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Podía quedarse en la pared, decidió en aquel momento. Llevárselo consigo sería como intentar llevarse a Amy, y además no serviría de nada. Incluso sin él, no podría evitar que los recuerdos lo despertasen en mitad de la noche. Lo peor de todo era pensar en las acciones que debería haber llevado a cabo. Sus padres no dejaban de repetirle que haría nuevas amistades, puede que algo más que amistades, y él suponía que sería así. Quizá se sintiera mejor una vez que le dijera a Amy que se marchaba; quizá el visitarla lograra llegar hasta él de una manera que aquel puñado de rostros misteriosos y llenos de suficiencia, rodeados de nubes, era incapaz de conseguir. Ahora el grupo y la magia falsa de sus letras le gustaba todavía menos, y de no ser por Amy sus rostros ya no estarían en su cuarto. Pero eran lo más parecido que tenía a una foto de ella. Después de mover el brazo para aliviar su hombro de la punzada de dolor que todavía lo asaltaba de tanto en cuanto, bajó deprisa las escaleras y salió de la casa.

El cielo de septiembre estaba velado por las nubes. El indistinto disco de luz descendía hacia el horizonte del páramo, más allá de Nazarill. El aire olía al humo del otoño temprano. Normalmente, aquella primera señal de la decadencia del año conmovía a Rob (cuando era más joven había supuesto la promesa de fuegos artificiales y de la llegada de la Navidad), pero ahora le recordaba al hedor de las ruinas de Nazarill el día después del incendio, el día que había despertado de su sueño medicado para enterarse del desastre. Encogió los hombros al recordarlo, volvió a moverlos para sacudirse el dolor de encima y caminó por la accidentada carretera en dirección a la iglesia.

Al final de la fila de casas que había sobre la valla metálica, una vereda discurría por una espinosa extensión de zarzas a lo largo de la cresta. Había sido abierta por generaciones de parroquianos que acudían a la iglesia, y finalmente acabó por llevarlo a lo largo de la verja de la iglesia hasta la puerta. Ahora, la hierba y las flores silvestres estaban reclamando la vereda, y Rob tuvo que soltarse de más de una ramita puntiaguda. La senda estaba rodeada por elaborados candelabros de aulaga que ocultaron su llegada. Quizá pudiera ver quién seguía llevando flores a la tumba de los Priestley.

La tumba se encontraba cerca de la cresta de la ladera que se alzaba hacia la iglesia. Cuando Rob salió de las zarzas junto a la verja, el edificio le tapaba la visión. Más que descubrir quién era el anónimo doliente, prefería contar con la visita para él solo. Se encontraba a medio camino del límite cuando la tumba apareció a su vista. Shaun Pickles se estaba incorporando después de haber depositado una corona de flores junto a la lápida.

Rob se vio invadido por una cólera tan fiera que su mirada pareció reflejar todo cuanto estaba viendo, pero entonces amainó. El último lugar en el que hubiera querido pelear con su antiguo enemigo era la tumba de Amy. Estaba haciéndose a un lado para esconderse cuando su tobillo tropezó con una enredadera espinosa y, mientras trataba de librarse, el crujido de la vegetación llamó la atención del guardia.

El rostro de Pickles se puso rígido y su rubor aumentó más que nunca, resplandeciendo mientras la palidez del rostro se intensificaba. Entonces pareció controlarse, después de, presumiblemente, haber comprendido que Rob no estaba allí para espiarlo.

– Me habré ido enseguida -murmuró.

Sin duda se sentía incómodo, pero sus palabras sonaron más bien como una despedida brusca.

– También yo -dijo Rob, caminando hasta la puerta.

Pickles murmuró unas pocas palabras frente a la lápida y se persignó antes de descender por la ladera cubierta de hierba.

– Te vas de viaje, ¿no? -dijo, con un tono de humor grave que era nuevo para Rob.

– Al menos mi mente sí.

Pickles se frotó las cejas, pero no hizo más comentarios.

– Tampoco creo que ella se hubiese quedado mucho tiempo por aquí -murmuró en cambio.

– Puede que yo haga algunas de las cosas que ella habría hecho.

– No me sorprendería -dijo Pickles, en un tono concebido para expresar que la mayor parte de su desaprobación se la guardaba para sí-. Ella no tenía una opinión demasiado elevada de nosotros.

Rob concluyó que se refería al pueblo, puesto que al decirlo lanzó una mirada a su alrededor. Siguió mirando más allá de Rob mientras se lamía los labios, y chasqueó la lengua antes de declarar:

– Creía que estaba haciendo lo correcto, ¿sabes?

El hombro de Rob le estaba recordando su lesión pero hizo cuanto pudo por permanecer inmóvil, porque llamar la atención hacia allí los hubiera distraído de la suerte de Amy.

– Está bien -dijo.

– De ningún modo -gruñó Pickles mientras golpeaba con el envés de una mano la parte alta de la puerta que se interponía entre Rob y él-. Pero nunca hubiera podido saber lo que le pasaba, ¿no? Uno nunca piensa que se comportarán como él cuando están locos. Uno nunca piensa que puedan ser tan convincentes y astutos como para que nadie se dé cuenta de lo que les pasa.

– Algunos lo sospechábamos.

– Sí, bueno, puede que por eso tú vayas a irte a la universidad y yo me quede aquí clavado, porque tú eres tan listo. -O bien se arrepentía de haber permitido que su amargura se mostrara o estaba determinado a persuadir a Rob de su punto de vista-. Mis padres nunca se dieron cuenta, ¿sabes? Uno nunca sabe lo que le pasa por la cabeza a un hombre como ese. Quiero decir que encerrarla fue ir demasiado lejos.

– ¿Solo lo de encerrarla?

– Él no debía de pretender prenderle fuego al lugar, ¿verdad? No cuando sabía que ella no podía salir. Nadie está tan loco, y de ningún modo el señor Priestley.

Rob tuvo la impresión de que, por muy seguro que quisiese aparentar estar Pickles, estaba casi suplicando. No se sentía con ánimo para decir algo que lo ayudara, pero lo intentó.

– Creo que el incendio estaba esperando para ocurrir.

– ¿Qué quieres decir con eso? Hablas como ella.

– Ojala me hubiera parecido más a ella.

Pickles lo miró pestañeando y devolvió su atención al pueblo. Después de una larga pausa, dijo:

– Mi madre piensa que el señor Priestley nunca superó la muerte de su mujer.

– Eso lo explicaría todo, ¿no? -dijo Rob, que se sintió avergonzado de su sarcasmo-. Pero había algo más. Aim tenía razón. Nunca debieron mudarse a ese lugar. Puede que nadie debiera hacerlo.

– No empieces otra vez con eso, nadie quiere oírlo. Necesitamos toda la sangre nueva que podamos conseguir. La gente nueva significa negocios. -Pickles abrió la puerta como si, pensó Rob, fuera el guardián, y entonces la retuvo mientras miraba ladera arriba en dirección a la tumba. Rob no estaba seguro de si el otro pretendía que escuchara lo siguiente que dijo-. Yo nunca podría ser como él.

– Reza para que no sea así.

Pickles lo miró para indicar que había muertas respuestas que podría ofrecerle. Sin duda, una de ellas era cuestionar el derecho de Rob a aconsejarle que rezara. No obstante, mientras abría la puerta, todo lo que dijo fue:

– Ya veo que tu brazo está curado.

– Más o menos.

– Bueno, ahí está -dijo Pickles como si le estuviera dando la razón; no fue hasta que sacudió la palma de la mano hacia ella que Rob se dio cuenta de que se refería a la tumba-. Tu turno. Toda tuya.