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– De vuelta a tu caja, Bacteria Útil. Los viejos no te quieren.

– Gracias, Amy -dijo Oswald, procurando no sonar sarcástico-Intenta hacerte la loca un poco menos cuando no estés en clase.

Amy salió del salón a largas zancadas y se subió las holgadas mangas de su jersey, negro como la mayoría de su ropa, como preámbulo antes de cruzarse de brazos.

– ¿La loca de qué?

– Venga, Amy, no tergiverses todo lo que te digo. Cualquiera diría que tú eres la adulta y yo el chiquillo. -Oswald sintió cómo aquella mirada le arrancaba las palabras de la boca-. No creo que te venga bien quedarte sorda cada vez que se supone que tendrías que concentrarte en tus deberes, digo yo. Explícame, si es que puedes, lo que creías que estabas haciendo cuando he llegado. ¿Tanto te costaba bajarlo mientras hablabas, o lo subiste para hacerle más daño a sus oídos del que ya han sufrido?

– Me parece que eres tú el que desvaría.

– Date prisa -dijo Oswald, con toda la autoridad de la que fue capaz-, que vamos a llegar tarde a misa.

Sin que su decisión pareciera en absoluto predecible, Amy se metió en su habitación y salió embutiéndose en su gabardina negra, que desprendía un tufo a incienso.

– Que no se te olvide que ese cuarto tiene que quedar limpio durante las vacaciones.

Solo Dios sabía lo que parecería su cuarto. No se acordaba de la última vez que se había atrevido a asomarse a él. Si una araña había conseguido invadir la ventana de su propia habitación, ¿qué no habría engendrado el desorden de la de ella? Por lo menos la araña había muerto entre los cristales; todas las mañanas se obligaba a mirar su cuerpo arrugado y avellanado.

– Andando, Amy. O, si te sientes con fuerzas, corriendo – dijo, para que moviera los ojos tanto como el resto del cuerpo.

Ya había cerrado la puerta de su apartamento y había conseguido que Amy se diera prisa en llegar a la planta baja cuando Harold Roscommon se asomó por el quicio de su puerta y le hizo señas con la mano que no estaba agarrada al marco.

– ¿Ni rastro?

George dejó de murmurar con Úrsula.

– Padre, el señor Priestley no…

– No estés tan seguro cuando hables por los demás. ¿Y qué, señor Priestley? ¿Recuperó al cordero extraviado?

– Viene detrás.

– Entonces, ándese con cuidado. ¿Ya no dicen eso en todos los cuentos de Navidades, cuando aparecen el demonio o la bruja? Va detrás de usted. No me refería a ti, guapa. Le estaba preguntando a tu padre si ya ha dado con nuestro buen amigo, el que nos puso a todos en fila como si fuésemos presidiarios.

– El señor Metcalf. -Oswald cayó por fin en la cuenta-. No se puede decir que lo haya visto, pero tampoco que lo haya buscado.

– Yo creía que usted estaba al cargo del lugar y del resto de nosotros.

– No, padre, acuérdese, ya se lo he dicho. Se suponía que todos teníamos que mantener los ojos bien abiertos.

– Todos menos yo, claro, porque a mí nadie me hace caso.

– Estoy segura de que al señor Metcalf se le olvidó que había sido invitado -intervino Úrsula.

– Yo no lo he visto para podérselo recordar -admitió George.

Varios de los invitados aparecieron detrás de él.

– Yo hubiese jurado que él sería el último de nosotros en perderse una ocasión de esparcimiento -comentó Alistair Doughty, inspeccionándose las uñas mientras esperaba su turno para pasar.

– Tendría una oferta mejor -dijo Paul Kenilworth. Aleteó con sus largos dedos en dirección a los Roscommon, como si estuviese practicando antes de sentarse al piano-. Nada en contra de su velada. Lo cierto es que ese hombre parece que viva para ponerse las botas.

– Apuesto lo que quieran a que acabará en la tumba antes de tiempo con tanto ponerse las botas -declaró Ralph Shrift.

– Todavía no. Está ahí, observando.

– No creo, padre. No creo que pueda haber visto…

– Veo más de lo os pensáis todos, puñeta. Acabo de ver cómo asomaba el ojo a esa mirilla de ahí. Si no era él, ya me dirás tú quién era.

George encorvó los hombros y los dejó caer, y Oswald cruzó hasta la puerta de Metcalf. Tras pulsar el timbre, miró por la lente abultada. Un ojo le devolvió la mirada… el suyo, respaldado por la oscuridad. Cuando el timbre no hubo conseguido respuesta, se apartó.

– Sería el reflejo de alguno de nosotros, señor Roscommon.

Harold Roscommon profirió un gruñido desabrido y cojeó hasta el salón, donde Max Greenberg le deslumbró con su Rolex al tiempo que le deseaba:

– Feliz Navidad.

Faltaban menos de catorce minutos, según pudo juzgar Oswald por su reloj. Se había quedado rezagado, como si Nazarill necesitara que él la supervisase; como si se hubiese elegido a sí mismo para desempeñar el papel que le había adjudicado el anciano.

– Tendremos que darnos prisa, Amy, o llegaremos tarde.

El aire al otro lado de las puertas de cristal lo tonificó como un baño de agua pura y congelada.

– Siéntelo -le dijo a Amy, pero esta ya se alejaba de Nazarill a largas zancadas, tan rápido que las puntas de sus largas botas negras disparaban grava por encima del césped hasta golpear el roble. Cuando él se apresuró a seguir sus pasos hasta Nazareth Row, no pudo evitar desear que, siquiera por una vez, hubiesen dejado sin cerrar las puertas del mercado. El cierre del atajo a la iglesia era un precio pequeño a pagar por la seguridad y, además, ellos no eran la única familia que se apresuraba a descender la colina. Amy no se entretuvo mirando los árboles detrás de todas las ventanas, por lo que él no tuvo que arrepentirse por haber asumido que su hija ya era demasiado mayor para plantar un árbol ese año; pudo admitir para sí que le habría parecido más engorroso de lo que exigían las fechas.

Diez minutos de trote tras los pasos de Amy lo condujeron a la parte alta de Partington, donde la puerta del pequeño y empinado campo santo chirriaba para recibir a cada uno de los recién llegados; muchas de las lápidas, relucientes de escarcha, parecían inclinarse a modo de saludo.

– Buena chica -boqueó, aunque ella no debió de tomárselo como un cumplido, mientras se apresuraban a trasponer el porche de piedra y entrar en el pasillo. Acababan de encontrar un hueco en la fila de atrás de la derecha cuando la congregación se puso en pie. Oswald se sintió como si los hubiesen estado esperando.

Bramó el órgano, susurraron las hojas impresas con las letras de las canciones, se entonaron las voces y ascendió el incienso. «Hosanna a los fieles…». Oswald se sentía sublimado, tanto por sentirse parte de una comunidad durante el culto como por la presencia de tantos de sus clientes en la iglesia. Él los había ayudado a sentirse seguros, y ahora ellos le devolvían el favor… le ayudaban a rezar aquí para que fuese capaz de volver a hacerlo en casa. Se le ocurrió que las gruesas y rígidas paredes de la iglesia no se distinguían en nada de las de Nazarill, y que podía que Harold Roscommon tuviese razón al creer que Oswald tenía la responsabilidad de velar por la tranquilidad de ese edificio. Cuando se levantó para sumar su voz al último villancico, se sentía renovado, transformado por la festividad.

– Se regocijan los cristianos, todos como hermanos… -Al principio, no supo distinguir qué era lo que se entrometía entre él y esos sentimientos, por qué las palabras se confundían en su cabeza, hasta que escuchó que Amy no estaba cantando «se regocijan», sino «se refocilan». Cuando le propinó un codazo, con más fuerza de la pretendida, Amy se apartó de él en el banco, dejándolo para que levantara la voz a fin de ahogar cualquier otra improvisación que se le ocurriera. El villancico terminó antes de que hubiese recuperado la sensación de formar parte de él y, cuando el sacerdote se metió en la sacristía, Oswald la cogió por el brazo para amonestarla por alterar la letra. Antes de que pudiera abrir la boca, Amy se soltó y musitó: -Me voy a la tumba.