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– Anda, y cuídate.

– Y tú, quiéreme -repuso, sorprendiéndose a sí mismo.

– Claro. Besa fuerte la almohada.

– Que no te pique nada. -George sintió que acababa de echar a perder el romanticismo del momento. Cuando su padre resopló aún con más energía, cortó la conexión y devolvió el teléfono a su horquilla, en medio de los manuales de escalada y trozos de rocas de recuerdo colocados en las baldas del salón-. Pensaré que es tu cara -musitó, tras darse cuenta de que eso era lo que tendría que haberle dicho a Úrsula.

– Primeros síntomas de demencia -advirtió su padre. Endureció la mirada-. Lo que me recuerda, ¿quién era esa loca que no dejaba de desternillarse de risa como una bruja?

– Nadie, que yo sepa.

– Pues será que vas por ahí con los ojos vendados y tapones en los oídos. No paraba de reírse mientras hablaba por teléfono con tu amigo el de arriba.

– Que no había nadie haciendo eso. Se cruzarían las líneas.

– Yo pensé que se reía de mí. -Para alivio de George, parecía que su padre se apaciguaba, al menos a ese respecto-. Bueno, ¿y qué me he perdido ahí arriba? -preguntó, aferrado a las solapas de su bata para cubrirse el frágil pecho.

– Casi toda la conversación ha girado en torno a la seguridad del edificio.

– ¿Qué pasa con ella?

– Nada, padre. No hay razón para preocuparse. Habrá que cortar ese árbol viejo, para que no amenace al edificio. No me da pena. Para empezar, está muy oscuro debajo de él.

– Muy oscuro, ¿para qué?

– Para que crezca nada más, por lo visto. También se ha mencionado algo acerca de unos turnos de vigilancia, aunque no creo que haya mucho que vigilar. Este sitio es como una fortaleza. Nadie que tenga dos dedos de frente intentaría robar aquí.

– ¿Cómo se supone que voy a saber quién vive aquí y quién no?

– ¿Por qué no invitamos a un trago a todo el mundo? Podíamos celebrar una fiesta de Navidad temprana antes de que te lleve a visitar a tus amigos. Cuando mejore el tiempo, te llevaré a algunos de los lugares donde solías pasear y escalar.

– Qué bueno eres a veces. -El anciano hincó los dedos en los brazos de la butaca e intentó incorporarse, antes de rendirse con un resuello desinflado-. A ver, échame una mano, ¿quieres? Con tanto esperarte en vela, estoy derrengado.

– No tenías por qué esperar. Ya te lo había avisado por la mañana.

El anciano le dedicó una mirada que resumía todo un párrafo lleno de reproches. -Calla y levántame.

George se inclinó sobre la butaca y metió las manos debajo de los sobacos húmedos de su padre para ayudarle a ponerse de pie.

– Me haces cosquillas -rezongó su padre, revolviéndose con tanta violencia que George estuvo a punto de soltarlo. Emitió una serie de protestas completamente fortuitas mientras George conseguía deslizar un brazo a su alrededor y lo incorporaba. «No tan rápido», «que me cortas el aliento», «cuidado, que me…» y «no ves que…» formaron parte de su repertorio antes de que George consiguiera llegar al recibidor. Cuando intentó girarlo hacia el dormitorio, dijo «quiero el…», George sostuvo la puerta abierta y la cerró mientras su padre trastabillaba hasta el retrete, palmeteando las baldosas de la pared a cada paso. Luego se produjo un breve silencio, delatado por el sonido de la cisterna al término de una tímida micción, y su padre emergió para bizquear a uno y a otro lado, sin saber qué camino tomar. George lo condujo del codo hasta el dormitorio principal pero, en cuanto su padre se hubo sentado en el borde de la cama con una serie de movimientos intermitentes como diapositivas, protestó-: Puedo yo solo.

George estaba cerrando la puerta cuando los faros de un coche traspasaron la oscuridad donde el coto se juntaba con el cielo, antes de perderse en la noche. Aunque el anciano pretendía que la vista que su hijo había insistido en que disfrutara significaba poco o nada para él, George le había visto asomado a la ventana cuando creía que nadie lo observaba. Cerró la puerta para dejarle a solas con ella, y ya se dirigía al cuarto de baño cuando su padre dijo, con una voz que podría haber sido solo para sus oídos:

– Antes había alguien aquí.

Dado que lo siguiente que se escuchó fue todo un minuto de crujidos de la cama, George reanudó su viaje al servicio. Se lavó la cara y se arañó el cráneo con un peine a través del aplastado matojo de pelo, se cepilló los dientes y despertó los nervios con un puñado de agua, dirigió el chorro por encima del remanso de la taza para no molestar a su padre y, por último, apagó la luz del aseo y caminó de puntillas por el salón en penumbra hasta llegar a su dormitorio.

Estaba prácticamente desamueblado. Eso le gustaba, así como la sencillez de los escasos arreos: el armario y la cómoda, tan blancos como el rectángulo de la cama, con la almohada aplastada por las sábanas encajadas bajo el colchón; la mesa tocador, en cuyo espejo comprobó que su perfil no se había desmejorado durante el día. Se escurrió en la cama, procurando no descolocar las sábanas, algo a lo que jugaba desde que era pequeño. Encontró el cordón por encima de la almohada y dejó que la habitación revelara su auténtica naturaleza: la oscuridad absoluta.

Le gustaba la oscuridad. Conseguía que el cuarto pareciese más pequeño, próximo, como los bordes de la cama, como si las paredes se hubiesen movido para contenerlo en una celda tan alejada del resto del mundo como quería que estuviese su sueño. Mantener las manos debajo de las sábanas para no sucumbir a la tentación de sacarlas fuera de los límites de la cama le hacía sentir como si hubiese hecho un trato con la habitación. Cerró los ojos, invitando a la oscuridad a dejar su mente en blanco. Comenzaba a sumirse en el sueño, dejando atrás recuerdos que afloraban a la superficie y se perdían en la noche, cuando se le ocurrió, con demasiada vaguedad y sutileza como para despertarlo, que, de algún modo, la casa de los Priestley era idéntica a la suya.

4. El aliento de una araña

– Lo entiende, ¿verdad?

– De usted depende, señora Raistrick. Siempre y cuando a usted le parezca bien, yo no puedo decir nada.

– No quiero darle la impresión de que lo dejo en la estacada, señor Priestley, después de lo bien que se ha portado conmigo.

– Que yo sepa, usted no me deja en la estacada. Espero que no se lo parezca.

– No quisiera que lo pensara. -La viuda se inclinó en su asiento con tanto ímpetu que la silla clavó las patas de atrás en la raída alfombra del salón-. No se culpe porque mi marido no fuese tan concienzudo como usted. Espero que no me culpe a mí por no hacer lo que me dijo que habían hecho esas personas que no eran clientes suyos.

– Solo quería que estuviera al corriente de todas las acciones.

– Se lo agradezco, pero no me gustaría que mi marido creyera que tuve que mentir por él.

– Claro está, si a usted le parece…

– ¿A usted no, señor Priestley?

Oswald había pretendido parecer comprensivo sin implicarse, pero los ojos de la viuda le pedían que pusiera algo más de su parte.

– Se pueden tener esperanzas-dijo, con todo el optimismo que pudo reunir.

– Y se puede rezar, ¿verdad? Eso nunca le ha hecho daño a nadie.

– No le quepa duda -dijo Oswald, tras lo que tuvo que carraspear-. En fin, solo me he pasado para comprobar que todo estaba en orden.

– Oh, sí que lo está. Todavía tengo la casa y lo que queda dentro de ella, incluidos todos los recuerdos. Con el dinero que va a darme su empresa, pienso instalar una alarma, de eso estoy segura.

– De eso y de más, espero.

– Y usted que lo diga. Siempre se puede estar seguro de que nos reuniremos con quienes se han ido antes que nosotros, ¿no cree?

– No pienso discutírselo -respondió Oswald, pensando que quizá no estuviese tan segura de ir a reunirse con su difunto esposo si él no le hubiese mentido a petición del tacaño del señor Raistrick. Se levantó de la silla y sintió cómo cedía una de las tablas del suelo-. Bueno, creo que ya va siendo hora…