– Estoy segura de que tendréis a alguien ahí abajo antes de que os deis cuenta-dijo su madre-. Pen ha estado pensando en las partidas que vamos a echar después de cenar. Voy a echarle un vistazo a tu pájaro, Donna, no vaya a ser que empiece a chillar para salir y no ahogarse con el humo.
– Vamos juntas. -Cuando llegaron a la cocina, Donna murmuró-: Os lo iba a contar, a papá y a ti. Lo que pasa es que no quería estropear la velada.
– Ya procuraremos nosotros que eso no ocurra -repuso su madre, tan presta que Donna a punto estuvo de creerse que no se había enfadado porque la familia de Dave se hubiese enterado primero. Sacó el pavo para atravesarlo con el tenedor-. Con siete horas tendría que bastar, incluso para uno tan regordete.
– Cada año se quedan más arrugadas y resecas -dijo Donna, a propósito de las verduras que componían la guarnición.
– No hables así de tus tías.
El entrechocar de los platos despertó las ansias de ayudar de las dos familias, y solo el abastecimiento de más bebidas consiguió persuadir a todos los parientes para que retomaran sus asientos. Menos a Ethel, que se repantigó en una butaca y dirigió a las sirvientas como una anfitriona sedentaria. Media hora después de que Donna y su madre hubieran recalado en la cocina, todo el mundo se encontraba sentado por fin alrededor de la abarrotada mesa ovalada. Cuando Dave esgrimió el trinchete y el cuchillo, Pen despertó de una de sus cabezadas.
– ¿Es que nadie piensa bendecir la mesa?
– Señor, bendice… -comenzó Rodney.
Dave practicó la primera incisión y ya fue demasiado tarde, aunque Donna habría seguido las indicaciones de Pen si hubiese sido capaz de acordarse de las palabras.
– Yo no habría podido hacerlo mejor -celebró la madre de Donna después de dar el primer bocado. Aquellas palabras eran bendición suficiente-. Por la cocinera.
– Por la cocinera -corearon los invitados, con mayor o menor énfasis, con los vasos en alto, y Donna se dispuso a disfrutar de la cena tanto como la que más. Solo el baile de las llamas encima del postre cuando Dave prendió fuego al brandy la desconcertaron, o puede que fuese la mueca de Pen tras ellas lo que lo hiciera, con el rostro parpadeando y ondulando como si el fuego estuviese tan cerca de su rostro como pareció por un instante. Pen se refugió en otra cabezada cuando hubo terminado la cena, después de que varios de los comensales hubieran declarado que no podían más antes de demostrar lo contrario, y las familias comenzaron a discutir sobre quién tenía que recoger la mesa y fregar los platos. En el último momento se llegó a un acuerdo según el cual todos los hombres tendrían que ocuparse de esas tareas, lo que dejó a las mujeres hablando por encima de Pen y especulando acerca de cuánto tardaría en caérsele de la cabeza el gorro de papel. Cuando Donna cerró las cortinas, el entrechocar de las anillas de madera consiguió que Pen farfullara en sueños. Ethel golpeteó el suelo con sus bastones, lo que solo consiguió que los hombres acudieran a ver si había ocurrido algún accidente.
– ¿Qué dice la rara de tu hermana? -quiso saber Rodney o, en cualquier caso, lo preguntó.
– Las tonterías de siempre.
Pen levantó la cabeza a ciegas. El gorro de papel crepitó como si su cabello fuese una hoguera. -Se acerca a la casa -anunció.
– Menos mal que la conocemos, o tendríamos que encerrarla -dijo Rodney, dirigiéndose a ella. Puede que, de algún modo, aquello propiciara su protesta.
– No me gusta esa bañera. -Nada más de lo que musitara parecía merecerse el esfuerzo de dilucidarlo, hasta que los hombres regresaron de la cocina, con aires de suficiencia.
– ¿Vamos a dejarla en trance? -preguntó el padre de Donna.
Ethel golpeteó el suelo con tanta fuerza que se estremeció, y Donna se imaginó que las vibraciones invadían la habitación vacía y oscura de abajo. Estaba a punto de pedirle a su tía que se estuviese quieta cuando la durmiente parpadeó y miró alrededor.
– Estamos en casa de Donna-dijo la madre de esta-. ¿Qué estabas soñando?
– Nada. Si solo me he quedado traspuesta un segundo. ¿Vamos a jugar ahora? Vamos a jugar a eso en lo que hay que juntar las partes de un cuerpo.
– Ese está bien -se prometió Donna a sí misma en voz alta. Fue a buscar unos folios y un puñado de bolígrafos del trastero, que olía a los vistosos catálogos que Dave y ella se habían llevado a casa para consultar. La ausencia de ventanas encarcelaba el olor, igual que la puerta cuando se cerró despacio; aislándola de las voces de sus parientes. Se puso una pila de folletos debajo de un brazo y abrió la puerta de un tirón, sintiéndose como si estuviese escapando de una celda que no hubiese sabido que contenía el apartamento-. Aquí hay para todos -dijo, mientras se apresuraba a regresar junto al grupo. Repartió una hoja para cada uno y, cuando los bolígrafos y los folletos se hubieron distribuido a su vez, se sentó en el brazo de la silla de Dave-. Empieza tú, Pen.
Pen se tomó su tiempo con la cara. Se encorvó sobre la hoja extendida encima del folleto hasta que pareció que, en vez de asegurarse de que nadie viera lo que estaba dibujando, era incapaz de enderezarse. De repente, dobló la hoja donde había dibujado y se la pasó a su hermana.
– Hombros.
Era ella la que había dirigido el juego desde que Donna era pequeña.
– Pecho, un poquito de los brazos… tripa, codos… caderas y muñecas…
Donna estaba a cargo de los pies en esa ronda, y les puso unas botas claveteadas cuyas punteras miraban en direcciones opuestas. Le entregó el montoncito a Pen, que lo desdobló y lo sostuvo en alto.
– Oh. -Aquel no era el grito de sorpresa con el que acostumbraba a recibir el resultado del juego, por lo que no todos los jugadores se rieron.
Las diversas secciones de la figura nunca casaban pero, no se sabía cómo, algo había salido mal. El rostro, sonriente y desgreñado, parecía decidido a ignorar su cuerpo largo y flacucho, que parecía entregado a una especie de baile grotesco, o pender de la cabeza ladeada encima del cuello estirado. Incluso los tobillos peludos que sobresalían de las botas, demasiado largas, habían dejado de hacerle gracia a Donna.
– Salí con ella una vez-dijo Rodney, lo que consiguió que Donna encontrara una carcajada en su interior y que Pen propusiera otra ronda.
Esta vez fue casi un éxito. La cabeza que dibujó Ethel, con un gorro con borla coronando su calva coronilla, estaba sacando la lengua, lo que provocó el regodeo de casi todos los
jugadores, si bien a Donna le sobraba el hilo de saliva que se escapaba por una de sus comisuras, donde se le había escapado el bolígrafo a su tía. Rodney empezó la siguiente, pero la cabeza que dibujó tenía los ojos tan desorbitados que no le
hizo gracia a nadie.
– Me está mirando -se quejó Pen-. Tápala. -Después de eso, siempre encontró algún aspecto de cada figura que no era de su gusto. Cuando se metió con un par de manos huesudas que parecían estar hundiendo las uñas en la página para menear el cuerpo que habían ensamblado (manos que la madre de Dave no recordaba haber dibujado así, aunque no podía ser de otro modo), Donna creyó que había llegado el momento de hacer una pausa.
– Vamos a jugar ahora a las consecuencias.
– Eso sí que es inofensivo -dijo Pen. Escribió la primera línea. «El hombre con el que se encontró», le recordó a su hermana que escribiera, y acompañó cada cambio de manos de la hoja con alguna dirección-: La hora… El lugar… Dijo él… Dijo ella… Luego ella… Y él… Y la consecuencia fue… -Dona escribió la consecuencia más optimista que se le ocurrió y le entregó el puñado de hojas, ya poco menos que un montón, a su tía-. La reina se encontró con… -comenzó Pen, antes de inquirir-: ¿Qué es este garabato?
– Napoleón -interpretó su hermana, no sin cierto resquemor ante la crítica a su caligrafía.
– La reina se encontró con Napoleón, a las trece horas, en el brezal agostado. «Puedo enseñarte a volar», dijo ella, seguro, Rodney. «¿Bailamos?», dijo él, no creo. Luego ella dio tres vueltas corriendo alrededor del roble, supongo que será ese de ahí fuera, y él, ¿esto es algo que quieras hacerle a alguien, Dave?, se encerró en el cuarto más pequeño, el mejor lugar para él. Y la consecuencia fue que, esto tampoco lo entiendo. Que los dos vivieron nosequé para siempre.