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8. Nada de juegos

Cuando las familias de los Goudge comenzaron a reunirse el día de Navidad, se hizo evidente que se sentían obligados a mencionar las alfombras.

– Marrón, muy oscuro -dijo la madre de Donna.

– Negro -repuso el padre de Donna, desde la cocina, donde estaba colocando latas de cerveza en el frigorífico.

– Ya no se puede decir esa palabra. -La tía Ethel se detuvo en el salón, apoyada en sus dos bastones, para amonestarlo.

– No bloquees el tráfico, hermana. Esa es otra palabra que ahora tampoco se puede decir -terció la tía Pen, aleteando con sus dedos rechonchos para obligarla a continuar.

Ethel se bamboleó en el umbral del salón, lo que obligó a todo el mundo a acudir en su ayuda hasta que pudo enderezarse con sendos golpeteos triunfales de sus bastones.

– Yo creía que lo que no se podía decir ahora era negro, no marrón muy oscuro.

– Da igual negro que marrón. -Pen volvió las palmas hacia arriba y comenzó a agitar los dedos como si quisiera conjurar la respuesta de la nada-. Lo que no se puede decir es «negro», con ese tono.

– Dejar de hablar no cambia nada -terció el padre de Donna-. Lo único que se consigue es que la gente crea que sí supone alguna diferencia.

Aquello propició el bufido de desdén general con el que la familia solía celebrar sus reflexiones. La madre de Donna aprovechó para cambiar de tema.

– Pareces cansada -le dijo a Donna.

Le ocurría a menudo, pero en esta ocasión, la causa de su cansancio no había sido una noche de fiesta. Dave cruzó la cocina tras haber trinchado el pavo y devolvió el plato al interior del horno. Apretó la muñeca de Donna.

– Nos acostamos tarde y nos hemos levantado temprano.

Donna se aferró a su mano a modo de respuesta, para evitar que siguiera por ese camino. Si bien resultaba evidente que no estaba a punto de describir en qué habían empleado la mañana, aparte de en preparar la cena, y en asegurarse de que todos los recuerdos de la familia (fotografías y cojines y adornos tan espectaculares como inapropiados y horrendos, lo que los había relegado al trastero hasta ese momento) resultaran bien visibles sin ocupar una posición de honor con respecto a los demás; esperaba que tampoco fuese a mencionar lo acaecido la noche anterior. Como si hubiese pronunciado sus pensamientos en voz alta, sonó el timbre del telefonillo.

– ¿Voy yo? -preguntó Pen, que era la que estaba más cerca.

– Supongo que serán los míos -dijo Dave-. Espera… Pen ya había pulsado el botón bajo el altavoz con un dedo intrépido.

– En fin, da igual -se resignó Dave. -¿Lo he hecho mal?

– No, qué va, lo que ocurre es que antes de abrir solemos preguntar quién es.

– Haberlo dicho -le regañó Pen. Apoyó un nudillo en el otro botón-. ¿Quién es?

– Me parece que ya han… -comenzó Dave, pero ella lo acalló con un chistido que rivalizaba con el ruido que emitía el altavoz. Sin soltar el botón, acercó la cabeza a la caja-. No distingo nada -dijo, al cabo. Se enderezó-. Estaban cantando.

– Alguna murga -sugirió Ethel, aunque solo Pen había escuchado algo que no fuera el sonido de la estática.

– Era más como si entonaran algo. Demasiado lejos y demasiado cerca, no sé si me explico.

Lo cierto era que no, pero el padre de Donna dijo:

– Le pasará algo al cacharro.

– A lo mejor suena aunque no llamen aquí -convino su esposa.

– Una de las chicas del club conocía a alguien que le pasó algo parecido -comentó Ethel-. Pensó que se estaba volviendo loca porque no dejaba de oír voces, hasta que el dentista descubrió que sintonizaba la radio con los empastes.

– Qué pena que no puedan sacarle todas las chaladuras de la cabeza a la gente así de fácil -dijo el padre de Donna.

Dave pareció decepcionado cuando aquella reflexión no fue recibida por el acostumbrado bufido.

– Antes creían que sí.

Donna le abrazó la cintura a modo de promesa de postrer recompensa si conseguía aguantar el tipo como hasta ese momento, pero el timbre de la puerta intervino a su favor. En cuanto Pen hubo respondido, los padres de Dave y su tío Rodney profirieron el «A Belén, pastores», coincidiendo en casi la mitad de las notas.

– Sería eso lo que habías oído, Pen -dijo Ethel.

– No -repuso Pen, mientras dejaba pasar a los recién llegados-. Hazme el favor de sentarte, Eth. Pareces un torniquete ahí plantada delante de la puerta.

– Qué alfombras más mullidas -había esperado a ensalzar la madre de Dave, lo que bastó, no ya solo para reavivar el tema, sino para enfrascar a los invitados en una competición por ver quién alababa mejor el gusto y el talento profesional de Dave y Donna. Para cuando se hubo aplacado el vocerío, Donna había conseguido sentar a las dos familias en el salón mientras Dave servía las bebidas. Rodney se limpió el poblado bigote con el dorso de la mano como preámbulo antes de quitarle la espuma a su cerveza de un sorbo, y posar la jarra para que las luces intermitentes del árbol de Navidad transformaran la bebida en distintas pociones.

– Tengo entendido que se montó una buena aquí mientras la gente decente estaba soñando con los angelitos.

– Supuse que estarías por aquí. He visto tu carraca -le estaba diciendo el padre de Dave al de Donna. Le dio la espalda antes de recibir la réplica-. ¿Que se montó una buena?

– Era gente de aquí, ¿no, Dave? Unos muertos y otros chiflados, según me ha contado el amigo que tengo en Nazareth Row mientras nos tomábamos unas pintas en Libras a la salud de las fiestas.

– No creo que te puedas volver loco si ya estás muerto – dijo Ethel.

– ¿Por qué no? A lo mejor el Día del Juicio es así, una casa de locos.

– No seas morbosa, Pen -regañó Ethel. Cogió el vaso de ginebra por el que había soltado el bastón-. Venga, por los difuntos, quienes quiera que fuesen.

Se levantaron los vasos y se murmuró el brindis, antes de que Pen añadiera:

– Menudo día para irse al otro barrio.

– No murió en Navidad, el que murió -aclaró Dave-. Los médicos dijeron que debía de haber sufrido un ataque al corazón hacía días. Hacía una semana que nadie lo veía por aquí, desde que nos hiciera una foto de grupo.

Hasta ese momento, Donna había procurado no pensar que el fotógrafo había pasado varios días muerto tan cerca de ella como el árbol al otro lado de la ventana, pero ahora sentía aquella idea igual que una presencia que hubiese permanecido agazapada en el edificio, a la espera de que se hiciera de noche. Cuando las familias hubieron terminado de expresar su pesar según la efusividad de cada uno, su padre dijo:

– ¿Saldrá?

Donna se estremeció.

– ¿Qué va a salir de dónde?

– Que si sale. Que si está bien. Que si la reveló.

– Ah, las fotos -dijo Donna, con un amago de risa-. Supongo que los negativos andarán por ahí, estaría trabajando en ellos.

Aquello fue recibido con algunos murmullos de comprensión. Rodney debió de sentirse como si le correspondiera preguntar:

– ¿Quién se volvió loco?

– Esos que estaban jugando a lo que fuese mientras veníamos en coche hasta aquí tenían una pinta extraña -apuntó Pen.

– ¿Quiénes eran esos? -quiso saber el padre de Dave.

– Estaban venga a darle vueltas a una señora mayor ahí abajo, y ella no tenía pinta de estar pasándoselo nada bien.

– Ahora no había nadie abajo -dijo Dave-. El vejete que vive ahí con su hijo encontró el, ya sabéis, al fotógrafo, lo que te imaginarás que es suficiente para alterar a cualquiera, tío Rod. Su hijo ha tenido que llevárselo a Manchester, a casa de unos parientes.

– Te quedaste dormida en la autovía, Pen -terció Ethel-. Demasiado jerez con el pastel de carne en mi casa.

– ¿Estás diciendo que no vive nadie justo debajo de vosotros? -preguntó Pen.

– Ahora mismo, no. Por el momento -respondió Donna, aunque el cambio de palabras no supuso una gran diferencia.