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– Por qué no miras a ver si al señor Metcalf… -comenzó Oswald, no lo bastante rápido, antes de que ella saliera del cuarto.

– Dominic, a estas alturas. O Dom, lo que más rabia le dé.

– Dominic está bien. Disculpe un momento. -Oswald llegó al recibidor a tiempo de ver cómo Amy les franqueaba la entrada a sus vecinos de la puerta de al lado. El hombre le dedicó una sonrisa a la joven anfitriona que mantuvo mientras se dirigía hacia Oswald.

– Leonard Stoddard -le anunció al fotógrafo-. Lin vendrá cuando haya terminado de fisgar.

Se diría que su rostro había sido diseñado para una cabeza un poco mayor, y que la hubieran colocado recta del todo. Su sonrisa resaltaba aquella asimetría. Su esposa, alta pero encorvada, tenía el cabello corto y rizado como el de un caniche, solo que era más rojo incluso que el de su marido, y unos ojos brillantes y vivaces que se afanaban en estudiar las ilustraciones del salón.

– ¿Son de un libro?

– Pues sí -replicó Amy, aunque no quedó del todo claro si lo decía a modo de respuesta-. Ustedes son bibliotecarios. ¿No habrá un libro acerca de esto?

– ¿Qué es esto, cielo?

– Esto. Nazarill.

– Ah, pues no sabría decirte. Yo me defiendo con los discos y las cintas. Me defiendo -repitió, como si quisiera arrancarle una risa de compromiso a su pareja-. ¿No sabrás tú nada de un libro, Leonard?

– Ni jota. Ya lo miraré en el ordenador si me lo recuerdas… Amy, ¿verdad?

– Da gusto ver el juego que puede dar un libro. -Su esposa apartó la mirada de los niños que desfilaban en tropel con los ojos como platos detrás del Flautista de Hamelín y le dijo a Amy-: ¿Cómo deletreas tu nombre? ¿Normal?

– Qué va, lo deletrea muy bien, ¿a que sí? -intervino Oswald. Le dedicó una mirada contrita a Amy, demasiado tarde.

. -Es que a nuestra Pamela le ha dado por poner una hache al final. Qué imaginación tiene. Queda bien, escrito, yo creo.

– Tiene doce años -le dijo Leonard a Amy-. Quería conocerte, pero le da vergüenza cuando hay tanta gente.

– Puedes llamar al timbre y hacerle una visita, si quieres.

– Y, si te parece, podrías sacarte un dinerillo extra cuando tengamos que ausentarnos. Ya no es una niña, pero necesita una niñera igual.

– Ve si tienes tiempo, antes de que apague la luz -sugirió Lin. Parpadeó cuando llamaron a la puerta con los nudillos-. La pobre ermitaña no sale de casa.

– Ya sé quién es -dijo Amy. Abrió la puerta sin molestarse en usar la mirilla-. Hola, Beth.

La homeópata se giró cuando Amy se apartó para abrirle paso.

– ¿Seguro que no vas a quedarte?

– Volveré. Si solo es mi padre y… vaya, aquí viene más gente.

Oswald se apresuró a recibir a Beth Griffin y a quienquiera que estuviese a punto de llegar.

– Entra -llamó Lin a la homeópata-, que nadie muerde.

– No llegues tar… -comenzó a decirle Oswald a Amy, pero la puerta del apartamento de al lado ya estaba cerrándose y sus invitados ocupaban su lugar.

Úrsula Braine, una florista que olía a su trabajo; Ralph Shrift, que examinaba las ilustraciones enmarcadas, ladeaba la cabeza y colocaba una mano delante de cada una de ellas, como si estuviese considerando la conveniencia de exhibirlas en la galería que dirigía en Manchester; Paul Kenilworth, un violinista que murmuró «Espero que a nadie le moleste cuando ensayo» y que delató cierto resentimiento cuando tuvo que explicarle lo que quería decir a algunos de los invitados. Mientras Oswald sacaba las bebidas para que los huéspedes se sirvieran, fue llegando más gente, a la que Beth se encargó de recibir como si aquello fuese para ella una especie de terapia. Peter Sheen entró jugueteando con un bolígrafo personalizado muy caro, emblema personal y de su profesión periodística; Teresa Blake elevó su ancho rostro achatado y examinó a los reunidos como pudiera haberlo hecho desde su estrado de juez; Max Greenberg parecía casi incapaz de verlos con su vista de relojero, pese a las gruesas lentes que conseguían que sus ojos parecieran flotar delante de su cara. Beth se fue a su apartamento para traer más sillas, y la primera de las puertas que había dejado entreabiertas invitó a los propietarios de Alfombras Clásicas, Dave y Donna Goudge, que habían enmoquetado Nazarill de arriba abajo y cuyos nombres fueron recibidos por Lin Stoddard con un gritito aprobatorio. Alistair Doughty, un impresor con las manos enrojecidas de lo mucho que había tenido que restregárselas, llegó justo a tiempo para ayudar a Beth a transportar cuatro sillas de respaldo recto, que fueron a alinearse junto a la puerta del salón de los Priestley. Se produjo una pausa cuando todos los que no estaban sirviéndose un trago miraron las sillas, tras la que Leonard Stoddard dijo:

– ¿Va a dar comienzo la reunión? Ya estamos todos, ¿no?

La florista se llevó un puño a la boca para enfatizar una tos preliminar.

– Me parece que falta…

– No tenemos por qué esperar, a menos que todo el mundo esté de acuerdo -dijo Oswald-. No pretendía que esto fuese nada formal. Me pareció que estaría bien que nos reuniéramos y charláramos.

– ¿Acerca de algo en especial? -preguntó Dave Goudge, al tiempo se sentaba en un extremo del sofá y tiraba de las mangas de su camisa sobre las muñecas mientras su esposa repetía casi todas sus acciones en el otro extremo.

– A mí se me ocurrió que podríamos hablar de la seguridad. No os creáis que os he tendido una encerrona -le aseguró Oswald a los reunidos, muchos de los cuales comenzaban a mostrar síntomas de recelo e incomodidad-. A mí me parece que un edificio solo podrá ser lo más seguro posible si sus inquilinos se ponen de acuerdo.

– Me imagino que tendrá alguna sugerencia -intervino Ralph Shrift, al tiempo que giraba una de las sillas de Beth para sentarse a horcajadas en ella, con los codos apoyados en el respaldo.

– Leonard. -Lin palmeó el brazo de su silla para que su esposo se alejara de las cintas de vídeo de Amy, las cuales estaba ordenando con la excusa de examinar los títulos escritos a mano-. Nosotros queríamos proponer algo, ¿a que sí?

– Así es.

– El árbol de ahí afuera -le dijo Lin a la juez-. Queríamos saber cuál es la postura.

– Más o menos derecha, diría yo -respondió Teresa Blake, aprovechando para describirse a sí misma.

– La postura legal -aclaró Leonard, estirando la última sílaba para enlazar con una carcajada-. Nos pareció que tú sabrías si se puede talar.

– Un momento, ¿quién quiere cortarlo? -terció Beth-. Tiene mucha personalidad.

– He conocido a muchos de esos sin los que podría pasar perfectamente -señaló Peter Sheen, mientras metía y sacaba la punta de su bolígrafo con la mano que no estaba ocupando acercando frecuentes sorbos de moscatel a su boca.

Los ojos de Max Greenberg nadaron en las peceras de sus gafas para encontrarlo.

– ¿Habla de gente, o de lugares?

– Conozco malos ejemplos de ambos.

– El uno hace lo otro.

– Lo que nos lleva de vuelta al árbol, me parece -dijo Leonard.

– Decir que es malo igual está mal -dijo su esposa. Le devolvió la pelota con un guiño de reproche.

– Pues sí, peligroso, más bien. Nos parece que sus días de gloria ya quedaron atrás y que lo mejor sería arrancarlo antes de que se caiga encima de esta parte de la casa.

– Ya araña las ventanas tal y como está, a poco que sople la brisa -continuó Lin-. Anoche, nuestra Pamela no pudo dormir.

– Pues no veo cómo pudo oírlo con la doble ventana – rezongó Paul Kenilworth, con una especie de perversa satisfacción-, si a mí no me oye nadie cuando toco el violín.

– Serán las crías, ya sabe cómo se ponen -repuso Leonard, para todos los congregados-. No es que hubiese nadie subido al árbol pero, ahora que lo pienso, ese es otro riesgo.

– No queremos que los niños intenten subirse a él y se rompan el cuello -aclaró Lin.