaría hasta que la voz te falle. Mis oídos están sellados.

– Entonces no podrás oír cómo se acercan las arañas.

– Engendro del Infierno -gritó su padre, cerrando de un portazo la puerta del salón. Amy escuchó un ruido sordo que atribuyó al impacto de sus rodillas contra el suelo, porque él empezó a repetir desesperado-. Padre Nuestro, Padre Nuestro, Padre Nuestro…

– Todavía puedes oírme. No hay lugar aquí en el que puedas esconderte. Estoy en tu cabeza. No puedes librarte de mí-ya no sabía de dónde estaban viniendo sus palabras, pero sentía que estaban ejerciendo su efecto-. Será mejor que no te quedes solo mucho más tiempo -dijo.

– Protégeme contra las artimañas del demonio. Padre Nuestro, amado Dios, Padre Nuestro…

La sensación de que gran parte de su pánico se había transferido a su padre le permitió soltar el pomo y, con bastante menos urgencia que antes, encender una cerilla. La luz se extendió sobre la puerta e iluminó la pared. No había ningún ladrillo a la vista, solo papel pintado. Se atrevió a tocarlo y, después de haber confirmado que su tacto correspondía a su aspecto, se volvió hacia su habitación. Los Nubes como Sueños se encontraban en el espejo y no veía la menor señal de figura alguna agazapada en el fondo de la hoja de cristal.

Entonces, unos bultos imprecisos salieron con andares tambaleantes de detrás de los cuatro sombreros, mientras hebras de sombra se enredaban con los collares de la falsa habitación que había al otro lado del espejo; recordó el sueño del incendio de Nazarill. La cerilla parpadeó aunque ella no la había apagado, y vio que la oscuridad saltaba hacia el espejo… solo la oscuridad, por el momento.

– Será mejor que me dejes salir antes de que las veas -dijo en voz alta-. Están a tu alrededor, por todas partes, las arañas de la casa araña.

En un primer momento pensó que estaba hablando demasiado bajo, pero entonces escuchó a su padre.

– Buen Dios, hazla callar. Aleja de mí su diabólica voz.

– Si no me dejas salir, ellas saldrán. Están esperando para ver si tú…

La puerta del otro lado del salón se abrió con estrépito y Amy inhaló una bocanada de aire para que la ayudara a prepararse. Se separó un paso de la puerta (no estaba preparada para soltar el pomo hasta que él hubiera abierto el candado), cuando los apresurados pasos de su padre entraron en la cocina y se detuvieron. Ella sintió que estaba al borde de sus fuerzas, dispuesto a abrir la puerta si no se le ocurría otro curso de acción, y no debía darle la oportunidad de pensar.

– Se están acercando. Están en todos los lugares a los que miras. Quieren que estés bien solo para que nadie pueda ayudarte. No te dejarán salir a menos que yo esté contigo. Abre la puerta mientras todavía puedes, antes de que lleguen al salón.

Su padre había dejado de rezar. Hubo un chirrido de madera contra madera, como si él hubiese apartado un banco en el que hubiera estado sentado. No debía tener miedo de seguir provocándolo.

– Se están acercando, millones de ellas, todas las arañas de la casa araña. Puedo sentirlas, esperando. Te están dando solo una oportunidad para dejarme salir, y si no lo haces, te…

No sabía qué más podía decir, qué pesadillas podía invocar para él, pero no parecía haber necesidad. Mientras estaba hablando escuchó como irrumpía él en el salón y, mientras se quedaba sin palabras, sintió cómo abría el cerrojo tan violentamente que la fuerza del movimiento se trasladó hasta su mano por el pomo de la puerta.