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– Ahora que me… -empezó con un vigor que confiaba en que lo ayudase a limpiar su boca, pero descubrió que prefería no evocar la idea de que algo podía ocurrirle mientras estuviera durmiendo indefenso. Necesitaba una plegaria más poderosa y más positiva, una que lo persuadiera de que estaba solo en la habitación y de que el vacío edredón iba a seguir así, que no existía razón alguna para que se asomase por el borde de la cama. Juntó las manos con tanta fuerza que le temblaron, y estaba a punto de rezar para pedir tanto la fe necesaria para cerrar los ojos como ayuda para recordar todas las plegarias que conocía, cuando algo correteó por el techo y se paró, colgado de las patas, directamente sobre su cara.

Oswald se arrojó ciegamente hacia delante y cayó de la cama. El impulso lo llevó hasta la ventana y las palmas de sus manos chocaron con el cristal. Si no había habido una grieta en él antes, ahora la había… pero quizá había visto previamente la silueta de una hebra de telaraña. Mientras su rostro estaba a punto de colisionar con el cristal, vio que toda la parte superior de la doble ventana estaba llena de capullos blancos. El impacto de sus manos debía de haberlos hecho vibrar porque los millares de cuerpos que escondían emergieron furiosamente, una masa frenética que se encabritó a la altura de su rostro.

Estaban atrapadas dentro del cristal agrietado pero, ¿por cuánto tiempo? Reculó un par de pasos antes de poder volverse para huir al salón. Mientras giraba, vio por el rabillo del ojo que una sombra se ocultaba bajo la cama, y escuchó el sonido de sus apresuradas pisadas sobre la alfombra. Se apartó alocadamente de la cama y entonces se dio cuenta de que lo estaban siguiendo, un cuerpo que se balanceaba sobre él como una gota de veneno negro a punto de caer. Profirió un gemido y huyó hacia la puerta, pero su perseguidor lo siguió con facilidad. Caería sobre él mientras trataba de salir de la habitación, pensó con desesperación. Pero la puerta seguía entreabierta, y al cabo de un instante la había cruzado y la había cerrado de un portazo, atrapando a todos los horrores en la habitación. Después de darle una sacudida para convencerse de que no se abriría en cuanto él se hubiese alejado, recorrió corriendo el salón mientras alargaba una mano para coger el picaporte de la puerta que daba al pasillo. La sensación de liberación era tan vívida que vio lo que quería ver, y estaba casi al final del salón cuando se dio cuenta de que ya no había picaporte alguno a la vista.

Estaba allí, sí, pero escondido tras un grueso velo gris de casi un metro de longitud. Donde la superficie gris se unía al marco de la puerta, una forma de color marrón que recordaba a la mano de un bebé parecía estar sujeta al velo. Por un momento, Oswald fue capaz de imaginarse que la forma era la mano que un niño había arrancado a su muñeca, pero entonces esta mostró el resto de sus miembros mientras se deslizaba pesadamente tela abajo y se posaba sobre el picaporte.

Oswald se tapó la boca con una mano, haciéndose daño en los labios mientras retrocedía. El miedo a tropezar con algún inesperado intruso lo hizo girar sobre sí mismo, y golpeó con el codo el marco de uno de los cuadros. La pintura empezó a balancearse como si su habitante de ojos saltones estuviese interpretando una especie de danza demente, y los habitantes del nido que había estado escondiendo se escabulleron desde detrás de ella y se desperdigaron en todas direcciones. Todos los ojos apretados semejaban capullos a punto de eclosionar.

Mientras caminaba encogido entre los cuadros, abrazándose por miedo a tocarlos, no sabía dónde se dirigía o por qué, y tampoco cuando entró en la habitación principal. Entonces se dio cuenta de dónde lo estaba llevando su instinto: corrió hacia la ventana y se atrevió a alargar los dedos hacia la manija. Nada parecía estar acechando en ella, y logró calmar su tembloroso brazo mientras con dos dedos sacaba de su nicho el segmento de metal. Ahora que había soltado el bastidor de la ventana, pudo levantarlo y se asomó sobre el alféizar de piedra.

El césped resplandecía. Un frío que persistía en la sombra del edificio había dotado a la hierba de la misma palidez de Nazarill, y supo que el suelo sería tan duro como la piedra. Aunque apenas lo separaban trece metros de allí, no podía saltar; a su edad, solo conseguiría aplastarse.

– ¡Ayuda! -gritó-. ¡Por favor, que alguien me ayude!

No hubo respuesta. Había poca gente a la vista, y todos ellos estaban rodeados por los escaparates de las tiendas del distante mercado. Un segundo grito, más alto y más estridente, no logró más que quebrarle la voz. En una furia de desesperanza, bajó el bastidor y contempló a través de él las calles indiferentes y sumidas en silencio. Entonces se percató de que había movimiento a ambos lados de sí.

Una ráfaga de viento había agitado las cortinas mientras él bajaba el bastidor y ahora estaban inmóviles. Sacudió las manos abiertas en dirección a ellas en un intento por conseguir que permanecieran así. Durante unos poco segundos pendieron inertes; entonces, cuando estaba a punto de bajar la mano, el pesado terciopelo se agitó, rizado por la vida que hervía entre los pliegues del material. Ambas cortinas, se balancearon hacia él, como si ellas o sus habitantes estuvieran a punto de abrumarlo. Había extendido las manos para obligarlas a retroceder, cuando se dio cuenta de que no tocaría solo el terciopelo, sino también aquello que contenía, dándole la oportunidad de trepar por su cuerpo. Retrocedió agitando las manos y se dirigió a trancas y barrancas en dirección al salón, sin la menor idea de hacia dónde lo conduciría su pánico.

La visión de la Biblia, tendida sobre su vago reflejo, lo detuvo. Era el único objeto de todo el apartamento que parecía capaz de ayudarlo, y él, en su terror, había estado a punto de pasarla por alto. La recogió de la mesa y la apretó con fuerza, haciendo caso omiso de lo suave que parecía la cubierta.

– Que Dios sea conmigo. Ayúdame a vencer a todas las cosas que se arrastran -rezó, avanzando hacia el salón.

Vio el efecto de la Biblia al punto. Los ojos de papel volvían a ser ojos y parecían acobardados por el libro. Lo que quiera que se escondiese detrás de los cuadros se cuidaba mucho de permanecer lejos de su vista, de modo que marchó junto a ellos, sosteniendo la cruz de la cubierta en dirección a la cosa hinchada que se había aposentado sobre el picaporte. Creía que la Biblia había funcionado… pero mientras su sombra caía sobre la superficie gris, el creador de la tela se limitó a retorcer las enmarañadas hebras y levantó lenta y deliberadamente las patas delanteras, como si lo hubiera reconocido.

Oswald blandió la Biblia por encima de su cabeza y trató de obligarse a avanzar. Seguramente el peso del libro fuera suficiente para aplastar el hinchado cuerpo contra la puerta o, de no ser así, al menos para arrojarlo sobre la alfombra, donde quedaría atontado el tiempo suficiente como para que pudiera pisarlo… solo que no podía soportar la posibilidad de no lograr herirlo o ser incapaz de acabar con él. Mientras sus manos agitaban la Biblia, remedando su incapacidad de golpear, vio que las húmedas mandíbulas de la araña se movían; sintió la inhumana atención de la criatura concentrada en él, una mirada enfocada con toda minuciosidad. ¿Estaba la criatura preparándose para arrojarse sobre él desde su tela? Se encogió y retrocedió varios pasos, atrapándose un poco más, mientras un pensamiento lograba articularse en su cabeza. Debía dirigirse hacia la cocina. Todas las arañas le temían al fuego, y con más razón le temerían al que él iba a empuñar.

– Un fuego sagrado -declaró, tanto una disculpa por la acción que se preparaba a acometer como una plegaria para que lo salvara. Corrió hasta la cocina y abrió el primero de los fuegos.

No logró nada: ni el menor siseo de gas. Acercó la cara al quemador que debía haber respondido y entonces apartó la cabeza, con una sacudida tan violenta que sintió que la garganta se le estiraba. La salida del quemador estaba tapada por una mancha blanquecina; cada quemador estaba ocupado por un capullo.