– Pronto, a lo mejor.
Úrsula volvió la cabeza, atrapando la penumbra con su cabello.
– Será mejor que deje que te marches. A menos que… Su pausa pareció que se aferrara a la entrepierna de George.
– ¿A menos que qué? -preguntó, no exento de urgencia.
– Pensaba que podías bajar, si te apetece, ver si está dormido y volver a subir.
– Pero podría despertarse.
– Déjalo, era una bobada.
– No tanto -dijo George, que sentía cómo ella se alejaba aunque no hubiera dado ni un paso-. Si está dormido, supongo que podría dejarle una nota.
– ¿Diciendo qué?
– Ya se me ocurrirá -repuso, para contrarrestar su súbito escepticismo-. Que no estoy donde los Priestley y que ellos no saben adonde he ido, para empezar.
– ¿Me llamarás si vas a quedarte abajo?
– Eso sí. -A George se le ocurrió que parecía que hubiese tomado la decisión de eludir cualquier decisión-. Deja que vea qué es lo que ocurre. -Se apresuró a bajar las escaleras, cogiendo las llaves del bolsillo del pantalón por el camino. Atacó la cerradura de la puerta de la izquierda al llegar al rellano y entreabrió la hoja, aguantando la respiración.
Lo recibió el olor a cuero y a betún para los zapatos. Aunque el rastro de betún era reciente, eso no tenía por qué implicar que su padre siguiera despierto. Encendió la luz del recibidor y cerró la puerta despacio. Había dado un paso amortiguado cuando el anciano comenzó a rezongar en el salón.
– ¿Quién es? ¿Eres tú?
– ¿Quién va a ser? -En voz más alta y con más aplomo, anunció-: Soy George, padre.
– Procura no dejarte la luz encendida. Todo es dinero que se gasta, hasta que te das cuenta un buen día.
– Cualquiera se olvida -masculló George. Descargó un manotazo sobre el interruptor. Las tinieblas, al igual que los penetrantes olores, se hicieron visibles y manaron de las paredes estucadas mientras arrastraba los pies en dirección a la única luz y al resuello de su padre-. Creí que te habrías acostado.
– Conque eso creías. -Su padre asió los brazos de la butaca reclinable con sus manos artríticas e irguió el tronco, arrastrando las piernas detrás. Por encima de las severas rayas de su pijama y su albornoz, el rostro abolsado parecía fláccido por culpa de la inactividad. Los grises mechones de las cejas pendían sobre unos ojos cuyo color castaño se había difuminado igual que una fotografía antigua, las mejillas se veían cada vez más incapaces de sostenerse, ni a ellas ni a las ojeras; las aletas de la nariz, larga y achatada habían dejado de molestarse en ocultar sus pelillos; el labio inferior exponía su cara interior en un sempiterno rictus petulante-. Te crees que soy un despistado que no sabe ni dónde está, ¿no? -Las últimas palabras se perdieron en un resuello-. Yo sé cómo tener los ojos bien abiertos, ya se lo puedes decir a cualquiera. Toma, recoge esto, ya que estás de pie.
Había bruñido otro par de botas, estas para caminar en vez de para escalar, con las suelas tan gruesas como la palma de su mano. George colocó el trapo y la lata de betún encima de ellas y las llevó al dormitorio de su padre. Cuando encendió la luz con el codo, la pila de equipo (botas, mochilas, cuerdas, clavijas, martillos) frente al pie de la cama, arrugada y potreada, emitió un crujido apagado, sin duda porque había sacudido el suelo al pisar, aunque por un momento se imaginó que podría haber algún animal al acecho allí dentro y se quedó consternado. Depositó las botas encima de otro par y apagó la luz con los nudillos, antes de regresar al salón.
– Padre, de verdad que me parece que podría intentar encontrar a alguien que aprecie…
– No empieces. Puedes vender lo que te apetezca cuando me hayas plantado, pero mientras tengas que soportarme, todo se queda donde está.
– Yo creía que no le gustaban los desperdicios.
– Nada de eso se desperdiciaría si lo utilizaras en vez de dedicarte a dar tumbos por los jardines de los demás. Ponte en forma ahora que todavía tienes piernas -dijo el anciano, antes de descargar un manotazo sobre las suyas y proferir un gruñido de dolor.
– Padre, no sea usted así. La jardinería me mantiene en forma, hágame caso.
– Así que arrancar margaritas es lo que tú llamas ejercicio, ¿no? Mírate. Más escuchimizado que nunca -dijo el anciano, aunque, más que mirar a George, se limitaba a arquear el cuello hacia atrás-. Siempre a remolque de tu pobre madre y de mí y quejándote cada vez que queríamos escalar.
– Si se va a poner así, me acuesto.
El anciano retrajo la mirada de sus recuerdos, y George vio que tenía los ojos húmedos.
– Por lo menos, antes de pedirme que cierre la boca en mi propia casa, tendrás la decencia de contarme lo que pasaba ahí arriba.
– Estaba a punto -dijo George. Parpadeó para aclararse los ojos-. Lo pasábamos bien, madre y nosotros, ¿verdad? Cómo nos reíamos.
– Mucho. Puñeta, siempre el pasado. -Su padre se frotó los ojos para enfocarle-. Ella sí que estaba orgullosa de ti, eso no te lo voy a discutir. Le gustaba decir que tú aprovechabas la tierra, mientras que los demás nos limitábamos a pisarla.
– También podíamos aprovechar el presente, ¿o no? Yo creía que se alegraba de haber aterrizado aquí.
– Me gustará más cuando sepa cuántas habitaciones tenemos.
– Cinco, como todo el mundo -dijo George, preguntándose si su padre se habría convencido de que les habían dado un apartamento inferior a los demás-. Esta, dos dormitorios, la cocina, y esa sin la que nadie podría vivir.
– Aquí hay más de cinco. Algunas son más pequeñas.
– Qué va, de verdad, lo juro. Solo la despensa de la cocina, que es igual para todos.
– No vayas jurando por ahí. Nunca sabes quién puede andar a la escucha.
Estaba desvariando, pensó George, intranquilo; era la edad.
– Vamos, acaba. Llama a quienquiera que sea.
– No sé de qué me habla, padre.
– No te pienses que he perdido la chaveta todavía. Es la cuarta vez que miras el teléfono desde que has entrado.
George no se acordaba de haberlo mirado tan a menudo. Se sintió como si cierta parte de sí mismo que aún no hubiera madurado hubiese conspirado con su padre para traicionarlo.
– Me lo llevo -dijo, y cogió el inalámbrico de al lado de la silla de su padre-. ¿Preparo algo de beber para los dos?
– A esta hora, y con esta vejiga, no. -La mirada de su padre declaraba que sabía que la oferta era una excusa para que George saliera de la habitación.
George abrió el grifo del agua fría en la cocina y llenó un vaso para sentirse deshonesto del todo. Observó los relucientes capós de los coches aparcados mientras el teléfono de Úrsula comenzaba a sonar. Un timbre querría decir que lo había estado esperando con ansia; dos, que se había resignado a no verlo; tres, que quería que se diese cuenta de que se sentía defraudada; cuatro, que ya estaba harta de él…
– ¿Diga?-contestó, sin aliento, a tiempo de interrumpir el quinto tono.
– Hola.
– Ocupado.
– Más me vale.
– Estoy contigo.
– Ojala lo estuvieses.
– En otro momento, a lo mejor.
– A lo mejor. -Se temió, con retraso, que ella pensara o decidiera pensar que él estaba refiriéndose a algo más que a conocer a su padre, así que tartamudeó-: Pronto, espero, para ti y para mí.
– Eso espero. No -dijo Úrsula. Tras negarle el aliento que estaba a punto de inhalar, añadió, igual que una madre que le prometiera una recompensa a su hijo-: Me atreveré a decir que puedes contar con ello. Tú cuidas de tu papá esta noche, y yo te cuido a ti otra.
– Eso suena mucho mejor. -George se hubiese conformado con prolongar aquel silencio de camaradería, de no ser por el perentorio resuello de su padre-. Bueno, será mejor que…