9. El secreto del árbol
Cuando el roble comenzó a ladearse en medio de una falta absoluta de su propio sonido, Amy abrió la ventana del salón. Observar a los hombres que aplicaban las motosierras a las ramas y al tronco era como ver una película sobre los hechos, pero ahora parecía que le hubiesen robado la voz al árbol. Soltó el pestillo que aseguraba las dobles hojas gemelas y levantó la más baja en el momento en que se desplomaba el tronco. Profirió un gruñido de protesta, como si le hubieran desencajado sus mandíbulas de madera, antes de que se produjera un silencio similar a la ausencia de una respiración, antes de que los restos del árbol se estrellaran contra el césped con un estrépito que sacudió a toda Nazarill. Una bocanada de aire gélido, cargado con los olores a putrefacción y madera vieja, entró por la ventana, desordenando las postales navideñas dispuestas en fila en la moldura sujeta con cintas. Cuando las tarjetas hubieron dejado de aletear, su padre salió a toda prisa del cuarto de baño, envolviéndose en una toalla.
– Por el amor de Dios, niña, ¿qué has hecho ahora?
– ¿A ti qué te parece?
– ¿Qué has roto? ¿Has tirado algo por la ventana?
– ¿Como qué?
– Como algo que no quieres que yo vea, por ejemplo. No sé ni la de cosas que habrá en tu cuarto que entran en esa categoría.
– Qué pena que nunca lo vayas a saber. Porque si empiezas a fisgar en mi habitación pienso irme de casa, y no podrás impedirlo.
– Vamos a dejarnos ya de idioteces -dijo Oswald, aunque Amy sabía perfectamente que en realidad se lo estaba pidiendo solo a ella. Las motosierras volvieron a entrar en acción, ya de forma audible, y ella vio que su padre caía en la cuenta de lo que había ocurrido. Oswald comenzó a secarse el pecho canoso con la mano que no sujetaba la toalla alrededor de su cintura-. Y cierra la ventana, hazme el favor, a ver si quieres que coja una infección.
– ¿No te da pena?
– ¿El qué tendría que darme pena?
Yo, fue el pensamiento fugaz de Amy, pero no quería que nadie sintiera eso por ella. -Cómo me tratas.
– Cielo santo, ¿y cómo se supone que te trato?
– A veces, como si ni siquiera fuera una persona.
– Eso es muy injusto, y lo sabes. Te trato como se merece la forma en que te comportas. -Señaló a la ventana con un dedo, y una gota de agua salpicó la frente de Amy-. Y tu comportamiento, ahora mismo…
Sonó el telefonillo al final del recibidor. Aleteó enfadado con la mano libre y sujetó la toalla con la otra mientras regresaba al cuarto de baño.
– Quieres cerrar la ventana y responder y, si es la señorita Griffin, dile que quiero hablar con ella. Estoy seguro de que las pastillas que te da son responsables en parte de tu mal genio.
Cuando Amy escuchó cómo se encerraba en el cuarto de baño, se sintió como si estuviera encerrándola a ella. El problema era que no podía evitar hacer lo que le había pedido. El rugido de las motosierras estaba comenzando a provocarle uno de esos dolores de cabeza que solía aliviar la medicina de Beth, y quería ver quién había llamado. Bajó la ventana. Fue como tapar una boca; era como si se hubiesen apagado las motosierras. Cruzó el silencio imperioso para espiar por la mirilla de la puerta al final del recibidor. Un hombre diminuto, vestido de negro, aguardaba en el pasillo deformado.
Dado que no se trataba de nadie que hubiese visto con anterioridad, su primera reacción fue preguntarse cómo habría entrado en Nazarill. Abrió la puerta para reemplazar su imagen reducida por el metro ochenta de su persona. Debía de tener unos treinta años, o estaba decidido a aparentarlos; era de constitución nervuda, tenía una mata aplastada de cabello rubio y un rostro inmaculado que, más que afeitado, parecía plisado, con pómulos marcados recalcados por el mentón. Su traje era de un azul tan oscuro que bien pudiera haber sido el negativo de su camisa blanca. Solo el azul pálido de su corbata aportaba una nota de color.
– Buenas tardes, señorita -saludó, con trazas de acento de Yorkshire-. ¿Están tus padres en casa?
– Mi padre. Ojala… -No quería admitir lo que estaba a punto de decir, y a él no le importaba-. Se está vistiendo.
– Volveré en otro momento. Dile que ha venido Rory Arkwright, de Houseall.
– Me ha dicho que le diga que espere. -Por lo menos, ella sí que quería que esperara. Tendría muchas preguntas que hacerle al visitante, cuando se le ocurrieran-. No creo que tarde. -Aquello era tanto una advertencia para ella misma como una invitación para el recién llegado.
Cuando ella se hubo apartado, él entró y cerró la puerta sujetando el pestillo con dos dedos, antes de dedicarle una serie de rápidos parpadeos a las ilustraciones que adornaban el recibidor.
– ¿Eres tú la artista?
– No. Entonces sería su abuela y estaría un poco loca.
– Ya veo que esa descripción no se ajusta a ti. -Tras haberla seguido hasta dejar atrás todos los ojos y entrar en el salón, descubrió algo más que decirle cuando se fijó en la balda para los libros-. Así pues, lectora.
– Todos esos los encuadernó mi madre.
– Conque eso era. Impresionante. ¿Puedo sentarme?
– Para eso están ahí las sillas.
Se sentó en una para demostrarlo. Ya se le había ocurrido una pregunta mientras él se posaba en el borde del sofá, pero el hombre no estaba dispuesto a dejar el tema sin presentar batalla.
– Deben de ser buenos -dijo, señalando a los libros con la cabeza.
– ¿Por qué?
– Porque tu madre se ha tomado mucho tiempo para conseguir que parezcan especiales.
Aquello y la expresión del hombre le habrían dado a Amy motivos para replicar, lo que habría implicado cierta deslealtad por su parte, si no hubiese tenido una respuesta más útil ya preparada.
– Igual que hicieron ustedes aquí, quiere decir.
– Pues sí, ya que lo mencionas.
– A veces, la gente procura que las cosas tengan buena pinta para encubrir cómo son en realidad.
– No creo que te refieras a tu madre.
– Ni se me ocurriría. -Amy había intentado leer algunos de los libros cuando llegaron a Nazarill, antes de que la desanimaran su romanticismo superficial y su caducidad, pero no tenía intención de admitir eso delante de él-. Yo estaba pensando en este sitio.
– ¿En tu casa? Yo diría que también deberías sentirte orgullosa de ella.
– El piso no, todo este sitio.
– Me temo que me sacas ventaja. ¿Tienes alguna queja acerca de nuestro edificio?
– ¿No quiere escucharla, si es así?
– Queremos que todos nuestros clientes se sientan tan satisfechos como esté en nuestro poder conseguirlo. Por eso estoy aquí. -Palmoteó sobre sus rodillas el principio de un paso marcial, que aprovechó para ponerse de pie en cuanto se abrió la puerta del baño, cuyo cerrojo emitió un sonido similar al de un cepo al cerrarse-. Hablando del rey de, bueno, supongo que sea usted. ¿El señor Priestley? Rory Arkwright, de Houseall.
El padre de Amy se había vestido de arriba abajo, hasta las zapatillas. Solo la etiqueta sin ocultar del jersey blanco de cuello de cisne traicionaba su premura. Le dedicó una rápida pasada con el peine a su cabello delante de la ilustración enmarcada más próxima, antes de estrechar la mano de Arkwright.
– ¿No bebe nada, señor Arkwright?
– No me lo han ofrecido, pero si usted va a tomar algo…
– Disculpe a mi hija. De pequeña le gustaba jugar a ser la perfecta anfitriona, pero ya debe pensar que es demasiado mayor para eso. Un café, Amy, por favor. ¿Señor Arkwright?