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La viuda levantó las manos como si estuviese sosteniendo un gran trozo de empanada, gesto que envió a Oswald hacia la puerta principal. Cuando la abrió, ella le dio un súbito y fuerte abrazo y retrocedió un paso, con los ojos clavados en los de él.

– Usted y los suyos cuidan los unos de los otros. Y, si me permite que se lo diga, dado que se ha portado tan bien…

Aunque Oswald no tenía ni idea de lo que se avecindaba, se sintió obligado a decir:

– Por favor.

– Ojala estuviese tan seguro de sí como se merece. -Cogió la manilla y comenzó a mover la puerta adelante y atrás-. Rezaré por usted. Sé que usted haría lo mismo por mí. -Para evitar futuras presunciones, cerró la puerta.

Tres pasos condujeron a Oswald a la puerta de madera, metálica al tacto por culpa de la escarcha. El cielo nocturno no presentaba ninguna nube y sí multitud de estrellas. Cada farola y ventana iluminada estaba tan definida que sus siluetas parecían talladas en la oscuridad. En cualquier caso, hubo de persuadirse para inhalar hondo. No sabía a niebla en absoluto, así que expulsó el aire aliviado y se encaminó a ascender la colina.

Las noches de niebla siempre eran malas. La visión de las farolas comenzando a difuminarse a las afueras de Partington bastaba para hacerle revivir la noche más aterradora de su vida.

Le hacía sentir como si se le descarnara la cabeza, como si los recuerdos le arañaran el cráneo para salir a la luz, ávidos de espacio. Cuatro años habían conseguido digerir parte de todo aquello: las horas que había pasado preguntándose cuánto habría conseguido alejarse Heather de Sheffield antes de que la avalancha de niebla hubiese bajado de los Peninos; el número de veces que había tenido que tranquilizar a Amy mientras el parte de la radio anunciaba otro aviso de niebla; la forma en que el silencio del teléfono se había convertido en una presencia que él no se había atrevido a reconocer… mas la disolución de aquellas impresiones había aislado cosas peores. Cuando la ansiedad de Amy la había enviado al cuarto de baño, él salió de casa en un intento por conjurar el coche de Heather de la nada y, cuando una ráfaga helada le arrojó una vaharada de niebla a la cara, le trajo también los sonidos de la autovía, la sirena de una ambulancia, y de otra, y de otra más, tan diminutas y distantes que había intentado creer que ni siquiera existían.

Permaneció escuchando mientras Amy estuvo arriba, pero luego había tenido que volver a entrar, diciéndose que sería un accidente lo que le impedía el paso a Heather. Se había convencido a sí mismo de que, si se hubiese permitido pensar lo contrarío, habría tenido que actuar, y aquello habría asustado a Amy sin motivo. Había visto la televisión con ella, había visto alguna comedia que hizo que la media hora antes del siguiente noticiario se volviera interminable, hasta que la amiga de Heather, Jill, de dos puertas más arriba de la Avenida del Lago, había venido para pedirle consejo… acerca de qué, nunca lo supo. Dado que ella no había escuchado los sonidos de la autovía, se sintió capaz de pedirle que cuidara de Amy durante un rato, eso dijo, mientras él iba a ver si el coche de Heather había sufrido alguna avería. Había tenido que conducir los seis tortuosos kilómetros de carretera sin quitamiedos con una lentitud atroz pero, al volver la vista atrás, le parecía que no había tardado nada en ver la autovía, o al menos la niebla que la cubría, latiendo con un azul cárdeno alrededor de un racimo de luces infladas. Aquellas luces se habían convertido en claridad cuando condujo hasta la furgoneta de la policía que había bloqueado la carretera deslizante; se convirtieron en destellos abrasadores que le grabaron a fuego en el recuerdo los seis coches empotrados entre sí rodeados de ambulancias. Vio que el Ford Anglia de color rojo que se encontraba en el seno del amasijo; pese a la mueca destrozada del chasis y la boca abierta del parabrisas, era, sin lugar a dudas, el de Heather. La colisión le había dado la vuelta y apuntaba en sentido contrario, de modo que lo tenía de frente, pero lo único que había conseguido distinguir en el oscuro interior eran unos destellos, un goteo de luz reflejado en multitud de fragmentos de cristal. Al otro lado del desastre, dos hombres transportaban una vaina de color blanco encima de una camilla en dirección a la ambulancia más cercana, y él había salido corriendo de su coche, demasiado deprisa para apagar el motor, o cerrar la puerta, o para que la policía pudiera detenerlo. La niebla se había adherido a su garganta, el asfalto helado le había magullado los pies, pero él había seguido corriendo, porque era lo único que podía hacer, hasta ver que el contenido de la vaina estaba tapado hasta la cabeza.

– Amy no tuvo la culpa -declaró, lo bastante alto como para traerse de vuelta al presente, donde un gato profería un lacónico maullido en alguna parte delante de él. Se encontraba en la Vista del Coto, cuyos inseparables chalés ahuecaban el sonido de sus pisadas y lo proyectaban a sus espaldas. Había permitido que los recuerdos se acercaran demasiado; se sentía como si el hielo le hubiera atravesado las entrañas y estuviera constriñéndolo por dentro. Si no le hubiera hecho falta asegurarse de que Amy no se contagiara de sus temores, al menos podría haber estado junto a Heather durante los últimos instantes de su vida; pero, ¿cómo podía ocurrírsele siquiera tal cosa? Amy seguía siendo su pequeña, y la de Heather, y esta hubiese sido la última en culparla. La culpa era solo suya, y puede que Amy necesitara oírselo decir. Quizá, pensó, fuese ya lo bastante mayor como para que él le contara toda la verdad.

En cualquier caso, cuando Nazarill apareció a la vista al final de la carretera, se dio cuenta de que se alegraba de que Amy fuese a pasar la noche en casa de una compañera de clase, en Sheffield; de que él fuera a regresar a un apartamento libre de música ensordecedora. Cada vez que le pedía que bajase el volumen se veía reducido a una parodia de sí mismo, pero no solo entonces: cada vez que tenía que recordarle que recogiera los libros, o los platos de los bocados que daba entre comidas y, por consiguiente, durante las mismas, o las cajas de las cintas que diseminaba por todo el piso, incluso en el cuarto de baño… En todas esas ocasiones echaba de menos a Heather, le asaltaba la certeza de estar incompleto.

Al llegar a lo alto de la Vista del Coto, escuchó una voz masculina que gritaba «quédate ahí hasta que te lo digan». Una puerta se cerró de golpe dentro de la última casa de la derecha, y la ventana de uno de sus dormitorios se apagó mientras Oswald cruzaba el portal. Las farolas de Nazareth Row se alineaban en la acera de enfrente, con sus cabezas de cobra espantando a los chalés; como si quisieran rendir pleitesía a la casona, su fulgor anaranjado tocaba el suelo antes de llegar a ella. El matiz se volvió gris antes de haber recorrido la mitad del sendero de grava, en cuyos márgenes, las sombras emborronadas de la barandilla, agotada tras haberse estirado hasta allí, se acababan en el césped teñido de naranja. Entre la linde del fulgor procedente de la carretera y el punto más lejano, donde acercarse significaría disparar las luces de seguridad, había una banda de tenuidad de unos cincuenta metros de ancho. Oswald le dio un puntapié a un guijarro, que golpeteó frente a él hasta que el sonido se hubo apagado igual que una brasa. En aquel momento, debajo del roble que arañaba su propia sombra en la hierba, se movió algo y luego, nada.

Oswald se detuvo con un chirrido de guijarros. El movimiento que había atisbado era desmesurado para un pájaro, y le había parecido demasiado furtivo para entrañar nada bueno. ¿Era la cabeza de un intruso lo que se distinguía entre las ramas encorvadas?

¿Un abultamiento peludo en el tronco? Estiró el cuello hacia allí, con las uñas clavadas en los muslos para mantener el equilibrio; salió del paseo, que lo dejó marchar con un tenue rechinar de piedras, y anduvo de puntillas por el césped.