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– Gracias, señorita -resolló a cada una de las muchachas cuando sujetaron las puertas de cristal para que no se cerraran. Amy se sintió igual que una enfermera que dejara salir a un paciente del hospital.

El aire pinchaba por la inminencia de la nieve. Al otro lado de los dos portales, la plaza del mercado rebosaba Navidad. Las bombillas de colores, atenuadas por la claridad del día, festoneaban las fachadas de las tiendas. Cada uno de las docenas de puestos que se habían levantado en el mercado parecía que tuviese algo que celebrar. Algunos de los tenderos habían dejado de señalar sus productos con el dedo para observar lo que ocurría delante de Nazarill, donde Teresa Blake ayudaba a organizar la composición de la fotografía mientras Dominic Metcalf terminaba de colocar el trípode de la cámara debajo del roble.

– A ver, niñas -dijo, sin dejar de frotarse la frente-, por qué no cogéis y os colocáis con vuestros…

– Poneos con vuestros padres, bonitas.

Por un instante, hasta que se hubo endurecido lo suficiente como para que el pensamiento no tuviese oportunidad de afectarla, Amy escuchó que la juez le decía que seguía teniendo dos padres. La mirada de Teresa Blake seguía moviéndose.

– ¿Dónde quiere que vaya el señor, los dos señores…?

– Usted y su padre, ¿por qué no se ponen el medio, señor Roscommon? Entre la señorita Braine y la señora Goudge.

– No me preguntéis dónde quiero ponerme, no -refunfuñó el anciano, antes de descubrir un poco de galantería en su interior mientras rodaba hacia el lugar indicado-. Harold Roscommon -informó a las dos mujeres-. Qué suerte que le engarcen a uno entre dos joyas tan deslumbrantes.

– Cuidado, o terminarás compartiéndome -le dijo Donna Goudge a Dave.

– Tampoco sería la primera vez.

Aquello provocó varios sonidos tapados por la mano entre el resto de los congregados, que aprovecharon la necesidad de hacer hueco para los recién llegados para disimular su desconcierto. Cuando el padre de Amy la cogió por los hombros para que ocupara el espacio vacío entre Ralph Shrift y él, Teresa Blake dijo:

– ¿Vas a dejarte los guantes para la foto, Úrsula? Conseguirás que las demás parezcamos unas lozanas.

– O eso, o estropeo la foto con estas manos enrojecidas – repuso la florista.

El padre de Amy se puso las manos a la espalda mientras la juez inspeccionaba a los reunidos. Había sugerido que esa fotografía se imprimiera en uno de los panfletos de Houseall para promocionar los apartamentos vacíos de Nazarill. Amy se encogió de hombros para desembarazarse de un escalofrío provocado por una ráfaga helada.

– Cuando usted diga, señorita Blake -dijo el fotógrafo.

– Sin prisa -repuso Max Greenberg, tapándose el reloj-. Solo quiere que salgamos presentables. Seguro que es vocacional ese ojo. Yo quiero salir lo mejor posible.

– Hay que darse prisa -protestó Dominic Metcalf-, antes de que oscurezca.

Una franja de sombras comenzaba a ensancharse entre Nazarill y sus ocupantes, a medida que el sol se hundía en el coto. A Amy le pareció ver cómo su sombra y las de los demás se alargaban delante de ella, y tuvo la momentánea impresión de que quisieran estirarse para escapar de Nazarill.

– Yo creo que todo el mundo está como tiene que estar -dijo Teresa Blake, aunque aún no había ocupado su sitio junto al padre de Amy cuando avanzó hacia el fotógrafo a largas zancadas-. Fuera -gritó-. Vamos. Largo.

Se dirigía a tres muchachas de la edad de Pam, aproximadamente, que se habían acercado al extremo del Camino de la Poca Esperanza y estaban imitando las poses de los modelos de la fotografía, riéndose y señalando con el dedo como si todos los habitantes de Nazarill se hubieran vuelto locos, con energías renovadas ahora que la juez las había enardecido.

– Tú no hagas caso, Pammy -dijo Lin Stoddard, cuando las jóvenes la hubieron emprendido con el vestido de dama de honor.

– Vienen por el mercado -declaró Peter Sheen, con toda la convicción de uno de sus editoriales periodísticos.

– La culpa es de la calidad de los productos -añadió Paul Kenilworth.

– Así habla todo un guardián de la cultura -le dijo Ralph Shrift al violinista. Amy pensó que intentaba ser sardónico, hasta que añadió-: Me gustaría saber cuánta porquería dejarán a la puerta de esa tienda que se burla de la ley.

– ¿Qué tienda es esa que dice que debería enterarse de que no es bien recibida? -inquirió Max Greenberg.

– Hedz y yo qué sé qué más que hayan añadido para dárselas de listos. El sitio ese que incita a ponerse cosas en la cabeza.

Amy se sentía traicionada.

– ¿No cree que a algunos de sus artistas les podría interesar?

– En tal caso, preferiría que lo mantuvieran en secreto. El arte es una forma de controlar la imaginación, no de dejarse arrebatar por ella. Soy un firme detractor de todo lo que amenace a la mente.

– Como vivir en un lugar tan muerto como este.

– Tampoco está tan mal, para una ciudad pequeña – terció Beth.

Harold Roscommon asió las sillas de su rueda.

– No me habría dado tanta prisa si llego a saber que íbamos a estar tanto tiempo de brazos cruzados. Denle un toque cuando estén listos y ya me volverá a sacar.

– Quédese, señor Roscommon -suplicó Dominic Metcalf, sin dejar de enjuagarse la frente-. Ya estamos preparados.

– No, hasta que salga quienquiera que se haya quedado atascado ahí dentro.

– No esperamos a nadie. Ya estamos todos.

– No -insistió Harold Roscommon, al tiempo que se impulsaba para girar y señalar a una ventana con un índice nudoso-. Acabo de ver a alguien ahí asomado.

– No puede ser, señor Roscommon. Y ahí menos.

– A ver, ¿por qué no?

– Ese es el apartamento contiguo al mío. No vive nadie. Supongo que habrá visto un pájaro, el reflejo, digo. Si estamos todos…

– Acaba de decir que lo estábamos -rezongó el anciano. Con algo más de ponzoña, añadió-: Un pájaro.

– ¿Qué aspecto tenía, padre?

– Peor que el mío.

– Sonrían -llamó el fotógrafo-. A ver esos dientes.

Se produjo una amalgama de movimientos ralentizados cuando, tras fijar la espoleta de la cámara, corrió para unirse al resto del grupo; Pam le dio el abrigo a su padre para que lo sujetara, y este a punto estuvo de tirar de espaldas a Alistair Doughty con sus prisas por esconderlo a la espalda. Las tres espectadoras de la barandilla se desternillaron de risa cuando Dominic Metcalf llegó jadeando al extremo derecho de la formación, y este les obsequió con una sonrisa malévola que la cámara tuvo tiempo de recoger.

– Listo. Conservados para la posteridad.

– ¿No quiere sacar otra, para asegurar? -sugirió Peter Sheen, enfatizando sus palabras con el chasquido de su bolígrafo.

– Sí, si quieren -respondió el fotógrafo, cuyos jadeos sonaban más entusiastas que él. Regresó hasta la cámara con paso trabajoso, espantando por el camino a las tres niñas, que se diseminaron por la plaza del mercado cuando un uniformado Shaun Pickles se les acercó. Metcalf volvió a reunirse con sus vecinos y esbozó una sonrisa que duró lo que tardó en plasmarla la cámara, antes de comenzar a frotarse el pecho mientras sucumbía a un acceso de resoplidos-. Ya está -consiguió decir, a la larga.

– Y bien que está, además -felicitó Alistair Doughty-. ¿Qué tal algunas palabras para acompañar? Una foto se queda a medias si un buen pie, y no lo digo porque yo sea impresor.

– «Nazarill, refugio para ti» -sugirió Ralph Shrift, mientras se cubría con su sobretodo y se encaminaba hacia las puertas, dejando que los Roscommon le precedieran con un chirrido de ruedas. La familia Stoddard hizo lo propio, tras levantar todas sus capuchas para resguardarse del viento. Cuando Amy vio cómo entraban en el edificio aquellas figuras encapuchadas, se estremeció, sin saber por qué. En vez de buscar el refugio del interior, se desvió hacia la ventana que había identificado el anciano. Tras apoyar las manos en la repisa de piedra, tan fría como se imaginaba que debía estarlo el fondo de un pozo, se aupó.