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A cinco minutos de la autovía se hizo visible un fulgor anaranjado al otro lado de las pendientes rocosas, como si hubiese un incendio encima de la ciudad. Cuando el Toyota llegó al final de una curva larga, vio las cadenetas de luz que eran las farolas que partían de Nazarill. La luz lo atraía igual que el fuego, como si pudiera sentirla. Al girar colina arriba en Libras y Biblias, todas las ventanas de la planta baja de su edificio parecieron encenderse tenuemente para darle la bienvenida. No consiguió desembarazarse de aquella impresión hasta que hubo llegado a Nazareth Row y vio que toda la planta baja estaba apagada; como el resto de Nazarill, de hecho.

Algún animal, un gato, sin duda, escapó de un salto del roce de sus faros cuando estos iluminaron entre los postes del portal. La radio comenzó a cantar «Llegó en una noche clara», pero acababa de pronunciar esas palabras cuando la aguja del dial se alejó de aquella sintonía y sustituyó el resto del villancico por un murmullo estridente. Lo que fuera que estuviesen cantando aquellas voces era en un idioma que no conocía. Apagó la radio cuando los postes de la verja aparecieron en su espejo. El animal se convirtió en parte de la oscuridad debajo del árbol cuando Nazarill iluminó su fachada, y Dominic condujo en medio del fulgor hasta llegar al aparcamiento.

El portazo que dio al cerrar el coche sonó ahogado, amortiguado. La violenta iluminación desproveía de color a la fachada y empañaba las ventanas, dejándolas en blanco y sin vida. Sus ruidosos pasos en medio de tanta tranquilidad le hacían sentir como si estuviese llamando la atención, como si estuvieran observándolo a través de las ventanas opacas.

– Qué va -musitó, e intentó canturrear «Llegó en una noche clara», pero no se acordaba del resto de la letra. Sacó las llaves con un tintineo más agudo que el crujido de la grava y entró en Nazarill.

El resplandor del exterior cesaba a poco de adentrarse en el pasillo. Cuando las puertas de cristal redoblaron a su espalda, el fulgor del interior se extendió y se volvió visible. El calor estancado reavivó su transpiración, por lo que se desabotonó el abrigo mientras giraba la llave en su cerradura. Casi se le escapó la puerta de las manos; entró de un tirón en su recibidor y descargó un manotazo sobre el interruptor de la luz.

– ¿Qué hacéis todos ahí a oscuras? -preguntó.

Ninguno de los interpelados se dio por aludido. Estaban acostumbrados a que los pillara por sorpresa. Ahí estaba el novio, tropezando con la cola de su esposa mientras intentaba coger el sombrero de copa que escapaba a lomos del viento; junto a ellos, una madre, dispuesta a estrangular a su hijo de cinco años, incapaz de estarse quieto para posar delante de la cámara. Enfrente de estas fotografías enmarcadas había un flautista cuyo talento musical se resumía en la mueca del pianista que estaba detrás de él, y un hotelero que insistía en volver a colocar a sus grandes daneses y a él mismo, tan a menudo, que uno de los perros había terminado por levantar la pata junto a su silla del siglo XVII. Por lo general, hablar con ellas y con las demás repartidas por las varias habitaciones relajaba a Dominic en proporción al nerviosismo infligido por los modelos, pero esta noche no daba resultado, quizá porque, incluso después de tirar de las cadenas de los fluorescentes que coronaban los marcos, el salón parecía resistirse a desprenderse de su oscuridad.

– Demasiadas copas de más, eso es todo. ¿Alguien me va a echar un rapapolvo? Me lo figuraba -dijo, camino del cuarto de baño.

Lo aguardaba una joven que se había revuelto tanto durante la sesión fotográfica de su mayoría de edad que a punto había estado de salirse de su traje sin tirantes.

– Yo que tú, miraría a otra parte -le recomendó Dominic-. Aunque tampoco es que haya mucho que ver. -Sacó lo poco que tenía y evacuó todo aquello para lo que era la única salida, antes de encaminarse a la cocina y prepararse el café más negro que pudo conseguir. Mientras el filtro acumulaba gorgoteos, escrutó por encima de una nube de vaho, creciente y menguante, adherida a la ventana en dirección al árbol, del que tuvo que persuadirse que colgaban ramas rotas, no cuerdas. Cuando el percolador hubo emitido su perentorio chasquido, vació media taza de café antes de rellenarla y llevársela al cuarto oscuro. Supo que tenía que vivir en Nazarill cuando vio que disfrutaría de una habitación sin ventanas.

El fulgor ambarino de la luz de seguridad no iluminaba el cuarto, sino que parecía que se pegase igual que la miel a sus contenidos: la ciclópea ampliadora, cuyo único ojo parecía absorto en el estudio de la plancha base, la bandeja de plástico que alineaba frascos opacos de productos químicos junto a la bandeja que aislaba al tanque de revelado. Depositó la taza entre los tanques del banco y se asomó al salón para apagar la luz.

– No aprovechéis ahora que no os veo para montar alguna -murmuró a las fotografías. El chiste flotó en la penumbra de la habitación, por lo que tuvo que recordarse que lo mejor de vivir solo era que no tenía que preocuparse de que nadie encendiera la luz en el momento más inoportuno-. Deshágase la luz -exclamó, le dio un puñetazo al interruptor y cerró la puerta con fuerza. Los sobres largos que protegían los negativos se estremecieron con un frufrú-Manos a la obra.

Su voz le sonaba demasiado próxima, como si tuviese muy poco espacio para moverse. Engulló un trago de la medicina anaranjada en la que la luz de seguridad había transformado al café (incluso sabía a las trazas de productos químicos que empapaban el aire) y se dirigió a la mesa de trabajo más pequeña para coger los negativos de la sesión de Nazarill. Los había sacado del sobre, los había colocado en el portanegativos, y los estaba sosteniendo bajo la lámpara de la ampliadora para examinarlos en busca de motas de polvo, cuando se dio cuenta de que tenía entre manos una foto de colegio.

Nadie podía haber movido los negativos. Había seleccionado el sobre equivocado, eso era todo. Enfundó la tira, puso la de Nazarill en el portaobjetos y la sostuvo bajo la lámpara de la ampliadora. La línea de diminutas figuras de rostro negro se extendió delante de la fachada del edificio, con los ojos y el pelo blancos como los de un albino. Tras ellas, las ventanas y las puertas de cristal eran tan negras como trozos de granito incrustados en la fachada de marfil. Una de las ventanas no era negra del todo; contenía una marca pálida. Era la ventana de su dormitorio.

Hubiese creído que la marca era el reflejo de la cabeza de alguien, de no ser porque ninguna de las otras ventanas presentaba nada parecido. Debía de tratarse de un defecto del negativo, tan simple como enojoso. No sabría lo mal que quedaría hasta que no hiciera una copia.

– Vamos a echarte un vistazo-murmuró. Apagó la lámpara de la ampliadora mientras colocaba el caballete sobre la plancha y estiraba en él una hoja de papel de revelado. Tras ajustar las lentes con minuciosidad, encendió la lámpara.

Por lo general, exponía el primer revelado por secciones para calcular el tiempo que iba a necesitar, pero esta vez empleó los veinticinco segundos de rigor antes de apagar la lámpara y preparar las bandejas: líquido de revelado en una, baño de fijador en la otra.

– Ahora, veamos quién eres -dijo, al tiempo que trasegaba un trago de café para combatir el frío que había invadido el apartamento. Levantó el marco del caballete y cogió la lámina expuesta por una esquina del borde para que flotara en el líquido de revelado.