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– Tú eres mi fuerza -le dijo en un murmullo mientras examinaba la habitación.

No encontró nada fuera de lo normal. Aparte de la puerta atrancada, había pasado la aspiradora sobre cualquier parte del apartamento que pudiera concebiblemente haberlo requerido, después de todo. Estuvo tentado de repetir la operación, pero era demasiado pronto; hubiese sugerido un debilitamiento de su fe. En cambio, se dirigió a la ventana y contempló un mundo que había olvidado que se encontraba allí fuera.

El pueblo parecía amodorrado por la caída de la tarde. Bajo una lápida de nubes del color del paseo de gravilla y tan extensa como el cielo, el único movimiento que vislumbraba era el de los sombreros de varias mujeres, que agitaban las cabezas sin descanso mientras se dirigían cruzando el mercado, locuaces como cotorras, en dirección al salón de té. Las líneas segmentadas y rojas de los tejados serpenteaban hacia el páramo, y recordó que decenas de aquellos tejados protegían a familias que estaban también bajo su protección. Necesitaba volver al trabajo, y ahora que se había ocupado de su problema doméstico lo haría en cuanto hubiese recuperado el sueño atrasado.

Mientras pasaba junto a la puerta atrancada, no escuchó más que el bendito silencio. Ella ya no era tan estúpida como para dedicarse a dar patadas; le había enseñado a no hacer más trucos. No obstante, dejó su puerta abierta un par de centímetros antes de meterse en la cama, donde cerró los ojos y cruzó las manos sobre el pecho. Seguramente había hecho lo bastante como para entregarse al lujo de rezar antes de dormir.

– Ahora que me voy a la cama, rezo para que el Señor proteja mi alma… -Debía de haber sido muy joven la última vez que había dicho aquello, porque las palabras restantes se le resistían… y entonces recordó que las había suprimido por ella. No le habían gustado cuando era una niña pequeña, cuando le habían enseñado a rezar; quizá aquella aversión había sido el primer signo de su impiedad. ¡Si él se hubiera dado cuenta de lo que revelaba aquella falta de inclinación hacia Dios! Pero darle vueltas al recuerdo sería arriesgarse a incurrir en el pecado de la desesperación-. Si muero antes de despertar -dijo- ruego a Dios que se lleve mi alma y entonces descubrió que estaba demasiado cansado para formular más plegarias. Eso era completamente diferente a la imposibilidad de recordarlas, así que dejó que sus manos se relajaran.

Los párpados le pesaban por lo menos tanto como las manos, y eran bastante más difíciles de levantar. A pesar de ello los forzó a subir y, al borde del sueño, tuvo la impresión de estar escuchando un sonido, apenas un susurro, en modo alguno articulado y quizá ni siquiera audible. Mientras su mirada era detenida por lo que parecía ser una pequeña grieta en la parte baja del cristal inferior, se preguntó si sería una corriente de aire lo que había sentido. Si era así ya no la oía, y la gravidez de su cuerpo aumentaba tenaz por momentos. Su mente se sumergió en sí misma y bajó los párpados justo en

el mismo momento en que el sueño lo envolvía, llevándose flotando sus pensamientos, imaginó que el más delicado de los besos tocaba sus labios.

¿Quién le hubiera gustado que se lo hubiera dado? No la maléfica criatura: no podría haber soportado el contacto de la sucia boca que estaba encerrada a cal y canto en aquella madriguera a la que llamaba su habitación. Así que deseó que hubieran sido los labios de Heather. Aquel fue su último pensamiento mientras se rendía al sueño y experimentaba el despertar de una esperanza, la de que su deseo se convirtiese en un sueño. Pero cuando uno se le presentó, no vino de la mano de Heather.

Se encontraba en la misma posición, en la cama. A juzgar por el cielo, no había pasado demasiado tiempo. Estaba tendido allí, incapaz de todo movimiento consciente, como cualquier persona dormida, cuando oyó que una pequeña presencia se acercaba sobre la alfombra que había al pie de la cama. Su primera idea fue que se trataba del gato de la juez, que de alguna manera había logrado sobrevivir, y de pronto tuvo la sensación de que ese encuentro escondía algo crucial para él si lograba capturarlo. Por muy impracticable que fuera la idea, se permitió mover la mano y extenderla en dirección al borde de la cama para tratar de acariciar la cabeza del gato. Entonces su sueño hizo sitio para el pensamiento de que era poco probable que el animal se encontrase en buen estado, y logró retirar la mano antes de que tocara al visitante o fuera tocada por él. La había devuelto junto a la otra mano cuando una serie de pisadas suaves e irregulares arribó al otro extremo de la cama, y una pequeña cabeza se apareció lentamente bajo la luz gris que entraba por la ventana.

No era la cabeza de un gato. Oswald no era capaz de determinar a qué clase de criatura podía haber pertenecido, dado que quedaba muy poco de su cara para ver. Le asaltó el confuso pensamiento de que el intruso estaba relacionado de alguna manera con los cuadros del salón; al menos parecía tener los ojos tan saltones como aquellos. Pero los globos que emergían de su cabeza carecían de pupilas, no obstante, y eran tan pálidos como el exterior de Nazarill. En su sueño se preguntó si aquella podía ser la idea que alguien tuviera de una mascota, porque vio que se sentaba sobre los cuartos traseros y levantaba las patas traseras frente a su descarnado torso, como si fuera a pedir algo. Entonces se frotó con una pata aquellos ojos que no eran tales y, en el mismo momento en que él los identificaba, los capullos fueron desalojados de las cuencas.

El contenido de innumerables patas de los desgarrados globos se desparramó sobre lo que quedaba de un rostro. Escuchó cómo una llovizna de cosas caía sobre la alfombra mientras la cabeza se agachaba y desparecía de su vista, arrastrando jirones blancuzcos que pendían de sus cuencas vacías. Estaba debatiéndose por recuperar el control de su cuerpo inmóvil, incapaz incluso de elevar una plegaria por la devolución del don del movimiento, cuando la brillante masa hormigueó sobre sus incontables patas alrededor del extremo de la cama, tan rápida como el fuego sobre el aceite.

Todos los cuerpos bulbosos, que avanzaban tambaleándose sobre sus zanquivanas y espasmódicas patas, eran verdes como el moho. Podía escuchar la tenue premura con la que se abalanzaban sobre él, un susurro triunfante; creyó poder oler su venenosa humedad. Cualquiera de estas cosas hubiera bastado para hacerlo gritar, y con que solo pudiese proferir un grito, podría despertar. Ahora el peso del enjambre se estaba reuniendo sobre sus zapatos, y al cabo de un instante se agolpaban en sus rodillas y en sus piernas bajo la ropa. Obligó a su boca a abrirse mientras todo su cuerpo se tensaba tratando de exhalar un grito. Sintió que algo se estiraba sobre sus labios… la sustancia cuya invisible presencia había estado goteando sobre sus mejillas y cuya acumulación había tomado por un beso. La comprensión no llegó lo bastante pronto como para impedir que tomara aliento.

No inhaló solo aire. Al instante, su lengua y el interior de su boca estaban inundados con la sustancia, y muchas cosas empezaron a reptar las unas encima de las otras. Estas sensaciones le arrancaron un sonido, y no solo un sonido. Con el gorgoteante chillido proferido por una voz que apenas pudo reconocer, salió también el contenido de su boca o la mayoría de él. Mientras sus dientes se cerraban con fuerza para mantener a raya cualquier nueva intrusión, sintió que tocaban un objeto que se retorció y estalló inmediatamente. Un aullido de desesperación abrió de par en par sus mandíbulas y sus ojos, y entonces despertó.

Sentía la lengua y la bóveda de la boca más gruesas de lo normal, y parecía incapaz de librarse de un regusto venenoso. Seguramente eran los efectos de haber despertado sin haber dormido lo suficiente. Si la luz que entraba por la ventana era la misma del sueño, eso solo significaba que había pasado poco tiempo desde que se echara a dormir. Debía rezar de nuevo, rezar tanto tiempo y con tanta intensidad como fuera necesario para quitarse de encima el persistente recuerdo de la pesadilla.