– ¿Has hecho una nueva amiga?
– Bueno.
– ¿Cómo es?
– Bah.
Las respuestas de Amy adquirirían un tono más resentido y menos informativo si él seguía por aquel camino, así que abrió las manos en dirección a ella para indicar que se había resignado a no tener nada a lo que agarrarse.
– ¿Necesitas ayuda? -preguntó Amy, cuando él se dirigía al salón.
– Por favor. -Recordó lo que le había pedido en varias ocasiones y metió la mano en su cuarto para encender la luz-. Para empezar, si por fin…
La habitación se despojó de su tenuidad y vio una araña tan grande como su mano flexionando las patas encima de la cama. Su telaraña se extendía desde la almohada hasta el suelo y estaba cuajada de insectos apergaminados.
– Asquerosa… -boqueó, antes de darse cuenta de que no era una telaraña, sino una bufanda de seda negra estampada. Pero sí que había una araña, aferrada a la bombilla durante un instante antes de diluirse en un hilacho de humo. Oswald tuvo la repugnante impresión de que podía olerlo. El cuarto se encogió y se oscureció. Cuando trastabilló de espaldas, recuperó su tamaño normal.
– Cómo voy a recoger nada si no te quitas… -dijo Amy, antes de verle la cara-. ¿Qué pasa?
– Nada. Habrá sido un mareo, una tontería. Algún trago de más. Tú no has hecho nada. -Oswald se apresuró a retirarse al salón, donde la visión de la comida le produjo arcadas-. Pero asegúrate de que, en el futuro, mantienes la habitación recogida -dijo, con tal ferocidad que a punto estuvo de no reconocer su propia voz.
3. Caer desde lo alto
– Bueno, de vuelta a los libros -dijo Max Greenberg.
George vio cómo Úrsula murmuraba una despedida a Ralph Shrift en la otra punta del pasillo, cuya tenuidad resultaba frustrante. El tratante de arte echó la cabeza hacia atrás como si quisiera atrapar la carcajada que soltó en cuanto hubo entrado en su apartamento, que iluminó el pasillo solo para renovar, e incluso intensificar, la penumbra.
– Ah -dijo George. Tras pensar que aquella falta de entusiasmo bordeaba la descortesía, añadió-: Sí, ¿no?
– Todavía quedan unas cuantas horas antes de planchar la oreja. -El relojero levantó sus ojos embotellados para enfatizar que se estaba rascando el cogote con una uña limpia y arreglada, pero George estaba concentrado en el descenso de las escaleras de Úrsula, cuyo vaporoso vestido verde oscuro sugería el balanceo de sus caderas, con el lustroso colgante negro de su cabello ahora en reposo, protegido del viento que azotaba el coto.
– Mientras no se te cansen los… -respondió George. En un veloz intento por adelantarse a la palabra que estaba a punto de pronunciar, se corrigió-: Aunque siempre merece la pena, leer, digo.
– Me viene de vocación.
– Ya veo. -Ya habían llegado a la escalera, pero Úrsula era apenas un susurro de pisadas y un rastro de perfume a la vuelta del rellano, lo que hizo que George se sintiera atrapado por la conversación-. Quiero decir que sí que me doy cuenta -continuó. Mientras descendían, el silencio comenzaba a volverse intolerable-. Yo, en cambio, soy un caso perdido.
Max Greenberg esperó a llegar al rellano para dedicarle a George una mirada de sorpresa aumentada que no carecía de reprimenda.
– ¿No te parece que a la larga repercutirá en tu contra?
– Pues, a lo mejor cuando me haga viejo encuentro el camino de vuelta al, cómo decirlo, al buen camino. -George se dio cuenta de que, si hubiese estado menos pendiente de Úrsula, no habría permitido que aquella conversación se le escapara de las manos-. ¿Estudias todas las noches? -preguntó, al tiempo que daba una zancada lo bastante larga para verla a punto de abrir su bolso frente a su puerta, a mitad del pasillo-. Mi abuelo lo hacía. Todas las noches, un capítulo, sin falta, solo que él leía la Biblia y no lo que, eso que leas tú. Tampoco estoy sugiriendo que no se parezcan, ni nada -continuó, viendo cómo sus palabras saltaban por la borda, una tras otra-está claro que una cosa no tiene por qué ser mejor que la otra, si se me permite opinar.
La cháchara lo había llevado a la planta de en medio, donde se dio cuenta de que el relojero ya había comenzado a observarlo con expresión divertida.
– Ya no hablamos de mis libros -dijo, o preguntó, Max Greenberg.
– Ah, pues yo pensaba… creí que no…
– Yo me refería a los libros que voy a preparar para mi contable.
– Ah. Claro. Me tendría que… -George consiguió morderse la lengua, aunque aquello le dejaba sin excusas para quedarse en aquel piso, y le proporcionaba más excusas que nunca para sentirse azorado. Vio cómo Greenberg abría su puerta mientras Úrsula metía la mano en el bolso en busca de sus llaves.
– ¿Qué hora tiene? -espetó Max.
Su tono de voz no aclaraba si aquello era una despedida o la perspectiva de una venta.
– Las diez y veinte -dijo George, tras comprobar la pantalla grisácea de su reloj digital.
Úrsula aprovechó que se acercaba un diminuto dial redondo a la cara como excusa para dejar las llaves en el bolso.
– Pasan casi diecinueve minutos.
Max descubrió su reloj, no sin poca ceremonia, y exhibió las numerosas manillas y diales de su Rolex.
– Diecinueve minutos y treinta segundos -dijo, con el dejo de una leve reprimenda. Con un gesto de cabeza que le despedía de sus interlocutores como la pareja que intentaban no parecer, entró a buen paso en su recibidor.
Úrsula sacó las llaves del bolso y, tras abrir la puerta, miró a George.
– Cómo es -dijo él-. No tiene remedio. Es incapaz de distinguir los libros de cuentas del Talmud.
Ella le propinó un empujón a la puerta con el bolso y anduvo hacia él, casi sin hacer ruido.
– George…
– Es incapaz de llamar a las cosas por su nombre en el momento justo, o en cualquier otro momento.
Úrsula se detuvo a dos pasos de distancia, no como su perfume.
– ¿Quieres pasar y tomar un último trago? Descubrió que no podía negarse al malsano placer de hacerse la víctima.
– ¿Qué tienes?
– De todo lo que te apetezca llevarte a la boca. Si quieres un mordisquito, también.
– Con eso vale. Espera, mejor no, no vaya a ser que se ponga como ya sabes tú que se pone. A ver si le va a dar la murga a los Priestley.
Úrsula parecía ajena al hecho de que su mano derecha estuviese acercándose a él, de que estuviese flexionando los dedos de forma tan imperceptible que no se los podría acusar de incitación. Él sabía lo suave y lo firme que podía llegar a ser aquella mano, y aquel brazo, y aquellos senos con los pezones enhiestos para darle la bienvenida… Úrsula miró de reojo a la puerta entreabierta.
– A ver si te vas a sentir abandonada -dijo George-. Por mí, digo.
– Solo quiero asegurarme de que en mi piso no hay nada que yo no quiera que haya. -¿Como qué?
– Me imagino que no será nada. Es que me pareció ver una cosa pequeña corriendo escaleras arriba esta noche, cuando volví a casa. Sería el gatito de la señorita Blake. Eso no me importa que me visite. -Paseó la mirada por el pasillo antes de volver a concentrarse en él-. ¿Qué decías?
– Que seguro que el viejo empieza a llamar a todos los vecinos como se piense que ya lleva solo demasiado rato.
– Ya veo que tendré que regar las plantas y conformarme con acostarme con el Inspector Wexford. -Se retiró de improviso. Encontró una mano de George, la apretó y la soltó antes de que su contacto se convirtiera en irresistible-. No me hagas caso, ya tienes bastante encima, aunque tampoco es que te mande nadie hacerlo tú solo. ¿No va siendo hora de que nos presentes?