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Su puerta partida era tan ancha como la mayoría de las casas de Partington. Tres ventanas estrechas ocupaban buena parte de la pared a ambos lados de la puerta, y otros dos juegos de seis se abrían encima de ella, donde la más pequeña quedaba debajo del tejado. Donde la mugre no había ennegrecido la fachada del edificio, el musgo se había ocupado de encostrarlo. Cuatro chimeneas, tan enormes que parecían desproporcionadas, ocupaban el esquelético tejado. A Amy le pareció ver que algo se movía a través de uno de sus múltiples agujeros, como si la casa solo estuviese haciéndose la muerta. Ya había llegado al final de la corta calle, después de que la hubiesen paseado por todo Nazareth Row.

– ¿Va todo bien, Amy? -quiso saber su madre.

La ruina fingía que se retiraba, pero en realidad se mantenía en su sitio y se erguía por encima de ellos, creciendo al mismo tiempo. Amy intentó agarrarse con más fuerza a las manos de sus padres, de quienes no conseguía asir más que forro y relleno.

– Sí -respondió, en un intento por convencerse a sí misma.

– Si alguna vez fuese algo mal, seguro que nos lo dirías, ¿a que sí? No podemos dejar que las cosas que nos preocupen se acomoden en nuestro interior y llegue un momento en el que ya no podamos expresarlas en voz alta.

– Ya te ha dicho que no era nada, vida. Por qué no la dejas antes de que se ponga… si quiere que la dejes en paz, pues déjala.

– De verdad, que no es nada -insistió Amy, en un intento por zafarse de cualquiera que fuese el tema de conversación que había conseguido que los dedos de su madre se revolvieran inquietos-. Es solo que estaría mejor si no tuviésemos que pasar por donde la casa de la araña.

Su padre le clavó los ojos en el cogote, sin aminorar la marcha.

– ¿Por qué la llamas así? Ya sabes que tiene un nombre.

– No hace falta que grites, Oswald.

– Pero si yo no grito, ¿a que no, Amy? No puede decirse que estuviera gritando. El caso es que tú ya sabes que tiene un nombre, y ahí es donde queríamos ir a parar.

– Sí, papá.

– Esa es mi niña. A ver, que yo te oiga decirlo.

Amy hubiese preferido no decirlo en voz alta mientras la casa siguiera creciendo tan deprisa, revelando que era tan larga como ancha. Ya había dejado atrás las legañosas puertas de hierro y la verja, plantada en diversos grados de abatimiento, y el sendero de grava estaba haciendo tanto ruido bajo sus pies que se le ocurrió utilizarlo como excusa para no hablar. No obstante, la mirada de su padre eliminaba aquella opción, por lo que murmuró:

– Nazarill.

– A ver, sube un poquito el volumen. No sé qué notas piensas sacar si es así como le respondes a los profesores en el colegio.

– No va… -comenzó a protestar la madre de Amy, pero esta la interrumpió levantando la Voz:

– Nazarill.

– ¿Y por qué se llama así?

– Porque esto era antes Nazareth Hill, tú me lo has dicho.

– Eso es. Nazareth Hill. Nazarill. Así se ha llamado siempre, que yo sepa, así que, ¿por qué insistes en ponerle ese mote tan simplón?

Amy no lo sabía. Puede que la ominosa inmovilidad de la casa le recordara a una araña agazapada en su tela; puede que fuese porque, desde que se había dado cuenta del miedo que le tenía su padre a las arañas pese a sus esfuerzos por ocultárselo, ella misma se había visto asaltada por temores que no era capaz de definir. Le faltaban las palabras para expresar tales conceptos.

– Lo siento -probó a decir. Le pareció que lo había aplacado lo suficiente como para conducirlo a él y a su madre lejos del sendero, hasta interponer un roble solitario entre la familia y el edificio en ruinas.

Las bellotas aplastadas bajo sus pies y la maleza humedecida por la niebla sugerían un frío que le atravesaba las suelas mientras se adentraba en el refugio del ramaje, tan antiguo como retorcido. El tronco, ajado, tan ancho como la cadeneta que componía la familia, escondió a Nazarill. Su padre le agarró la muñeca con ambas manos.

– Suelta un momento -le dijo Oswald a su esposa, al tiempo que montaba a Amy a caballito sobre sus hombros-. Voy a enseñarte que no hay nada de lo que asustarse.

Amy se encontró transportada hacia una rama nudosa más ancha que el brazo de su padre. Pendían de ella los restos de una cuerda, igual de empapada a la vista que al tacto y, cuando esta le rozó el rostro, a punto estuvo de golpearse la cabeza con la rama. Su padre se agachó en el último momento, por lo que solo recibió una ducha de gotas en el cogote mientras se alejaban del roble, con ambas manos entrelazadas en las de él. En el momento en que las pisadas de su padre se alejaron del césped anegado y comenzaron a aplastar la grava, la casa se encabritó contra la desproporcionada cima de la colina bajo el cielo encapotado y se abalanzó sobre ella.

Creyó que su padre pensaba asir el goteante y verdecido pomo de bronce para abrir las colosales puertas infestadas de hongos. Hasta ese preciso instante no se había dado cuenta de lo mucho que deseaba verlas abiertas, pero él viró hacia el agujero más próximo, donde antaño hubiese una ventana, y trotó con ella a horcajadas sobre sus hombros para demostrarle que aquello no era sino un juego. El movimiento consiguió que una gota de agua helada se desprendiera de su cabello para bajar rodando por su nuca.

– Bueno, echa un vistazo -dijo su padre, con un deje jocoso que las ruinas devolvieron amortiguado y congelado-. Dinos qué es lo que ves.

Amy se dio cuenta de que las ventanas, alargadas y discretas, estaban demasiado altas como para que sus padres pudieran mirar en el interior. Solo ella podía y, antes de que pudiera arrepentirse, lo hizo. Vio una habitación más pequeña de lo que se esperaba. Las tablas del suelo estaban salpicadas del yeso verdoso que se había desprendido de las paredes y el techo, donde había sido reemplazado por hongos de diversos colores y texturas. La penumbra era tal que apenas conseguía distinguir la pared más alejada, donde una puerta, arrancada de sus goznes, se apoyaba en un oblongo de oscuridad. Amy se dijo que nada iba a aparecer de repente en medio de aquella negrura. No, siempre y cuando dijese algo cuanto antes.

– No es más que un cuarto -dijo, con todo el aplomo que pudo reunir.

– Eso es todo. Nada más que el cuarto de una vieja mansión de la que nadie se preocupa. -Su padre estaba hablando también con su madre, la cual había comenzado a frotarse los brazos como si eso pudiera surtir algún efecto a través del forro de la chaqueta. Aunque él había dicho que eso era todo, levantó a Amy y se dirigió a la ventana adyacente-. Aquí lo mismo, apuesto lo que sea.

Aquello era… demasiado para su gusto. Aun cuando pasase por alto el pelaje verdoso y purulento de las paredes y los fragmentos óseos esparcidos por el entarimado desnudo, también la puerta de aquella habitación estaba abierta. Era negra, como una película que cubriese algo que estuviese preparándose para hacer su aparición. Se estremeció, no solo porque la gota de agua hubiese encontrado el camino hasta su espalda.

– No veo nada malo -le dijo a sus padres y al cuarto.

– ¿Arañas a la vista?

– No, papá. Ya te lo he dicho.

– En fin, eso querrá decir que no las hay, ¿no? No veo razón para montar escándalo de ningún tipo.