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– Cara de buena, pese al hábito. Aunque ya conoces el refrán. -Profirió un último gruñido trabajoso cuando cerró de golpe las puertas de atrás de la furgoneta-. Si lo pillo, te lo reservo.

Cuando el colorido vehículo, pintado a fuerza de parches, carraspeó para salir del aparcamiento, Amy dijo:

– Ojala no le hubieses interrumpido en ese momento.

– Si no lo hubiera hecho entonces, no sé cuándo lo habría hecho -se defendió Rob. Para no darle ocasión de interpretar aquello, añadió-: No sabía que te fueran los carrozas.

– Ya ves que estoy contigo.

– Niñata.

– Asaltacunas. -Amy esperó a que se apagara el sonido del tubo de escape de la furgoneta, antes de volverse hacia él-. En serio, Rob. Ojala le hubieras dejado hablar. Creo que iba a contarme algo más acerca de Nazarill.

– ¿Habría cambiado algo?

– ¿Cómo quieres que lo sepa? Me gustaría averiguar más cosas acerca del lugar donde vivo, eso es todo.

– A mí no me mires.

– A lo mejor lo entenderías si entrases alguna vez.

– No creo que a tu padre le hiciera gracia que invadiese su refugio.

– Tendrá que gustarle si no le dejamos más remedio. Ya va siendo hora de que se acostumbre a mí.

– Traumático. -Rob miró a otro lado cuando el esqueleto de un puesto de ropa se desplomó con un estruendo como el de una puerta gigante al cerrarse. ¿Le parecía que estaba exigiéndole a Amy demasiado compromiso? La muchacha le cogió la mano congelada y le dobló los largos dedos alrededor de los suyos para que se sintiera querido sin necesidad de hablar. En ese preciso instante, Martie salió de Hedz no Fedz y bajó por el Paseo del Mercado.

– ¿Amy? -llamó.

Su rostro, amplio y carnoso, mostraba un semblante menos plácido de lo acostumbrado, quizá porque las campanillas de su puerta habían sacado a Shaun Pickles de una hilera de puestos a medio recoger. Amy no le hizo caso y tiró de Rob hacia el Paseo del Mercado.

– ¿Qué ocurre, Martie?

– Eso es lo que iba a preguntarte. -Martie abrió mucho los ojos antes de estrecharlos, como si quisiera alinear las arrugas de su ceño-. ¿Sabías que tu padre quería…?

Amy apretó los puños. Se obligó a relajarse cuando Rob hizo una mueca de dolor.

– ¿Qué ha hecho?

– Procura no enfadarte. Yo puedo vérmelas con él sin problemas, pero tú todavía no tienes ni dieciséis años. -Martie meneó la cabeza con tanta fuerza que a Amy le pareció ver cómo se movía su pelo cortado a cepillo-. Dice que no vas a volver a pisar mi tienda.

6. En el cuarto oscuro

– ¿Algo más, señor Metcalf? Lo que sea.

– Gracias un montón, Nico, un montón de gracias. No puedo más, de verdad. Se ha superado. -Dominic se propinó una delicada palmada en el abultado estómago, antes de que sus ojos se posaran en el plato que estaban colocando delante del comensal más cercano-. Madre mía, eso sí que es una tentación.

– Una porción de Garides Skordates para el señor Metcalf, Melina, y un poco de pan para la salsa.

Dominic estiró el brazo con la intención de vaciar la botella de Ótelo en su copa, pero el propietario del restaurante se le adelantó.

– ¿Más tinto, señor Metcalf? Todo por cuenta de la casa.

– Verá, no debería. Bueno, solo una. La comida sin vino es igual que comer solo, solo se disfruta la mitad. Nico apartó la silla y se incorporó.

– Siempre es un placer dar de comer a alguien que sabe disfrutarlo.

– Yo no me refería a otra botella entera -murmuró Dominic detrás de él. Ya había cumplido con la protesta de rigor, aunque nadie la hubiese oído. Para cuando la esposa de Nico hubo traído el plato de langostinos con salsa de ajo y vino y otra cesta de pan, Dominic había apurado su copa y la había rellenado con parte de la segunda botella de Ótelo. Varios platos postreros, todos ellos de suculenta factura, habían llegado a las mesas vecinas. Parecía que no tuviese más que mirar a alguno de soslayo para que sus anfitriones se sintiesen impelidos a ofrecerle una muestra: kebab, pimientos rellenos, cordero asado, cerdo con comino… Todo aquello le ayudó a dar cuenta de la botella, precediendo así al postre de baclava y al café hervido en un lecho de arena caliente, con el punto y final de un chupito de Metaxa. Cuando hubo terminado de inhalar el penetrante aroma de las uvas, se llevó a los labios la escancia de brandy-. Por su hospitalidad-brindó, al menos por segunda vez aquella noche.

Melina y Nico recogieron sus vasos de ouzo, de pie encima de la barra.

– Sin usted, no estaríamos aquí -dijo Melina.

Dominic supuso que aquello era tan cierto como pintoresca era su gramática. Cuando hubo terminado, muy a la larga, y tras estrecharle la mano a Nico en dos ocasiones e intercambiar varios abrazos con Melina, tuvo que partir en pos de una fiesta en honor del trabajo realizado en nombre de sus anfitriones. Casi toda la ventana estaba ocupada por fotografías suyas, de tres mesas abarrotadas con el menú completo (ni siquiera él había sido capaz de comérselo todo) y de la plantilla del banco que llevaba las cuentas del restaurante, celebrando la promoción de alguien. Los cajeros bailaban encima de la mesa más larga y exhibían muslo como si estuvieran en la playa, un subdirector bailaba la giga con tanto vigor que tenía que sujetarse los anteojos con la mano que no estaba agarrada al hombro de su pareja, los ojos de la directora relucían mientras destrozaba otro plato. Desde que se exhibieran las fotografías, el número de clientes del restaurante se había doblado, y a Dominic no le importaba aceptar parte de la responsabilidad, pese a sospechar que solo se había limitado a corregir la falsa presunción de que un local llamado Nico's tenía que ser italiano. Su popularidad era tal que, esa noche, ambas aceras de la carretera de las afueras de Sheffield estaban abarrotadas de coches aparcados, parachoques con parachoques, y Dominic tardó varios minutos en maniobrar su Toyota para salir de la ratonera que se había construido a su alrededor. No dejaba de decirse que tenía que llegar a casa, mientras la frustración propagaba el desagradable martilleo de su corazón a las sudorosas palmas de sus manos, para revelar las fotografías que había sacado delante de Nazarill. Si no lo conseguía esa noche, no le daría tiempo a hacerlo antes de Navidades, debido al aumento de la demanda, propio de las fechas, que experimentaba su trabajo.

El parachoques delantero del Toyota se separó por fin de un presuntuoso e impertérrito Jaguar, Dominic pisó el acelerador a fondo, y volvió a aminorar cuando las ventanas tras las que parpadeaban los árboles de Navidad le recordaron que conducía por una calle residencial. Aceleró cuando las casas se tornaron más dispersas y de mayor tamaño, hasta que pronto no hubo más que árboles a ambos lados de la carretera, con las ramas decoradas por bombillas apagadas dejadas allí por la niebla. Aquí y allá se caía alguna para explotar contra el asfalto, y Dominic ya se había puesto en guardia para esquivar la siguiente cuando varios juerguistas salieron a trompicones de un pub inesperado. Se abalanzaron sobre el coche al grito de «Ande, ande, ande, la maricastaña», y solo se salvaron gracias a un violento volantazo que metió al Toyota en la cuneta de una carretera sin vallar. Dominic tuvo que detenerse y apoyar la frente en el parabrisas, donde el sudor empañó el cristal, antes de reunir el valor necesario para seguir conduciendo.

– Qué locos. No sé cómo los dejan salir de casa -masculló. Encendió la radio y buscó con el dial hasta encontrar un programa de villancicos que lo tranquilizara. Por fin, enfiló hacia la autopista, reduciendo en todas las curvas de la carretera desierta.

Aparte de algún que otro camión de largo recorrido, tenía toda la autovía para él. Cuando se adentró en una recta que sabía que duraba varios kilómetros, dejó que el velocímetro fuese sumando. Zangoloteó la cabeza ante la estampa de un turismo blanco que iba a darle alcance enseguida (él estaba sobrepasando el límite, pero ese conductor iba como loco), hasta que su techo comenzó a destellar como una luz navideña multicolor y se dio cuenta de que se trataba de un coche de policía. Frenó con brusquedad, el coche lo adelantó y se adentró en un desvío. El aullido de la sirena se desvaneció en la oscuridad. Una cuña radiofónica anunció que iba a ser una noche silenciosa, lo que a Dominic le pareció una broma de muy mal gusto, ya que él se sentía cualquier cosa menos tranquilo y sosegado. Tuvo que obligarse a volver a acelerar, a fin de no parecer tan sospechoso como se sentía, hasta llegar a la salida de Partington.