– Juntos -dijo Donna.
– Yo pensé que ponía puercos. Los dos vivieron como cochinos y comieron perdices.
– Bueno, pues no pone eso -objetó Donna. Le pareció que estaba armando demasiado jaleo-. Tía Ethel, esta vez empiezas tú.
– ¿No podemos jugar a otra cosa? Tanto escribir me está moliendo las articulaciones.
– Vamos a jugar a ese con el que siempre me forro.
– Se llama Monopoly, Pen.
– Ya sé cómo se llama. A mí todavía me rige la cabeza, no como a ese fulano que vivía aquí.
– Nosotros miramos -le dijo la madre de Dave a su hijo-. Vamos a tener que irnos a casa antes de que termine la partida, si queremos estar en condiciones de ver mañana a la familia.
– Voy a preparar café -dijo Rodney, como si le hubiesen facilitado la excusa en el momento oportuno.
Dave cogió el juego del trastero, pero no tuvo el éxito de costumbre. Donna, quizá por sentirse cansada, descubrió que los comentarios de Pen le atacaban los nervios.
– Asegúrate de que no vive nadie ahí dentro -dijo Pen, cuando los edificios de plástico comenzaron a aparecer encima del tablero. Cada vez que conseguía comprar alguna casa, la sacudía con energía y escrutaba la oquedad de su interior. Una mala racha con los dados la mandó a la cárcel tres veces seguidas-. Hala, otra vez a la jaula. Podíais coger la llave y tirarla dentro de un pozo -se quejó. Mientras los demás jugadores movían sus fichas por el tablero, comentaba-: Venga, a pasar todos, como si no estuviera. -Antes de que hubiera tenido ocasión de liberar su ficha de la cárcel, había dado otra cabezada y volvía a murmurar en sueños-. Gira, gira, parad ya, me estoy mareando – musitó, y-: Apartadlo, ya me callo, de verdad. -Cuando comenzó a emitir un lamento quejumbroso, Ethel la zarandeó para que se despertara, por lo que se mostró inusitadamente agradecida.
– Me parece que nos tenemos que ir moviendo -dijo la madre de Donna-. Ha sido un día muy largo para nuestros anfitriones. Hagamos como que lo han comprado todo.
Pen empujó su ficha con una uña y derribó varias casas de color rojo chillón.
– Se pueden quedar con todos esos solares abandonados.
Al cabo, todos los invitados se habían puesto los abrigos; Ethel se negó a que le ayudaran a ponerse el suyo y Pen no quiso ser menos. La madre de Donna le dio un sonoro beso de despedida a Dave, y luego a su hija.
– Gracias a los dos por hacer de este un día especial.
Tras acompañar a sus huéspedes al exterior y ver cómo se alejaban los coches por el paseo, donde los dos pares de luces de freno destellaron antes de girar y salir de los jardines, Donna soltó la cintura de Dave y cerró la mano alrededor de la manilla congelada de una de las puertas de cristal.
– Menudas Navidades, ¿no te parece?
– Todavía no se han terminado. -Dave le cogió la mano libre con las dos suyas, casi lo bastante calientes como para contrarrestar el frío del metal-. Te diré lo que pienso. Creo que no tendríamos que permitir que lo que le haya ocurrido a esa pobre gente nos estropee las fiestas.
– Ya.
– No te habrán entrado las dudas ahora, ¿verdad? No te las guardes. No me gustaría vivir en un sitio donde tú no estés a gusto.
– Me sentiré mejor cuando vuelva a haber más gente. -Si el calor de la planta baja parecía ilusorio, se debía tan solo a que el frío de la noche había calado hondo en ella. Pensó que habría que reemplazar la alfombra estropeada del salón del fotógrafo, lo que desencadenó un recuerdo mientras se apresuraba a llegar a las escaleras, por delante de Dave-. ¿Te acuerdas de cuando vinimos a medir?
– ¿Cómo iba a olvidarlo? Parecía el día más frío del año. -Exagerado, para estar en mayo.
– Pero solo hacía frío ahí dentro, ¿verdad? No sé…
– Yo tampoco, si no me lo cuentas.
– ¿Tú crees que sería eso lo que hizo que nos equivocáramos, el frío? Nunca habíamos sido tan descuidados.
– Nos estaremos convirtiendo en un matrimonio viejo. Tendremos que cuidar el uno del otro.
– Eso siempre lo hemos hecho, ¿verdad? Sigo sin comprender cómo pudimos creer que había tantas habitaciones en este sitio.
– Nos pasamos de listos. Recuerda que, dado que todos los apartamentos tenían la misma planta, nos figuramos que bastaba con tomar uno como modelo. Me parece que alguien no dejaba de decir «Dios, qué frío» y «Venga, démonos prisa». ¿Qué más da? Al final nos pusimos de acuerdo. Estar juntos trata de eso.
– No solo de eso. -Donna estaba intentando identificar el momento en el que habían decidido que les gustaría mudarse a Nazarill; sin duda no fue aquel primer día, frío y confuso. Empero, según creía recordar, había sido entonces cuando se le ocurrió la idea-. Vamos arriba.
– Eso, vamos.
– No me refería a eso.
– Yo pensaba que a lo mejor te animaba, después de todo. Si no quieres, nada.
– Sí que quiero -decidió, cuando hubieron llegado a su puerta. En cuanto esta se hubo cerrado, le demostró cuánto quería, atrayéndolo hacia sí, buscando su lengua con la de ella y encajando un muslo entre sus piernas. Cuando Dave y ella se separaron para recuperar el aliento, dijo-: Deja que me deshaga de todo lo que he bebido.
– Estaré esperando.
En el dormitorio, cerró las pesadas cortinas, tras las que el roble manoteaba en dirección a la luz de la habitación, y se tumbó encima del edredón. Escuchó cómo Dave apagaba la luz del cuarto de baño, y la de la cocina, y la del salón, y la del recibidor. Aquella era su oscuridad privada, se adueñarían de ella los dos juntos; no debía sentirse como si estuviese invitando a subir a la oscuridad de abajo. Cuando Dave entró en la habitación, ella no habló hasta que él se hubo acercado a la cómoda.
– Dave…
– ¿No te apetece?
– Me toca, ¿no?
– Solo si quieres. No es obligatorio, ya lo sabes.
– Sí que quiero. -Ponerse a merced del otro conseguía que se sintieran más unidos-. Sí quiero -dijo, como si repitiera los votos matrimoniales. Extendió los brazos y las piernas mientras él sacaba los cuatro pañuelos de seda del cajón superior-. Más fuerte -dijo, cuando él le ató la muñeca izquierda con un nudo del que podría liberarse con un tirón-. Que parezca de verdad -insistió, y utilizó la mano libre para atar un segundo nudo encima del primero, todo lo fuerte que pudo.
– No te cortes la circulación.
– Espero que tú me la avives -dijo Donna, agitando la muñeca maniatada en dirección al poste para que Dave la asegurara. Tiró de todas las ligaduras cuando él hubo terminado de atarlas-. Ahora puedes hacer conmigo lo que quieras.
Un cosquilleo delicioso le recorrió el torso y los muslos cuando él comenzó a desabotonarle la pechera del vestido, largo casi hasta los tobillos. Dave besó cada parte de su cuerpo que encontró, y cada beso le hizo sentirse un poco más joven y algo más ansiosa de él. Cuando le hubo abierto el vestido, desabrochó el sujetador de cierre delantero y se entretuvo besándole los senos. Arrodillado en el suelo, con los codos encima del edredón, se apoyó en la cama para lamerle el estómago. Le quitó el botón de las bragas, ella se sintió abierta, anticipando su boca. En ese momento, sonó el teléfono en el salón.
– Vete -musitó Dave, con los labios y la barba que había tenido tiempo de crecer ese día cosquilleando sobre la cadera de su esposa. Se quedó acuclillado junto a su vientre. El teléfono profirió seis pares de timbrazos antes de enmudecer, a medio camino del séptimo-. Vuelve a llamar -farfulló Dave. Trazó el perfil de aquella cadera con la lengua. Comenzaba a incorporarse sobre los codos cuando el teléfono volvió a sonar con