– Ya no hace falta que te preocupes de mi café -dijo Arkwright-. Voy a seguir con mi ronda.
Su padre también estaba en el vestíbulo, aunque no los había oído salir del salón. Para cuando hubo terminado de atarse las botas, su padre ya había acompañado a Arkwright al final del recibidor. Abrió la puerta cuando ella salía de su habitación. Rob estaba fuera. Parpadeó en un acto reflejo y levantó su rostro alargado, como si quisiera colocar la barbilla a la misma altura que la de su padre. Los pendientes de su oreja y de la nariz relucieron.
– Buena forma de conseguir una personalidad magnética -dijo Arkwright, en clave de humor, mientras pasaba junto a Rob y pulsaba el timbre de Beth Griffin.
Rob parpadeó con fuerza en su dirección, antes de mirar al padre por debajo de aquellas pestañas envidiables.
– Aim me dijo que subiera.
– Pasa y cierra la puerta.
– Solo me falta el abrigo -dijo Amy.
– Tampoco hay prisa, ¿no? Ya que tu amigo está aquí, me gustaría conocerlo -dijo su padre. Se apartó de Rob tan deprisa que parecía que huyese de él-. Háblame de ti.
– No hay mucho que contar -musitó Rob. Parecía nervioso, lo cual no era de extrañar, pensó Amy. El nerviosismo del joven se había convertido en un parásito inquieto en el estómago de la muchacha. Lo acompañó al salón, donde se sentó en el sofá y palmeó el espacio libre junto a ella, pero él caminó hasta la ventana.
– ¿Siguen de descanso? -se le ocurrió preguntar a Amy.
– Sentados encima de su víctima, con cara de satisfacción tras robaros vuestro oxígeno.
– Había que talarlo -dijo el padre de Amy-. Era un peligro. La edad, ya sabes. Por favor, siéntate.
Rob se dejó caer junto a Amy. Los separaba un cojín. Ella dejó la mano allí, por si a él se le ocurría cogérsela, pero Rob permaneció con los puños apoyados en los muslos, apuntando a su padre con los nudillos.
– ¿Qué tal se han portado las Navidades contigo? -preguntó Oswald, mientras se sentaba enfrente de ellos.
– Bastante bien.
– ¿Algo que celebrar?
– Yo diría que sí. ¿Le ha contado Amy que mis padres me han regalado un coche?
– Yo me refería a que la Navidad es una ocasión que celebrar. El nacimiento de nuestro salvador y toda esa palabrería anticuada. No quisiera incomodarte. -Cuando los puños de Rob se libraron de su aparente parálisis e intentaron desechar aquella posibilidad, su padre continuó-: Conque un coche. Menudo regalo, y menuda responsabilidad.
– Mi padre los vende y mi madre es profesora de autoescuela.
– Estarán asegurados a todo riesgo.
– Estarán.
– Supongo que ya te habrás sacado el carné.
– El día de mi cumpleaños.
– ¿No eras muy joven para aprender a conducir?
– A ellos no se lo pareció.
– O sea, que los padres saben lo que les conviene a sus hijos y a la porra con la ley.
Amy clavó los dedos en el cojín.
– Lo que quiere decir es que confían en él.
– Que…
– ¿Puedo llamarte Robin? Por favor, Robin, continúa.
– A lo mejor usted debería intentar tratar a Aim…
– Te lo vas a cargar, Amy, ten cuidado.
Ella se obligó a abrir la mano y la acercó a la de Rob, pero este la levantó para frotarse la frente con los nudillos.
– A lo mejor debería tratarla más como me tratan a mí mis padres.
– Eso habría que verlo. Todavía falta más de un año para que pueda conducir, aunque no sé para qué iba a querer si sabe que yo la puedo llevar a cualquier parte.
– No hablaba de conducir, sino de confiar en ella.
El padre de Amy lo miró como si aquellas palabras fuesen el resto de un mensaje, insuficiente para que resultara comprensible.
– ¿En qué sentido tendría que confiar en ella, Robin? ¿Tiene algo que ver contigo?
El pendiente de Rob centelleó como una cerilla al encenderse cuando arrugó la nariz al escuchar el nombre por el que no le gustaba que lo llamaran.
– Eso depende de Aim -musitó, sin mirarla.
– A mí me parece que, a su edad, eso depende de mí, jovencito.
– Entonces, déjela ir a España con el colegio.
Amy se sintió como si los dos la hubieran encerrado en una caja para hablar de ella.
– Así que mi hija te habla de mí, ¿no? Menudo privilegio. No se da el caso contrario. Tú eres uno de sus múltiples secretos.
– A lo mejor, si a ella le pareciera que usted confía…
– Lo que conseguiría si le doy permiso para ir a España, ¿no?
– Ayudaría, ¿a que sí, Aim?
– A lo mejor…
Su padre estudiaba el rostro de Rob. Al cabo, continuó:
– Me pregunto por qué tienes tantas ganas de que visite un país como España.
Amy ya había escuchado bastante. Su padre estaba decidido a prohibirle que fuera, y cualquier cosa que dijera Rob solo conseguiría aumentar su desconfianza. Tenía que escapar de aquella caja en la que se estaba convirtiendo su cabeza.
– Porque quiere verme contenta, aunque eso a ti no te importe-espetó. Cogió la mano de Rob para ponerlo de pie de un tirón-. Vamos, Rob. Llévame a cualquier sitio.
Su padre se puso de pie, entre ellos y el recibidor. Su rostro había perdido toda su expresividad, y parecía que se hubiese vuelto más pesado, al igual que el resto de él.
– ¿Y adonde es eso?
– Adonde quiera Aim.
– ¿A dónde, Amy? A los dos nos gustaría saberlo. Amy se volvió hacia Rob, lo que consiguió que su padre quedara reducido a una mancha en la periferia de su visión. -Adonde tú quieras.
– ¿Damos una vuelta en coche y luego vamos a mi casa?
– Chachi. -Se encaminó hacia la puerta, preparada para esquivar a su padre si intentaba sujetarla, pero este se limitó a preguntar:
– ¿Estarán tus padres en casa con vosotros, Robin?
– No lo sé. Además, es Rob, a secas.
– Bonita forma de tratar al nombre que te pusieron.
Amy entró en su habitación para coger un abrigo de su armario y una gorra de las muchas que se alineaban a lo largo del vestíbulo, donde su padre había aparecido al lado de Rob.
– Procura volver antes de medianoche.
– ¿Por qué? ¿Te crees que voy a convertirme en un bicho raro si llego tarde?
– Lo que me preocupa es en lo que ya te estás convirtiendo.
Si su padre esperaba que eso propiciara alguna respuesta, tendría que inventársela. Amy abrió la puerta de golpe y se adentró en el pasillo, cuya tenuidad parecía estrecharlo, hasta llegar alas escaleras, que le parecieron más reticentes que de costumbre a admitir el paso de la luz. La claridad del exterior solo conseguía enfatizar la penumbra de la planta baja, donde los seis rectángulos que eran las puertas refulgían sombríos. Las manillas de metal le congelaron los dedos cuando salió a la luz, fría y pálida, del sol que bañaba el sendero de grava, donde la saludó el renovado coro de las motosierras. Podría haberle preguntado a los hombres si acababan de reanudar el trabajo, pero el estruendo era demasiado opresivo para formular pregunta alguna. Se apresuró a doblar la esquina del edificio en dirección al aparcamiento, donde Rob le dio alcance.
– ¿Cuál es el tuyo?
– Adivina.
– El Jaguar -dijo Amy, aunque intuía que aquella lustrosa bestia de color negro había llegado allí a la vez que el delegado de Houseall.
– No, el microbio.
– Qué microbio más bonito.
Una capa de pintura azul había conseguido que el Nissan Miera pareciera casi nuevo. En el interior persistían los olores a ambientador y a tapicería desgastada, una fragancia acogedora. Cuando hubo corrido el asiento del copiloto hasta atrás del todo, pudo estirar las piernas debajo del salpicadero. El cinturón de seguridad salió de su ranura con una serie de tirones. Para cuando hubo terminado de fijarlo, Rob, que acababa de dar un segundo y definitivo portazo, comenzaba a decir: