estridencia. Levantó la cabeza-. ¿Lo cojo?
– Déjalo. No puede ser nadie de nuestras familias, acabamos de decirles adiós.
– Aunque podría tratarse de una emergencia, ¿no? -Palmeó la colcha con ambas manos y se incorporó-. Si no me entero voy a preocuparme. No tardo nada.
– Cuanto más tardes, más vieja seré cuando vuelvas -dijo Donna, con la cabeza levantada para ver cómo salía de la habitación a toda prisa. Solo podía distinguir un parpadeo en el recibidor a oscuras, la intermitencia de las luces del árbol de Navidad. La puerta comenzó a cerrarse detrás de él-. Deja la… -comenzó a decir, pero lo más importante era que llegase a tiempo de contestar al teléfono, así que dejó caer la cabeza en la almohada, que se acolchó alrededor de sus orejas. Oyó cómo encendía Dave la luz del salón, sin que aquello afectara a la visibilidad de lo poco del recibidor que podía ver. Se escuchó un golpeteo mezclado con timbrazo interrumpido.
– ¿Diga? Casa de Dave y Donna Goudge -dijo Dave, de forma atropellada.
A entender de Donna, aquello no obtuvo más respuesta que el crujido del colchón cuando ella flexionó las manos y los pies, que se le estaban quedando fríos y entumidos.
– No entiendo lo que me dice -respondió Dave, por fin-. ¿Quién es?
– No es nadie. Deséale una feliz Navidad y que se vaya a dar la tabarra a otra parte. -Donna miró por encima de sus pómulos al trozo de recibidor en penumbra. Cerró los ojos cuando le empezaron a doler. A través del acolchado de la almohada, oyó que Dave decía:
– Lo siento, pero no entiendo nada. Vuelva a llamar.
– Ahora no -suplicó Donna. Lo habría repetido más alto para que Dave la oyese, si él no hubiese añadido:
– Si no es urgente, espere a mañana. -Su voz sonaba más apagada. Donna asumió que le había dado la espalda al dormitorio. En ese momento, escuchó un ruido sordo a los pies de la cama. Abrió los ojos a tiempo de ver cómo se cerraba la puerta. La habitación se quedó a oscuras.
¿Había atisbado un movimiento cerca del interruptor? Habría sido la sombra de la puerta. Inhaló para recuperar el aliento que había perdido al boquear. Quiso llamar a Dave, pero se obligó a decir:
– No lo hagas, Dave. No tiene gracia, después de lo de anoche. Sé que estás ahí.
Aquello no obtuvo ninguna respuesta audible, pero no necesitaba oírlo para sentir su presencia en la habitación. Estaba avanzando sin hacer ruido por la mullida alfombra, a gatas quizá. Nunca se hubiese imaginado que su esposo pudiera ser tan estúpido. Esperaba que pudiera ver tan poco como ella en la oscuridad que propiciaban las cortinas cerradas, que se tropezara con algo. En cualquier caso, la estaba poniendo tan nerviosa, tan furiosa, que se sentía al borde del llanto.
– Dave, ya está bien -dijo, más alto-. No esperes que así vaya a ponerme cachonda. -Su reprimenda cayó en oídos sordos; ni siquiera estaba segura de haber pronunciado la última palabra. El teléfono acababa de emitir la nota solitaria que indicaba siempre que se había colgado el auricular. Dave seguía en el salón.
Intentó llamarlo a gritos, pero sentía la lengua paralizada dentro de la boca. Seguro que Dave había emprendido el regreso al dormitorio. Empujó las manos en dirección a los postes de la cama, en un intento por aflojar los nudos, trató de arañar los pañuelos que la maniataban. No llegaba. Lo único que había conseguido era hacerse daño en las palmas. Cayó en la cuenta de que, a esas alturas, Dave ya debería haber vuelto, ¿Estaría esperando junto al teléfono por si volvía a sonar? Forcejeó con sus ligaduras y el pañuelo que le sujetaba la muñeca izquierda se soltó del poste.
Golpeó el puño contra el colchón. De repente, se temió que hubiese podido llamar la atención. Abrió la boca, le daba igual el ruido que pudiera hacer con tal de llamar a Dave, consciente de que el resto de sus ataduras permanecían intactas. En ese momento, algo se deslizó sobre su diafragma desnudo.
Su tacto era tan insustancial que consiguió creerse que se lo estaba imaginando, pero ahí había algo… un trozo de lo que fuese había reptado hasta ella en la oscuridad cegadora y se inclinaba sobre ella, con un silencio que era peor que cualquier voz o respiración. Antes de que pudiera figurarse lo que podría tocar, descargó un puñetazo para repelerlo.
La substancia sinuosa se apartó y, por un momento, consiguió creer que no debía de ser más que el pañuelo que se habría tirado encima ella sola sin darse cuenta. Acababa de ocurrírsele aquella idea cuando sus dedos, abiertos en la oscuridad, tocaron la substancia que seguía pendiendo sobre ella. Cabello.
Su tacto era el de telarañas cargadas de polvo. Se adhirió a sus dedos cuando intentó sacudírselo de encima, sin conseguir más que enredarlos. Escuchó un sonido que hubiera podido haber sido provocado por un trozo de esparadrapo mojado al despegarse. Sintió cómo se desprendía el mechón de cabellos de un cuero cabelludo y yacía fláccido sobre su mano. También escuchó los pasos de Dave en el salón, pero llegaba demasiado tarde; de hecho, la perspectiva de que entrara y encendiera la luz le resultaba tan desoladora que se habría tapado los ojos con la mano si esta hubiese estado vacía. Su brazo quedó suspendido en el aire, trémulo, cuando él se detuvo al otro lado de la puerta.
– ¿Quién la ha cerrado? -escuchó que se preguntaba Dave-. ¿Estás levantada, cielo? -El pomo giró con un débil chirrido y la puerta se abrió.
Solo el árbol de Navidad iluminaba el recibidor con su luz intermitente pero, a sus ojos, hambrientos de claridad, incluso aquello bastó para aliviar la negrura del cuarto. Estaba casi segura de ver una silueta increíblemente delgada que bajaba por un lado de la cama. De inmediato, se retiró agazapada, de soslayo, a una esquina de la habitación, al interior de la alcoba formada por la pared y el armario, hasta desaparecer igual que si se la hubieran tragado las tinieblas.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó Dave, al tiempo que encendía la luz de un manotazo.
La bombilla debajo de la pantalla aflautada de vidrio tallado se encendió antes de que Donna hubiese podido apartar los ojos de la esquina. A excepción de la sombra del armario, que le otorgaba el aspecto de una celda lúgubre, estaba vacía. Aquello habría supuesto un alivio si no hubiese tenido la desoladora certeza de que seguía mirándola para no ver lo que sujetaba en la mano.
– Lo siento. Era un chalado que parecía que tuviese un trapo en la boca -dijo Dave-. ¿Ocurre algo, cariño?
Donna no podía hablar. Levantó el puño para enseñarle lo que no se atrevía a mirar por sí misma.
– Quieres que te los quite. -Se apresuró a acudir junto a ella-. ¿Te has asustado? No te habría dejado sola y a oscuras si hubiese sabido que ibas a pasar miedo. No tenía que haber apagado la luz, y la puerta lo remató al cerrarse.
El pelo le rozaba el dorso de la mano. Miró a Dave, deseando que se fijara. Dado que parecía que no le quedaba más alternativa, se obligó a mirar. No tenía nada en el puño, no había nada entre sus trémulos dedos cuando los estiró. Solo el pañuelo le bajaba por el brazo.
– Estás bien, ¿verdad? -dijo Dave, mientras deshacía el nudo que le sujetaba la otra muñeca.
– Se me pasará -le dijo y, lo más importante, se dijo Donna-. Esta noche no, ¿vale? Abrázame. -En cuanto la hubo liberado, se retiró debajo del edredón, dejando que él se ocupase de recoger el vestido y la ropa interior, que metió en el cesto de la ropa sucia del cuarto de baño. Estaba a punto de pedirle que se diera prisa cuando él ya había vuelto. Se le había pasado la oportunidad de pedirle que encendiera todas las luces. Además, aquello hubiese sido arduo de explicar. Quería creer que él tenía razón al pensar que solo se había asustado al quedarse a oscuras-. Abre las cortinas, una rendija -le pidió. Cuando se hubo reunido con ella bajo la colcha, se abrazó a él con fuerza, sin dejar de mirar la columna de oscuridad de la esquina próxima al armario. No parecía que allí hubiese nada. El tacto de la piel de Dave, cálida y conocida, contra la suya suponía un alivio. No obstante, tardó mucho tiempo en cerrar los ojos, y mucho más en quedarse dormida.