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No se había arrodillado para rezar desde que tuviera la edad de Amy. Descubrió que hacerlo ahora solo conseguiría hacerle parecer un hipócrita. Se sentó al borde de la cama y observó la pequeña balda que contenía los libros favoritos de Heather, los que había encuadernado por el cariño que sentía por ellos, antes de fijarse en la fotografía de la mesa tocador. Heather y él, con una Amy de seis años de edad montada sobre sus hombros; los adultos estiraban las manos hacia el castillo de arena que había

levantado la niña. Se quedó con aquella imagen en la cabeza, juntó las manos con fuerza, ignorando el dolor de las muñecas; y cerró los ojos.

– Por favor -murmuró-. Por favor, no permitas que sufra. No es justo.

Aquello no era rezar, sino suplicar, y sonaba peor que infantil, supersticioso. Sabía rezar, solo tenía que acordarse, aunque intentarlo era como deshacer el nudo de la cuerda que al final solo había estado retorcida. Los fracasos que habían coronado ambos intentos se adherían a su mente, como si el uno hubiera llevado a lo otro. ¿Cuáles eran las primeras palabras que te enseñaban cuando aprendías a rezar? Las encontró en un oscuro rincón del atestado desván en el que amenazaba con convertirse su cabeza, y apretó las manos.

– Padre nuestro…

¿Qué venía luego? Aunque sus padres nunca se habían puesto de acuerdo, nunca había creído que aquello importara, hasta ahora; aunque seguro que si decías, «Padre nuestro quien», se asumía que te dirigías a una persona, mientras que el «que» implicaba una presencia menos imaginable y consoladora. La necesidad que sentía Oswald en aquel momento no le dejaba otra opción.

– Padre nuestro, quien…

Una vaharada del incienso de Amy le cosquilleó en la nariz y, al mismo tiempo, escuchó unos arañazos en la ventana. No podía tratarse de una rama, no había ninguna tan cerca. Abrió los ojos con un parpadeo y miró a las cortinas, cuya pesada tela ocultaba hasta el último centímetro de cristal. Cuando su mirada, atrapada, comenzó a imaginarse que se movían, se levantó de la cama a regañadientes y se acercó a ellas hasta que no le quedó más opción que agarrar sendos puñados. Su suavidad le produjo un escalofrío inesperado. Las apartó entre sí todo lo que daba el raíl.

Una mosca de color negro, tan reluciente como un pedazo de carbón, estaba golpeteando contra la ventana. El fulgor entre las puertas del mercado le confería a su cuerpo un perfil anaranjado. Estaba dentro de las dos hojas, de lo contrario no hubiese podido escuchar los apagados golpes de su cuerpo contra el cristal. Como si, al darse cuenta de aquello, Oswald hubiese descargado un enorme peso sobre el insecto, la mosca se desplomó al fondo del marco corredizo.

Sus intentos por escapar bien pudieran haber causado el ruido que lo había alertado, pero también podría haberse tratado del sonido de unas patas que arañaran el cristal… las patas de una araña esperando a que su presa sucumbiera. No era tan grande como la que había creído que pendía de la cuerda; la envergadura de sus patas no debía de extenderse más que la mueca de miedo, asco y repugnancia que tiraba ahora de sus labios. Su cuerpo alargado, de esbelto talle, era del mismo color que el cabello de Amy al natural. Cuando se encabritó para coger a la mosca, la cual agarró con sus patas delanteras y se llevó a sus relucientes mandíbulas, Oswald la vio levantarse para saludarle.

5. El rumor de un libro

El día de la fotografía fue la primera y última vez que Amy vería juntos a todos los ocupantes con vida de Nazarill aunque, durante algún tiempo, le pareció que jamás conseguiría salir del edificio. Su padre la obligó a esperar hasta que hubo terminado de sentirse insatisfecho con el reflejo del espejo del cuarto de baño. Ni siquiera le preguntó qué aspecto tenía. Ya estaba en el pasillo, a punto de llamar al timbre de Beth, cuando Leonard Stoddard asomó la cabeza por la puerta de su apartamento.

– ¿Por qué no miras a ver si consigues que Pammy se dé algo de prisa? A ver si a ti te hace caso, con eso de que eres una chica.

Amy no supo cómo tomarse aquello, y se lo dio a entender con las cejas.

– Te veo abajo, papá.

– Aquí está Amy -gritó Leonard Stoddard mientras recorría el pasillo estucado-. No la hagas esperar o no será tu amiga.

Su esposa, Lin, y una mezcla de aromas salieron del baño. Su chándal con capucha era casi idéntico al de él, pero malva en lugar de verde oscuro.

– Lo que quiere decir tu padre es que no volverá a cuidarte -corrigió, dedicándole un ceño a su esposo que le bajó los rizos rojos sobre la frente. Tras esquivar a Amy por el pasillo exterior, levantó la voz-. Si estás decidida a ponerte eso, Pammy, más te vale coger el abrigo y taparte hasta que saquen la foto.

La puerta truncó el principio de una conversación en la que Amy escuchó que se mencionaba su nombre, que la menor de los Stoddard pasó a gritar acto seguido. Amy cruzó el recibidor hasta llegar al equivalente de su dormitorio. A raíz de visitas anteriores, sabía que no había muchos libros ni revistas en el salón, y sí demasiados encajes, aunque donde abundaban estos era en la habitación de la muchacha: alrededor de la contraventana, en los trajes de las tres muñecas alineadas al pie de la cama y de la que se reclinaba sobre la almohada, extendiendo el dobladillo de las cortinas, blanco como una combinación (cortinas que solo daban la impresión de ocultar una ventana). Al igual que en todos los cuartos interiores, los goznes de la puerta eran visibles desde dentro, en un intento por conseguir que la habitación no se pareciera tanto a una celda. La niña, de doce años, estaba dejando que le cepillaran su larga melena castaña rojiza, tras haber decidido, al parecer, que necesitaba la cinta azul a juego con el vestido de dama de honor. Saludó a Amy por encima del hombro, gesto que supuso la huida de su hámster hasta las profundidades de la elaborada jaula que descansaba en una esquina del cuarto.

– Tranquilo, Perejil -murmuró Amy.

– Te conoce. Enseguida vuelve -dijo la niña, como si Amy hubiese tenido la culpa de la espantada del animal-. ¿Vas a cuidar de él en Semana Santa?

– A lo mejor yo también estoy de excursión con mi clase, Pammy. ¿Ya no te llamas Pamelah?

– Me he aburrido.

– Me lo figuro.

La niña se levantó el pelo con la cinta y miró al reflejo de Amy en el espejo.

– Yo pensaba que no te ibas a España.

– Uno de mi clase tuvo que anular sus planes, y ahora me apetece ir. Babeo por pasar un tiempo lejos de aquí.

– Dentro de poco serás lo bastante mayor como para irte tú sola adonde quieras.

– El verano que viene.

– ¿Adonde?

– Digo que ya seré mayor. Todavía no sé si quiero buscar un trabajo para irme de esta reliquia, o esperar hasta que vaya a la universidad. -El que la obligaran poseer un control más estricto sobre su vida del que tenía conseguía que se sintiera como si no poseyera ninguno-. Ya lo decidiré cuando vuelva de España.

– ¿Cuidará tu padre de Perejil si yo no estoy?

– Supongo que sí. Me parece que no tiene nada contra las cosas peludas. Se lo preguntaré cuando le comente lo del viaje.

– ¿Todavía no se lo has dicho?

– Anoche se había acostado cuando volví a casa. Estuve con Rob en Manchester, viendo a los Perfection Kills-dijo Amy. Cuando la niña se incorporó de un salto, después de haberse atado la cinta a la cabeza, añadió-: No te olvides el abrigo. -No le gustaba decirle a nadie lo que tenía que hacer, excepto a Rob, pero daba resultado. Pam, tal y como Amy se había decidido a llamarla para sí, se echó un abrigo con capucha sobre los hombros antes de escabullirse fuera del apartamento, dejando atrás a Amy para que cerrara la puerta.

No eran las únicas que llegaban tarde. En la planta baja, donde la luz del sol que iluminaba el final parecía aún más brillante al no haber sido capaz de penetrar los pasillos de los niveles superiores, el señor Roscommon empujaba la silla de ruedas de su padre hacia la entrada. Ambos vestían trajes oscuros, camisas blancas y sendas corbatas; el anciano tiraba del nudo de la suya hacia arriba como si quisiera sujetarse el desvaído rostro descolgado.