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– No me has explicado por qué no puedo ir.

– No quiero que estés tan lejos de mí, a tu edad. Ni siquiera tienes dieciséis, como insistes en recordarme.

– Estaría con el resto de la clase.

– Con los profesores a los que se les ha ocurrido llevarse a los críos a España, lo que me temo que no dice mucho a favor de su buen juicio. Me he preocupado de indagar acerca de ese país antes de que sacaras el tema. No sabía que allí tolerasen las drogas. Yo pensaba que los españoles eran un pueblo temeroso de Dios.

– Algunas religiones utilizan drogas. Algunos libros incluso dicen que Jesucristo…

– Ya está bien. No te equivoques. Me alegro de que haya cada vez menos libros en las bibliotecas, si son de esa clase. Además, espero que la política española en lo referente a las drogas no fuese una de las razones por las que quieres ir allí. Tal y como están las cosas, ya te expones demasiado a esa basura. En lo que respecta a…

– No puedo seguir hablando. -La verdad de aquello era inminente; comenzaba a sentir los labios entumecidos de tanto luchar por no dar rienda suelta a sus sentimientos-. He quedado con Rob.

– Si tanto le importas, digo yo que te esperará, ¿no? No te pido que hables, sino que escuches. Ya has oído lo que dijo el señor Shrift acerca de esa tienda que frecuentas. Tu mente es preciada, Amy. Es tu alma, y no me imagino nada peor que interferir con ella.

– Pues no lo hagas. Quiero irme. Voy a llegar tarde.

Su padre levó los ojos al cielo, revelando así las lágrimas que afloraban a sus párpados inferiores, pero ella estaba más pendiente de que se apartara de delante de la puerta.

– ¿Se puede saber qué es más importante que hablar con tu padre?

– Ya lo has oído. Estabas escuchando. Como siempre.

– ¿A qué viene esa súbita obsesión por un libro?

– Quiero ver lo que cuenta acerca de este sitio.

– No mucho, supongo, si no es más que una historia. Ya que vas a dedicar tanto esfuerzo a un libro, bien podía ser uno de texto. ¿Qué más nos da lo que fuera antes nuestra casa? Lo que importa es en lo que se ha convertido.

Amy, sin saber qué añadir, lo miró con fijeza. Comenzaban a escocerle los ojos cuando él dijo:

– ¿Cuánto piensas estar por ahí?

– No lo sé.

– ¿Adonde vas a ir después del mercado?

– No lo sé.

– ¿Volverás para cenar?

– No lo sé. No creo.

La miró con ojos entristecidos, y ella le sostuvo la mirada con los trozos de frustración candentes que le parecían sus propios ojos. De repente, su padre meneó la cabeza y miró de soslayo.

– Que el Señor nos ayude, hija, a veces me asustan esos ojos -musitó-. No estés fuera toda la noche, ni nada por el estilo. Estoy seguro de que tu habitación necesita un repaso.

En cuanto hubo dado un paso al frente, Amy pasó a su lado y abrió la puerta de golpe. Lo que vio afuera no le supuso ningún alivio: era más de lo mismo. El pasillo tenía incluso aquellos pequeños ojos muertos para observarla. Dio un portazo y corrió por el pasillo, que parecía que absorbiera la luz que debería estar exudando de cualquiera que fuese su fuente secreta. En las escaleras, se sintió como si la penumbra y la forma en que la alfombra atenuaba sus pisadas tiraran de ella con su falta de substancia, dejándola sin fuerzas para luchar. La confrontación con su padre era motivo suficiente para que quisiera alejarse cuanto antes. El pórtico vacío al otro lado de las puertas de cristal nunca se había parecido tanto a la libertad.

Cruzó el umbral con un crujido de grava. El aire era tan vigorizador como una bebida helada, tras el calor estancado de los pasillos. Disfrutó de la caricia de una brisa invernal y del susurro del roble, hasta que escuchó un golpeteo metálico procedente de la plaza del mercado. Debía de haber permanecido en Nazarill durante más tiempo del que suponía; estaban recogiendo los puestos.

Cuando salió corriendo de la sombra de Nazarill, la grava le bañó el rostro con la luz del sol diluida, por lo que tuvo que parpadear como si acabara de emerger de una celda sin ventanas. Se apresuró a dejar atrás el portal y a cruzar Nazareth Row, y ya había llegado al Camino de la Poca Esperanza antes de recuperar de nuevo la visión. En medio del estrépito del desmantelamiento al final de la calle, muchos de los comerciantes continuaban anunciando sus mercancías: postales navideñas, adornos, papel de regalo, juguetes baratos de importación, una palabra gritada para cada clase de género. Amy concentraba toda su atención en el puesto próximo a Hedz no Fedz, el que vendía libros Apenas Usados, lo más parecido a una librería que había en Partington. La mesa de caballete estaba casi vacía. Su propietario, calvo pero con barba, estaba cargando una caja llena de libros de tapa dura en la parte posterior de su furgoneta. Rob estaba en el puesto, y le dijo:

– Aquí viene alguien que te anda buscando.

El librero dedicó una mirada dubitativa a los pendientes y a las largas pestañas de Rob, antes de volverse hacia Amy, sin variar la expresión.

– ¿Qué buscas, maja? Ya he empaquetado todas las novelas.

– Yo las metí en una caja hace años.

El librero metió en el vehículo un paquete de libros de terror de bolsillo, todos con los lomos negros.

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– Uf -bufó, a causa del esfuerzo-. Si lo que buscas son best-seller, vas a tener que subirte ahí atrás.

– Tampoco. Estoy buscando algo viejo.

– A lo mejor yo te sirvo, aunque no sea tan guapo como el pirata de tu amigo.

– No creo que a mi padre le hiciera gracia.

– Pues cualquiera diría que es un rato permisivo. -El librero sonrió para sí y continuó con su trabajo-. ¿Cómo de viejo?

– A lo mejor lo conoce. Se llama Nazarill

– Uuf. -Al principio pareció que había reaccionado al escuchar el nombre, pero esa caja debía de pesar más que las anteriores-. Ese va del sitio que hay en lo alto de esa colina.

– Me lo suponía. ¿Sabe algo más acerca de él?

– ¿Del sitio? Tengo entendido que empezó siendo un monasterio.

– Eso no lo sabía -dijo Amy, aunque por un instante se sintió como si sí lo hubiera sabido, como si pudiera saber más solo conque lograra acordarse-. ¿Y luego?

– ¿Quieres una historia con morbo? -El librero levantó una caja en la que se apiñaban Biblias y libros sobre ocultismo-. ¿Qué es lo que te interesa, quiero decir?

– Vivo allí.

En esta ocasión no profirió sonido alguno mientras cargaba la furgoneta, y tardó un poco más en enderezarse.

– Ya te habrás enterado de que fue un hospital.

– No, que yo sepa.

– Debió ser después de que demolieran el monasterio. Por aquel entonces no estaban tan avanzados. Lo que ellos llamaban hospital te quitaría el hambre, cómo trataban a aquellas personas.

– Igual que en los hospitales de ahora -intervino Rob.

– No habla mucho, el chaval. -El librero levantó la última caja y la descargó en la furgoneta-. Uf. -Se frotó la calva perlada de sudor, antes de secarse la mano en la barba-. Este libro que buscas, no creo que mencione nada de eso. Me parece que es más estilo Dickens, acerca de cuando tu casa era un bloque de oficinas.

– ¿Sabe dónde puedo encontrarlo, de todos modos?

– Si quieres, tendré los ojos abiertos. Allá donde voy, siempre ando a la caza de libros. -Parecía prendado de la seriedad de Amy-. No creo que te cueste demasiado si lo encuentro.

– ¿Como cuánto?

– Menos de lo que te costaría una cadena para la muñeca.

– Con eso me apaño. Bueno, pues, me volveré a pasar.

– Cada vez que te apetezca alegrarme el día -dijo el librero. Tras recoger la mesa, la deslizó dentro de la furgoneta-. Estaré aquí todas las semanas menos la de Navidades. ¿Cómo te llamas?

– Amy Priestley.