– El café solo es mi medicina. Le diré que Amy quería contarme algo acerca de Nazarill.
¿Era aquello una excusa para disculparla o estaba delatándola? No supo juzgarlo, a tenor del fervor con el que ambos hombres se turnaban para empeorarlo todo.
– Pues ya es más de lo que me ha dicho a mí -admitió su padre-. A ver, Amy, escuchemos si era tan importante como para justificar que olvidaras tus modales.
Amy se levantó, se apartó de él y se volvió hacia el delegado de Houseall.
– ¿Sabe lo que era antes este sitio?
– Oficinas. Te apuesto lo que quieras a que no lo habrías adivinado.
– Antes de las oficinas.
Arkwright levantó las cejas como si quisiera persuadirla de que no acababa de arrugar el ceño.
– No sé. Una casa de campo, a juzgar por su aspecto.
– ¿No sería primero un monasterio y luego un hospital?
– Yo no veo indicios de que así haya sido, ¿y tú?
– ¿De dónde sacas esas ideas, Amy? ¿Con quién has hablado?
Amy se volvió hacia su padre sin mirarlo.
– A lo mejor te extraña que tenga ideas propias.
– Preferiría que así fuese con tal de que no te comportaras como si te gustaría que no nos hubiésemos mudado aquí.
– Siento mucho que pienses eso, Amy. ¿Hay algo que pueda hacer yo? Con la aprobación de tu padre, desde luego.
– Sí, decirme la verdad.
– Te aseguro…
– Todavía no he preguntado nada. ¿No hay ninguna historia acerca de Nazarill?
– No, que yo sepa. ¿Qué clase de historias?
– Como lo que dijo el señor Roscommon después de encontrar al señor Metcalf. ¿No sabe lo que dijo que había visto?
– Bueno, Amy, ese trágico episodio es justo el motivo por el que estoy aquí ahora, para tranquilizar a todo el mundo en la medida de lo posible. No dejamos de preocuparnos por nuestros clientes después de venderles la casa. Nos entristece que el señor Roscommon y su hijo no se sientan con fuerzas de regresar, pero espero que no quieras echarle la culpa de lo ocurrido a la casa.
– Encontrar al señor Metcalf fue demasiado para su cabeza, eso es todo -declaró el padre de Amy.
– Permíteme que te diga una cosa, Amy. No es de extrañar que a ti también te haya afectado. No hay nada de lo que avergonzarse, pero sí hay que tenerlo en cuenta. Me imagino que te parecerá que lo que ha pasado te toca muy de cerca, ¿verdad? Pero estas cosas ocurren, lo mismo en la calle donde vivías antes que aquí. Si pusieras en fila todos los pisos de este edificio, tendrías una calle, ¿no? Míralo de ese modo, si te hace sentir mejor.
Arkwright se arrellanó en su asiento, a todas luces satisfecho de su respuesta, aunque la sonrisa de Amy se debía tan solo a la escasa persuasión de sus palabras.
– ¿Puedo ayudarte en alguna otra cosa?
O bien creía que ya había respondido a todas sus preguntas, o fingía que así era, o tenía la desfachatez de asumir que ella pensaba que así era.
– Un par de cosas.
– Amy, el café.
– Esto es más importante. ¿Qué le pasa a las ventanas?
– Nada, que yo sepa -espetó su padre.
– Escucha. ¿Qué oyes?
– No mucho.
– Nada, querrás decir. ¿Por qué no podemos escuchar las motosierras de ahí afuera?
– Probablemente, porque los trabajadores se están tomando un respiro -contestó Arkwright.
– No, eso no es. -Amy se dispuso a abrir la ventana. Cuando cogió el frío pestillo, vio que los tres obreros sí que habían dejado de trabajar. Estaban sentados encima del árbol caído, incluso sus sombras victoriosas se apoyaban en él mientras ellos rellenaban vasos de plástico con el humeante contenido de un frasco. Le cayeron incluso peor que por talar el roble-. Me da igual. -La voz le golpeó el rostro, rebotada en el cristal-. Antes tampoco se oían, con la ventana cerrada. Se daría cuenta.
– Yo no -dijo su padre-. Acuérdate de que estaba en el baño. Además, si el doble acristalamiento aísla tan bien, no veo por qué hay que quejarse. No a todo el mundo le gusta tanto el ruido como a ti. Y ahora, si eso era todo lo que…
– ¿Vas a hablar con él de la seguridad?
– Supongo que el señor Arkwright y yo hablaremos de eso, así que si no te…
– Pregúntale por el piso del señor Metcalf.
– Está cerrado, Amy -dijo el delegado de Houseall-. Que no te inquiete. No hay nada que temer, de verdad, y permanecerá cerrado hasta que lo ocupe alguien.
– ¿Cómo lo sabe?.
– Que cómo lo…
– ¿Por qué está tan seguro de que está cerrado? La gente siguió llamando al timbre cuando él ya estaba muerto, y ellos se habrían dado cuenta si no lo hubiese estado, pero el señor Roscommon entró.
– Los demás debieron de equivocarse, sin duda, pero te aseguro que lo he comprobado. Está cerrado a cal y canto igual que una… que una celda. No pareces muy convencida.
– Si dice que ahora está cerrado, le creo pero, ¿y antes?
– Ya has vuelto a dejarme atrás.
– Supongamos que alguien dejó que entrara el señor Roscommon.
– No hagas que el señor Arkwright pierda el tiempo con tonterías. -Su padre le cogió la mano para volverla hacia él; al tacto, sus dedos estaban calientes, sudorosos e hinchados-. Esto no puede ser bueno para su cabeza, ¿no cree, señor Arkwright?
Amy se sintió como si la estuvieran sujetando para juzgarla. Incluso hacer de camarera sería preferible. Se soltó de su padre y se frotó la mano en la pechera del jersey. Sonó el timbre.
– Ve a ver quién es, ¿quieres? -dijo Oswald.
Amy había recorrido medio recibidor cuando escuchó que murmuraba:
– Lo siento mucho. Ya se imaginaba cosas acerca de este sitio cuando estaba en ruinas, cuando su santa madre aún vivía, pero yo pensaba que ya se le habrían olvidado aquellas niñerías. Yo me encargaré, no se preocupe.
En medio del remolino de emociones, destacaba un pensamiento: por lo que a su padre respectaba, era el delegado de Houseall el que necesitaba que lo tranquilizaran. Al pasar por delante de los ojos de papel, los dedos le cosquilleaban de ganas de arrancarlos todos. En vez de eso, apuñaló el botón del telefonillo, con tanta fuerza que a punto estuvo de romperse una uña.
– ¿Quiénes?
– Soy yo.
– Llegas pronto, ¿no, Rob? A lo mejor no, no lo sé, pero quiero cambiarme.
La respuesta sonó ahogada por la estática dentro de la carcasa de metal.
– ¿Me estás diciendo que vuelva más tarde?
– No, te estoy diciendo que subas. -Apretó el botón que abría la puerta de abajo, antes de apresurarse a ir a la cocina, donde llenó el percolador-. Ya llevo el café cuando esté listo- anunció-. Abre a Rob.
– Dígame si molesto-escuchó que decía Arkwright mientras ella entraba en su cuarto.
– Es un amigo de mi hija, no sé si todavía se llamarán novios. Será la primera vez que lo tenga delante.
– ¿Hay algo sobre lo que quiera hablar mientras esté aquí?
– No se me ocurre nada. Por favor, no piense que no estamos contentos con el sitio. Es una pena que esta desgracia haya tenido que ocurrir ahora que mi hija atraviesa una de esas fases.
– Créame, no le quedan pocas. Yo tengo una que será algo mayor, y no nos lo pone nada fácil a su madre y a mí.
– Le parece que eso es todo lo que le ocurre a la mía, la edad. No le da la impresión de que parece…
Amy había dejado abierta la puerta una rendija, pero los contertulios debían de haber bajado la voz, porque cada vez los oía peor. O puede que fuese la rabia que sentía en aquellos momentos lo que la ensordecía, aunque no es que le importara lo que estuviesen diciendo. Se quitó el jersey y los vaqueros y los tiró en el suelo, al lado del plato y el vaso embadurnado de leche que había constituido su última cena a medianoche. Tras embutirse unas medias negras y su falda más corta, se sentó en la cama sin hacer para enfundarse otro jersey negro. Estaba atándose los cordones de sus botas altas cuando alguien llamó a la puerta.