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– ¿Qué ocurre, sabe? -le preguntó Oswald al curioso más próximo, un corpulento hombre en mangas de camisa que estaba compartiendo una lata de cerveza con su mujer.

– Me parece que alguien ha perdido un tornillo.

Como si aquellas palabras hubiesen enfocado el fulgor de Nazarill, Oswald vio a alguien entre las ramas, a un hombre vestido con un pijama a rayas y una bata que trepaba con pies y manos por la cara oculta del árbol. El hombre volvió la cabeza cuando Teresa Blake dio un paso tentativo en su dirección, y Oswald vio que se trataba de Harold Roscommon.

– Que no pienso volver ahí dentro -gritó de nuevo-. No se acerque.

Oswald compuso un gesto de reproche en dirección al aforo mientras cruzaba la carretera, pero todos le miraban como si formase parte del espectáculo. Entró en el paseo a largas zancadas, y el crujido de la grava llamó la atención de todos los congregados junto al roble. El anciano estiró el cuello hacia atrás.

– ¿Es George? -exclamó-. Quiero que venga George.

– Los Goudge están intentando encontrarlo, señor Roscommon -dijo la juez.

– No sé dónde puede andar a estas horas -comentó Max Greenberg, como pretexto para sacar a colación su propia preocupación por la hora.

Los dos comedían sus palabras de tal modo que a Oswald no le cupo duda de que intentaban sofrenar sus emociones.

– Entra, Amy -ordenó, cuando su hija se puso a la par. Al final, sí que se había dado prisa-. No discutas. Yo subo enseguida.

Para su fastidio, intervino Greenberg.

– Señor Priestley, si yo fuese usted, no le diría…

– No sabe la suerte que tiene de no serlo, señor Greenberg. Yo soy el padre, y me parece que eso me da derecho…

– Nadie se lo discute, pero es que no creo que quiera que entre sola en estos momentos.

– ¿Por qué no?

Era Amy la que había formulado la pregunta, pero el relojero insistió en dirigirse a Oswald; incluso bajó la voz.

– Creo que la puerta del señor Metcalf está abierta, y no querrá que ella se asome. Al parecer… debe de haber sufrido el ataque al corazón que predecíamos algunos.

Si sus murmullos pretendían pasar desadvertidos para Harold Roscommon, no lo consiguieron.

– De eso nada -dijo el anciano. Añadió, más fuerte-: Está muerto, y había algo ahí dentro con él.

– Hay niños delante, señor Roscommon -amonestó la juez.

– Yo no veo ninguno -protestó Amy. No obtuvo respuesta, dado que el anciano continuó gritando.

– Me da igual. Yo sé lo que he visto. Ni todos ustedes juntos conseguirán meterme de nuevo ahí adentro.

– Quédate aquí, por el momento -le dijo Oswald a Amy. Se volvió hacia Max Greenberg-. ¿Qué cree que ha visto?

– Nadie lo sabe con certeza. Lo que sí que vio fue al señor Metcalf, por eso se habrá puesto así. Había salido de su apartamento para buscar a su hijo y se encontró abierta la puerta del señor Metcalf.

– ¿Ha llamado alguien a la policía y a una ambulancia?

– La policía estará aquí en cuanto le sea posible -respondió Alistair Doughty-, y la ambulancia tiene que venir desde Sheffield.

– Bien hecho, señor Doughty. -La comunidad de Nazarill comienza a unirse, pensó Oswald. ¡Ojala alguien se hubiese atrevido a decirle a la cara al fotógrafo que sus excesos estaban poniendo a prueba su corazón!-. ¿Hay alguien con el señor Metcalf?

– La médica de nuestra planta-contestó la juez-. Fue ella la que le tomó el pulso.

– Me imagino que sabrá lo que se hace -masculló Oswald, lo que consiguió provocar al anciano.

– ¿Qué andan murmurando? -exclamó-. ¿Por qué nadie me hace caso?

– Yo sí -dijo Amy. Antes de que Oswald pudiera evitarlo, se coló por debajo del ramaje-. ¿Qué es lo que ha visto?

Cuando Roscommon se movió para mirarla, arrancó dos puñados de corteza.

– Algo con una boca así de grande. -Agitó su puño nudoso.

– Amy, hazme el favor… -llamó Oswald, pero el anciano chillaba más alto.

– Primero pensé que se habría colado algún perro, porque era demasiado delgado para ser una persona. Entonces me miró, y seguro que era alguien, antes de que le pasara algo a su cara. Se escurrió entre las sombras igual que una araña.

– Ya está bien, Amy, déjalo. -Oswald vio que ella y el anciano se miraban a los ojos con una expresión de complicidad que ni le gustó ni quiso definir-. Ya está bien.

Roscommon estiró un brazo para detenerla. El trozo de corteza golpeó una raíz con el sonido de un martillo en una subasta.

– ¿Tú también lo has visto?

– No lo sé.

– Pues claro que no lo sabe. -Cualquiera que fuese el juego al que estaba jugando Amy, Oswald comenzaba a enfadarse. Fue a por ella, con la intención de obligarla a entrar en Nazarill si era necesario, pero se detuvo al oír la voz de Max Greenberg.

– Han encontrado… está ahí.

Se produjo movimiento en una de las ventanas de la planta de en medio. Una de las cortinas de Úrsula Braine se había corrido a un lado, para revelar a George Roscommon, desnudo por lo menos de cintura para arriba. Se desvaneció de inmediato, antes de regresar para cerrar las cortinas de un tirón.

– Espero que no tarde en bajar -rezongó Teresa Blake. Con algo menos de desaprobación, añadió-: Señor Roscommon, su hijo viene de camino.

– ¿Dónde estaba? Con esa pelandusca, como si lo viera.

– Eso da igual -intentó persuadirlo Amy-. Me estaba diciendo…

La juez frunció el ceño.

– La moral siempre importa, señorita.

– Ya lo sabe. -Oswald agarró a Amy por el codo y le dio la vuelta para mirarla a la cara-. Igual que sabes de sobra que tienes que respetar a tus mayores.

Amy le dedicó una mirada mezcla de conmiseración e incredulidad al tiempo que se soltaba. Miró al anciano, pero este ya no se fijaba en ella; había redoblado sus denuedos por aferrarse al roble como si, pensó Oswald iracundo, lo que ella le había dicho hubiese agravado su pánico. Cuando Amy llegó a la entrada de Nazarill, George Roscommon apareció a la carrera, con los cordones de los zapatos sin anudar ondeando al viento, y le abrió una de las puertas de cristal para que pasara. Amy entró despacio y se detuvo en el pasillo. Antes de que Oswald pudiera moverse o gritar, ella empujó la puerta del apartamento de Dominic Metcalf y entró.

Oswald cruzó el césped a la carrera, patinó en la hierba y subió por el sendero de grava. George se hizo a un lado, con expresión atónita, dispuesto a repetir la acción de abrir la puerta. Cuando las pisadas de Oswald se ahogaron en la alfombra, escuchó que Beth Griffin estaba diciendo:

– No te preocupes, Amy, estaré bien sola.

Al momento siguiente, la puerta de Metcalf se abría de par en par para que Amy saliese y mirase a Oswald sin verlo antes de encaminarse hacia las escaleras.

Al principio, Oswald creyó que Amy no habría visto nada de relevancia, dada la expresión impávida de su rostro. La homeópata estaba de pie en el extremo más próximo de un salón forrado de fotografías enmarcadas que disfrutaba de la iluminación adicional de las luces de todos los cuartos. Estiró un brazo envarado para cerrar la puerta, y Oswald vio un objeto que sobresalía del hueco de la puerta más cercana a la de la cocina. La mano crispada de un hombre.

Al parecer, que fuese rechoncha no significaba que careciera de fuerza. En su última convulsión, había arrancado un puñado de la alfombra marrón. Oswald se preguntó, sin proponérselo, qué les parecería eso a los Goudge, después de todo lo que les había costado alfombrar Nazarill de arriba abajo. La puerta le tapó la vista. Cuando se apresuró a seguir a Amy escaleras arriba, la grotesca noción dio paso a la idea que se había negado a admitir. Fuera lo que fuese que hubiese visto Amy del cadáver de Metcalf, su expresión había parecido implicar que había visto cosas peores.