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Parecía como si la jaula de ramas se flexionara hacia él. Pasó bajo una que había hundido su punta en el suelo, como si el roble estuviera intentando enterrarse en la tierra, y un olor se cernió sobre éclass="underline" madera vieja, vegetación en descomposición, y un hedor mucho menos agradable que sugería que algún animal se había aliviado debajo del árbol. Deseó que primero se hubiese acercado lo suficiente al edificio como para activar las luces. Intentaba localizar lo que había atisbado al mismo tiempo que intentaba no pisar la fuente del hedor, cuando se dio cuenta de dónde se había producido el movimiento, y qué lo había provocado. Desde luego, tenía que tratarse del trozo de cuerda atada a una rama alta; aquella misma mañana había visto cómo Amy y la niña de los vecinos se turnaban para columpiarse, por mucho que a los Stoddard les gustase que su hija no se acercara al árbol. Espió la línea vertical de la cuerda que atravesaba las enrevesadas siluetas de las ramas, y la cogió para arrojarla por encima de una rama lo bastante alta como para que las chicas no pudieran llegar a ella. Cuando se dio cuenta de que la cuerda pesaba más de lo debido, el objeto sujeto al final de la misma se columpió delante de su cara.

Era tan grande como su cabeza. El cuerpo peludo se agitó contra sus labios y le inundó la nariz con el peor de los olores apreciables debajo del roble. A menos que se zafara lejos de su alcance, aquellas patas, y luego las mandíbulas, se cerrarían en torno a su rostro; pero tenía las manos pegadas a la pegajosa cuerda que había hilado la araña en espera de su presa. Le pareció que la oscuridad de debajo del roble se desplomaba sobre él, inundándole el cráneo, inmovilizándolo. En ese momento, casi al nivel de su frente, escuchó el sonido más repugnante que se hubiese imaginado jamás: un siseo ávido y burbujeante… el aliento de una araña.

Así que allí era donde estaba la boca, muy cerca de sus ojos. Comenzaron a castañetearle los dientes. Los escalofríos se adueñaron de su cuerpo, su mano tiraba en vano de la cuerda, sus piernas se dedicaban a un baile agónico que pretendían anticipar los espasmos que sufriría cuando la araña comenzara a alimentarse. Había comenzado a decirse que estaba en otra parte, aun cuando su cuerpo tuviera que quedarse allí, cuando las luces de seguridad destellaron sobre el jardín.

El tronco del árbol se interpuso entre la mayor parte del destello y la cosa que tenía en la cara. Por un momento, pensó que lo único que había conseguido la luz era cegarlo, hasta que se dio cuenta de que la impresión había conseguido que se soltara de la cuerda. La apartó de un tirón, trastabilló de espaldas y vio a Teresa Blake de pie frente a las puertas de cristal, frotándose los brazos sobre las mangas de un traje gris pizarra antes de hacer visera con la mano para escrutar los jardines.

– Brinco -llamaba-. Ven, Brinco. Aquí, michina.

La cuerda se balanceó lejos de la inmensa sombra del tronco, y Oswald vio que lo pendía de su extremo era un gato negro con un lazo al cuello.

Antes de que pudiera preguntarse por qué, interpuso el tronco entre la juez y él. Por absurdo que pareciera, se culpaba por no haber reconocido de inmediato que era una mascota lo que pendía de la cuerda. Cuando el péndulo osciló de nuevo en dirección a la luz, sujetó la cuerda y cogió al animal para levantarlo, con la esperanza de que aquello aflojara el nudo. Juntó los pulgares encima del hinchado pecho peludo y su toque convulsionó al animal. Desorbitó los ojos, abrió la boca para soltar otro siseo estrangulado y, cuando se dobló casi por la mitad, clavó las uñas en las muñecas de Oswald.

– Demonio-exclamó, en un susurro tan estridente como un alarido. Sentía como si le hubieran sujetado las muñecas con unas esposas candentes. Alejó de sí al gato todo lo que le permitían los brazos, pero las garras seguían hundiéndose. El dolor tiró de sus brazos hacia abajo, con demasiada fuerza.

La cuerda se tensó, aferrada a su rama, y Oswald creyó oír y sentir cómo se astillaba la madera. Las garras se retrajeron, él aflojó su presa y el gato salió disparado de sus manos. La rama recuperó su posición como accionada por un resorte, blandió el gato ante él, columpiando su cabeza inerte, congelada en un gañido mudo, abultados los ojos, sujeta al cuerpo por un cuello roto.

Oswald se sujetó las muñecas como si pudiera exprimir el dolor que las inundaba. Teresa Blake levantó la voz.

– Brinco, ven aquí ahora mismo. Que sé dónde te has metido, diablilla.

Un crujido de grava indicaba que se había adentrado en el sendero. Oswald pensó que estaba acercándose al árbol, hasta que la vio rodear el extremo más alejado de la casa, en dirección al aparcamiento. Retrocedió siguiendo la sombra del árbol. Lanzó una mirada nerviosa hacia Nazareth Row, por si acaso hubiese alguien observando. No parecía que fuese ese el caso y, además, ¿qué derecho tenía nadie a espiar a cualquiera de los habitantes de Nazarill? Cuando estuvo lo bastante cerca del portal por el que hacía poco que había entrado, sin que la juez se hubiese percatado de su presencia, respondió a los gritos de la mujer, cada vez más desaforados.

– ¿Señorita Blake? ¿Ocurre algo?

Teresa se giró tan rápido que el gesto la acercó a él varios pasos inestables.

– Mi compañera -gritó, bajando la voz mientras se aproximaba-. Esta mañana se asustó por algo. Salió corriendo cuando yo me marchaba y no conseguí que volviera antes de que tuviese que irme.

Su avance señalaba a Oswald con la más oscura de sus sombras, pero él se había propuesto no delatar que se sentía acusado. Se obligó a mirar al árbol de soslayo, a reaccionar con una pantomima de desolación contenida, a alargar la mano para sujetarse a ella, a no quejarse cuando la manga de su abrigo se arrastró por encima de su muñeca.

– Quédese aquí, señorita Blake. Me temo…

– ¿Se encuentra bien, señor Priestley? ¿Puedo ayudarle?

– Estoy bien, gracias. No me ocurre nada. -Oswald apartó la mano y meneó el puño del abrigo-. Es que me temo que he visto… por favor, no se alarme…

– Procure tranquilizarse.

Oswald se la imaginó diciendo aquello mismo a los acusados delante de su estrado, mirándolos con una expresión parecida a la que le estaba dedicando a él en aquellos momentos.

– Lo mismo le digo -musitó. Tras darse cuenta de que tenía las manos entrelazadas, soltó la derecha para señalar hacia la cuerda-. Lo siento, pero parece que es él. Ella, quiero decir.

La juez se agachó para mirar bajo las ramas. Abrió los

ojos de par en par, meneó el rostro, y compuso el tipo de

expresión que debía de reservar para los acusados de los

delitos más graves.

– ¿Quién ha sido?

– Yo creo…

– Sí, continúe. Adelante. Hable.

– Yo diría que tiene pinta de habérselo hecho sola.

El rostro de la juez se balanceó hacia él, igual que el del gato.

– ¿Le parece que la culpa de esto la tiene la pobre gata?

– No, la culpa no, claro. Quiero decir que habrá sido un accidente. Las niñas se han estado columpiando ahí hoy, la mía y la de los vecinos, en la cuerda, me explico. La habrán atado así, alguna, y se habrá, no sé cómo, se habrá caído del árbol con tan mala suerte…

Ninguno de aquellos dos ojos, que parecían estar acusándole, parpadeó.

– Estoy convencido de que ninguna de ellas quería hacer ningún daño -continuó, desesperado-. La mía es vegetariana.

La mirada de la muerta era peor que la de la viva, y ambas permanecieron clavadas en él durante mucho más tiempo del que parecía razonable, antes de que la juez musitara que la acompañara.

– ¿Piensa ayudarme o se va a quedar mirando?

– ¿Qué quiere que haga?

– Yo la sujeto mientras usted le quita la cuerda -repuso Teresa Blake, como si fuese obvio.