Siempre disfrutaba de aquellos segundos previos al descubrimiento de la foto pero, cuando se inclinó sobre la bandeja, se sintió como si la espesa penumbra pesara sobre sus hombros, ayudando a la imagen ahogada a tirar hacia abajo de su cabeza. Sostuvo la esquina de la imagen con las pinzas y agitó la hoja en el fluido, con delicadeza. Nunca había sido tan consciente de estar realizando un ritual. Los rostros alineados palidecieron contra la fachada de Nazarill, los hilachos de nube sobresalían del techo igual que una mata enmarañada de pelo. Por un momento, la ventana que no perdía de vista pareció que se tragara la presencia que enmarcaba, antes de que el marco cristalizara alrededor de la silueta.
– Dios bendito, fíjate -espetó. Se inclinó aún más, como si un escrutinio más próximo pudiera refutar la evidencia que tenía ante sus ojos.
Era un rostro lo que había en su dormitorio, no el reflejo de la cabeza de nadie. No se trataba de nadie que conociera ni con quien quisiera encontrarse. Aunque la cabeza era calva, no sabía distinguir si pertenecía a un hombre o a una mujer, ni su edad. El rostro componía una mueca que no podía calificarse de expresión, con la mandíbula más abierta de lo que podría esperarse de cualquier boca. El cuello era tan delgado como la muñeca de un niño, y la cabeza estaba echada hacia atrás encima de él. Dominic se aferró al borde de la mesa con la mano libre, con tanta fuerza que le temblaron los dedos. Cuando la impresión comenzó a desvanecerse, tras haber pasado demasiado tiempo sumergida en el líquido de revelado, vio que la posición de la cabeza y el cuello indicaban que su propietario estaba siendo arrastrado al interior de su dormitorio. Se apresuró a coger las pinzas para el baño de fijación para transferir la impresión a esa bandeja antes de que la imagen pudiera oscurecerse aún más. En ese momento, escuchó cómo se abría la puerta detrás de él.
Había comenzado a girar la cabeza y el torso cuando se le quedó paralizada la columna. La puerta se había abierto casi treinta centímetros, era como si toda la oscuridad de su apartamento se hubiese acumulado al otro lado, pero no era aquello lo que lo había dejado inmóvil; estaba escuchando las últimas palabras que había pronunciado. Cuando había dicho «fíjate», era la sorpresa la que había sacado las palabras de su boca. No había pretendido invitar a nadie y, desde luego, no esperaba recibir respuesta.
No se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración hasta que comenzó a latirle el pecho. Pensó que, si no se movía, se desmayaría, pero le aterrorizaba la idea de que al moverse pudiera llamar la atención sobre él. La oscuridad del otro lado del cuarto, o algo en su interior, abrió la puerta un poco más. En la abertura, vio un tenue objeto redondo que flotaba a algunos centímetros del suelo.
Las pinzas de plástico se le escaparon de las manos y golpetearon contra la mesa de trabajo. Hundió las uñas en la madera. Los pinchazos de dolor lo liberaron. Se enderezó con tal violencia que, al principio, se temió que pudiera lesionarse la espalda. Se dio cuenta de lo indefenso que estaba. El interruptor más cercano estaba al lado de las tinieblas, ni siquiera la puerta los separaba.
Inhaló una bocanada que pareció llenarle la cabeza de gases. Se agarró a la ampliadora. Tras sacar de un tirón el carrete de negativos, tiró de la trabilla de la lámpara hasta que su cabeza tropezó con la columna del aparato. Sus dedos toquetearon la lámpara en busca del interruptor y sostuvo la columna con ambas manos para ladear la pesada ampliadora y proyectar el rayo al otro lado de la estancia.
De repente pensó que no iba a dar resultado. Para cuando hubo llegado al umbral, la luz era tan difusa que su fulgor apenas resultaba visible. Sin embargo, sí que dio resultado, demasiado. Como si el contenido latiente de la oscuridad hubiese recibido permiso para crecer, el objeto redondo ascendió y vio su rostro… el rostro de la fotografía. Las mandíbulas se abrieron cuando el cuerpo entró en el cuarto a cuatro patas.
Se detuvo al cruzar el umbral y se incorporó con la ayuda de unos brazos iguales a ramas muertas, retorcidos, escuálidos y descascarillados, como si tantease en su busca. Ladeó su boca bostezante, casi desprovista de nariz, y la giró hacia delante y atrás. Creyó que lo que quiera que hubiese en aquellas arrugadas cuencas oculares era incapaz de ver. El espectáculo lo habría dejado paralizado, de no ser porque la perspectiva de que lo encontrara era aún peor. La figura reptante no estaba allí, en realidad, consiguió razonar; era como una fotografía que hubiese tomado el edificio de algún modo, una imagen proyectada por la esencia del lugar. Aquella idea le permitió depositar la ampliadora encima de la mesa, aunque su pulso le hacía sentir los dedos hinchados e inestables. La base tocó la madera con un golpecito, apenas audible por encima del martilleo de su corazón, pero lo bastante alto como para que lo recorriera una oleada de pánico. Se abalanzó en dirección al salón, soltando un brazo que le pareció envuelto en melaza para asir la puerta y abrirla de par en par.
La cabeza bostezante se apartó de él y golpeó el filo de la puerta con el borde de la mano. Ya se había agarrado a la madera y se había dado cuenta de cómo podía ayudarlo a girar hacia el salón, desde donde podría apresurarse a cruzar el pasillo y a salir de Nazareth, antes de acordarse de su precaria forma física. Algo le agarró el pie. El tacto sugería que acababa de pisar un montón de telarañas, pero un vistazo le reveló que eran dos manos lo que le aferraban los tobillos. Cuando comenzó a patalear desenfrenado e intentó reunir el aliento necesario para proferir un alarido, la figura se agolpó ante él, adquiriendo substancia a medida que aparecía, aunque seguía siendo más delgado al tacto de lo que parecía a simple vista. Aquella cara muerta se puso a la par de la suya, un andrajoso trozo de lengua se agitó en lo hondo del agujero que eran aquellas fauces y los ojos apergaminados se clavaron en los suyos.
7. El invitado ausente
A las doce menos veinticinco de la noche de Nochebuena, Oswald se puso el abrigo y renunció a la tertulia de los Roscommon para averiguar por qué no había regresado Amy. El edificio estaba tan silencioso como requería la noche, y no se la encontró en las escaleras ni en el pasillo de arriba. Apretó el timbre de su puerta y pegó el ojo a la mirilla, pero no pudo ver nada a través. Cogió las llaves y abrió la puerta. Cuando la empujó, una canción le saltó a la cara.
«Soy tan viejo como todos los que conozco», cantaba un hombre a todo lo que daba su voz cascada, si es que se le podía llamar cantar a aquello. En medio del estrépito, que parecía esforzarse por ahogarlo, Amy hablaba por teléfono en el salón. Oswald cerró la puerta, entró e intentó hablar… gritar, más bien.
– ¿Pero qué demonios te piensas que estás haciendo?
– Tengo que colgar, Rob. Hasta mañana. -Amy repitió la mayoría de estas dos frases en fragmentos antes de colgar el auricular y crucificar a Oswald con los ojos muy abiertos-. ¿A ti qué te parece?
– Baja ese alboroto del demonio, por Dios santo. La gente no quiere escuchar esta especie de barahúnda pagana, y menos esta noche.
– ¿Qué gente? Si todos están abajo.
– Me extraña que no les duela la cabeza ahí, y a ti tampoco. ¿No se supone que padeces jaquecas? ¿No es por eso por lo que tu amiga la del final del pasillo te da las pastillas que ningún otro médico te recetaría?
– ¿Oías la música antes de entrar?
– La oigo ahora. Más te vale que nunca quieras que te escuchen y descubras que nadie puede -dijo, bajando la voz y agudizándola, de modo que resultaba apenas audible en medio de los estridentes gañidos de unos instrumentos que pretendían pasar por guitarras-. Todavía no has hecho lo que te he pedido.
Amy recibió su advertencia con una mirada de incredulidad, que se llevó consigo de camino al aparato de música.