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– Ni los adultos. Si se quieren partir la crisma, allá ellos, pero ese árbol es una tentación para cualquier ladrón.

– Hablando en plata, más claro imposible.

Las palabras de Lin acallaron a los Stoddard. Alistair Doughty dejó de inspeccionarse las uñas, presumiblemente en busca de rastros de tinta.

– Sé lo que quiere decir -respondió, aunque no a Lin-. La otra noche vi a alguien que se había asomado a mi ventana.

Donna Goudge se inclinó hacia delante en su asiento, revelando otro centímetro de sus muslos forrados de nailon negro.

– ¿Vive en la misma planta que nosotros?

– Eso es. En el medio -explicó, para todos aquellos que no lo supieran-. Ahí que estaba yo, adormilado enfrente del televisor, y este, voy a llamarlo moscón delante de las señoras, este moscón va y me planta su cara en la ventana.

– ¿No sería un limpiacristales? -inquirió Dave Goudge.

– Pues hombre, a medianoche, y con esa cara, no creo. Si lo viera de día me haría cruzar la calle. Tengo los ojos bien abiertos desde entonces.

– ¿Hombre o mujer? -quiso saber Teresa Blake, mientras se sentaba en una de las sillas de respaldo recto, con el mismo cuidado con el que procuraba no derramar su copa llena de vino hasta el borde.

– No lo sé, y su madre seguro que tampoco. Estaba balanceándose. Se diría que vivía ahí arriba. Me sacó la lengua y desapareció antes de que pudiera acercarme a la ventana.

– Sí que podemos preocuparnos de disuadir a los intrusos – dijo la juez, tras rebajar el nivel de vino de su copa a un nivel más manejable-. Puedo comentárselo a nuestros amigos de Houseall, yo creo que les impresiona mi asiento en el estrado. ¿Les digo que levanten una verja?

– Lo que sea con tal de velar por nuestra intimidad-convino Dave Goudge, con otro tirón a los puños de su camisa.

El murmullo general sugería que sus interlocutores daban el quorum por sentado y no veían la necesidad de expresarlo con palabras, a excepción de Beth.

– ¿No habrá una ley de libre paso?

– Se supone que no -respondió Teresa, como si se estuviera dirigiendo a un abogado contencioso, antes de suavizar el tono-. El terreno dejó de ser público cuando se cercó y se construyó este edificio.

– ¿Para qué, lo sabe? -preguntó Oswald.

– Ni falta que me hace.

– Así pues, decidido -declaró Ralph Shrift. Posó su copa en la silla, entre sus piernas, y se sujetó la cara con ambas manos para dirigirla hacia Oswald.

– Estabas a punto de contarnos tus propuestas.

– Yo pensaba que nos vendrían bien unos minutos de charla para organizarnos -dijo Oswald, propuesta que la puerta recibió con un zumbido despectivo-. No tardo… -se disculpó y se alejó a largas zancadas, esperando ver a Amy, que se habría olvidado las llaves. En su lugar, encontró a un hombre de rostro redondo y sobresaltado, y con los ojos tan pálidos como su copete rubio.

– Siento llegar tarde. Ha sido mi padre -se disculpó, y le propinó un apretón de manos cuya firmeza se diría que pretendía contrarrestar la ambigüedad de sus palabras.

– Yo le conozco -dijo Oswald, sintiéndose como si tuviera que disculparse a su vez-. Está haciendo algo en los jardines. No sabía que fuera uno de los inquilinos.

– Planta baja -dijo el recién llegado. Oswald no supo si le estaba explicando lo que hacía en los jardines o dónde vivía-. No va a reconocer ese sitio cuando haya terminado. George Roscommon, por cierto. No hay jardines demasiado grandes ni demasiado pequeños.

A Oswald le pareció que aquella era una afirmación un poco extravagante, pero se reservó su opinión, cerró la puerta y siguió al jardinero a tiempo de escucharle confesar su nombre.

– Hola, qué tal -terminó de presentarse George Roscommon.

– Hola, qué tal -respondió Úrsula Braine, imitando su informalidad con tanta exactitud que resultó evidente que se conocían. Se produjo un silencio embarazoso hasta que Dominic Metcalf se dirigió al jardinero:

– Usted es mi buen vecino en el piso menos popular.

– Esa era una de las cosas de las que pensé que podríamos hablar -dijo Oswald-. Cuatro apartamentos en la planta de estos caballeros y uno en el primero. Estoy seguro de que todos queremos verlos ocupados, pero me pregunto si no será mejor que entrevistemos a los posibles inquilinos.

– Yo estoy a favor de rechazar a los indeseables -dijo Teresa Blake-. Se lo podría proponer también a los de Houseall, un comité regulador. Supongo que incluirá a todos los adultos que no hayan podido venir aquí.

– Así tendría que ser -admitió George Roscommon. Como si quisiera subrayar sus palabras, sonó el teléfono en el recibidor.

– Estamos hablando de medidas de seguridad -le informó Oswald a quienquiera que quisiera proseguir con la conversación mientras él atendía a la llamada. En cuanto hubo descolgado el auricular de su percha blanca en la pared, una voz cascada exigió:

– ¿Está George? George.

– Acaba de llegar. Está…

– Soy su padre -se quejó la voz, aunque al menos ahora había quedado claro cuál era su sexo-. ¿Espera a alguien más?

– No se puede decir que espere a nadie más.

– ¿No se puede o no me lo quiere decir, señor…?

– Priestley. ¿Quiere que se ponga su hijo?

– Ya lo veré cuando baje. Pero dígale que a ver si no se entretiene por el camino.

– Vaya, yo creo que eso tendrá que decidirlo… -Cuando Oswald se dio cuenta de que estaba hablando con un moscón electrónico, devolvió el auricular a su horquilla. Aún no había conseguido decidir qué es lo que debería decirle al jardinero cuando se sintió impulsado a regresar a la habitación.

– Mi padre -dijo George Roscommon, de inmediato-. Lo siento. Sé cómo es.

– ¿Por qué no le dice que venga?

– Imposible, con tantas escaleras.

Metcalf jadeó su aquiescencia. Oswald se vio obligado a preguntar: -¿Está solo?

– Solo lo dejé. Lo más probable es que me diga que ha visto a alguien cuando regrese.

La florista fue la única que hizo ademán de querer responder a eso pero, cuando no lo hizo, Oswald le tomó la palabra.

– Puede decirle que estamos planificando las medidas de seguridad, por si eso lo tranquiliza. Ahora que todos nos conocemos las caras, quisiera proponer una especie de plan de vigilancia, nada exagerado, solo para controlar quién está en el edificio y a qué ha venido, si es que procede saberlo.

– Por mí, perfecto -dijo Dave Goudge, de inmediato.

– Por mí, también -convino Donna.

– Aquí se me acaban las ideas, que no los platos. ¿Alguien quiere un poco más?

Los Goudge y Paul Kenilworth aprovecharon para despedirse, argumentando sendas cenas previas. Oswald hubiese perdido la fe en sus artes culinarias si Ralph Shrift no se hubiese arrellanado en su silla y se hubiese servido otro plato.

– Esto está mejor que lo que sirvo yo en mis presentaciones.

Dominic Metcalf se sintió inspirado para regresar al paté y a ofrecerse a sacar una fotografía de todos los ocupantes de Nazarill en cuanto estuviesen ocupados todos los apartamentos.

– ¿Por qué no nos la saca antes de que desaparezca el árbol, ya que se pone? -sugirió Beth. Tanto el impresor como el relojero intentaron explicarle a George Roscommon el motivo de aquella pregunta, antes de que la florista se apropiara del tema y lo utilizara como pretexto para hablar con él. Peter Sheen estaba llenándose el plato como haría cualquier periodista en un sarao, e incluso la juez mordisqueaba un canapé con el que intentaba amortiguar, a destiempo, el efecto de las copas que se había tomado.

– Me tengo que ir -dijo, en más de una ocasión-. Antes de que la prisionera se impaciente.

– ¿Quién? -se interesó Max Greenberg.

– Mi compañera. Como le parezca que ya lleva sola demasiado tiempo, es capaz de arañarme las paredes.

Aunque sus interlocutores infirieron que debía de referirse a su gata, sus palabras produjeron una cierta incomodidad que solventó apurando la copa y se dirigió hacia el recibidor con paso estable. Parte o todo de aquella situación le indicó al resto de los huéspedes que ya era hora de partir. Los Stoddard fueron los últimos en marcharse. Oswald los observó mientras recorrían el pasillo; regresó para tirar los platos y los vasos a la papelera de la cocina y, cuando estaba a punto de terminar de recoger, oyó la llave en la cerradura.