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– ¿Adonde quieres…?

– Me da igual. Conduce y ya está.

Puede que cuando salieran de allí le apeteciera hablar pero, por el momento, todo lo que se veía por el parabrisas le recordaba la opresión que había procurado dejar en casa: las motosierras que mutilaban a su víctima tendida en medio de una lluvia de su propia substancia; la plaza del mercado, cerrada, cuya inactividad parecía que se hubiese propagado a las calles que desembocaban en ella; los tics de las luces navideñas, incluso Partington en sí, cuyos edificios le recordaban el color exacto de los dientes de los ancianos. Rob condujo hasta la carretera principal y metió la quinta marcha en cuanto el asfalto comentó a fluir por los cotos. Amy abrió la ventanilla, una rendija, para que el viento pudiera agitarle los cabellos y refrescarle el rostro. Cuando comenzó a dolerle la aleta de la nariz perforada, a causa del frío, volvió a cerrar la ventana, lo que Rob se tomó como una señal para detener el coche.

– Está bien, ¿a que sí? -dijo, esperanzado.

– Supongo. -El sol se había ocultado detrás de una cordillera, sobre la que el cielo atraía hacía sí todo el verde de las cuestas oscurecidas, enmarcando en cristal las siluetas de los árboles desnudos, ralentizado su lánguido baile. Eran tan negros como el dobladillo del cielo oriental, donde ya restallaba la primera estrella. Se acordó de lo mucho que le gustaba ver aquello cuando era pequeña, sobre todo en Navidad, pero no conseguía pasar por alto la imagen de Partington convertido en una hilera de dientes en la aserrada mandíbula inferior del horizonte. Se había embutido en el retrovisor, donde la pequeñez de su imagen intensificaba aún más su significado. Sintió como si se estuviera quedando sin palabras-. No sé por qué se comporta así -dijo, casi sin darse cuenta.

– Yo.

– No, tú no. -Se inclinó encima de Rob para apagar el motor, antes de cogerle la mano izquierda entre las suyas-. Yo sé lo que es. No era así antes de que nos mudáramos. Es ese sitio.

– ¿Qué le pasa?

– Todavía no lo sé. Algo, pero él no quiere admitirlo, y por eso se comporta de ese modo.

– ¿Cómo es cuando no estoy yo?

– Igual. No, peor.

– ¿Cómo? Dime cómo.

– Como si no me conociera. Como si quisiera tenerme encerrada.

– Ah, bueno. -La mano de Rob se relajó-. Los míos también son así, a veces.

– Como él, no. Ellos no intentan endilgarte a alguien que aborreces porque les parezca que así podrán mantenerte vigilado.

– ¿Quién, Aim?

– Lo peor de lo peor. Shaun el Plasta.

– Qué antagónico -bromeó Rob, aunque la preocupación asomó a su voz-. ¿Qué es lo que ha intentado?

– ¿Shaun? Lo de siempre, aunque ya sabe que lo lleva claro. ¿No te creerás que te ha salido un competidor? -Se inclinó y depositó un beso fugaz en la delgada mejilla de Rob-. En cambio a mi padre le parece que Shaun es una especie de ángel. Cree que él es lo que me hace falta para volver a ser alguien que no he sido nunca.

– Mientras sigas sin serlo.

– A veces no sé quién soy -confesó Amy. Sintió que la conversación estaba alejándose del tema que había querido discutir-. Lo que sí sé es que no pienso ser lo que él quiere que sea. Pero si incluso quería que dejara de trabajar, ya lo has visto.

– Es una pena, pero los padres son así. Por cierto, tengo un regalo para los dos, de Martie. Y gracias por los CD.

– Gracias por el sombrero y el collar. Mi padre me ha dado dinero para comprarme algo que vaya a juego, pero ya sabes lo que me gusta. ¿Qué nos ha dado Martie?

– ¿Me darás mi parte?

– También es mío, así que recuerda que solo es un préstamo.

Antes de que metiera la mano en el bolsillo de su chaqueta negra vaquera, sospechó lo que iba a sacar. Cuando escuchó el crujido de la bolsa de plástico, lo supo a ciencia cierta. A lo mejor aquello la ayudaba a desprenderse de aquellas sensaciones reticentes, dado que la conversación no había sido de gran ayuda.

– ¿Quieres fumártelo ahora?

– Aquí fuera estaría bien, pero no quiero tener que conducir luego. Martie dice que es genial. Vamos a mi casa y te enseñaré otra de las utilidades del coche.

Partington había comenzado a refulgir como si la mandíbula y todos sus dientes estuviesen en medio de un incendio. La oscuridad se acumulaba en las oquedades de los cotos, trayendo consigo un atisbo de niebla. Amy sabía que, si la probaba, sabría como las lágrimas.

– Entonces, vamos. ¿Funciona la radio?

– Dale un toque. -Rob encendió el motor y las luces del salpicadero. Amy apretó el botón cuando él giraba el coche, hasta detenerlo cerca de la cuneta sin vallar. Una voz meliflua con acento de Yorkshire manó de los altavoces. «Espero que hayan cenado un buen ganso en Navidad, igual que nosotros. Oscar me dio todo el relleno que pude comer. Repleto, estaba. Repleto».

– Cambia la emisora, si quieres -dijo Rob, azorado-. La había puesto para escuchar el parte meteorológico.

– Charlie Churchill está bien. Tiene gracia, a veces. Mi padre no lo soporta.

El locutor anunciaba a «Frosty el muñeco de nieve», un proceso que le llevó varios minutos antes de poner el disco. Para ese entonces, el coche había dejado atrás las erizadas tinieblas y volvía a entrar en Partington, cuyo fulgor anaranjado bañó a Amy sin calentarla, igual que la fotografía de una hoguera. Rob sacó el Miera de la carretera principal, frente a la entrada del aparcamiento del mercado, y condujo por la avenida menos modernizada de la ciudad, una callejuela sinuosa y llena de baches que se extendía durante varios cientos de metros, junto a seis casas que dominaban la pared reforzada de la carretera principal. El muro seco delante de la casa de Rob, la más alejada de la ciudad, se ruborizó cuando él dio marcha atrás hasta casi tocarlo.

– No hay nadie.

– Menuda sorpresa.

– No me dijeron que iban a irse.

– Aprovechémonos.

– Cuando acabemos -dijo Rob, mientras la canción se desvanecía hasta desaparecer. Le dio una pipa de hachís, fina y de cazoleta redonda, para que la sostuviera mientras deshacía el envoltorio y cogía un pellizco de resina húmeda, tan aromática que Amy pudo oler cómo se desmenuzaba. «A mí que no se me acerque con ese témpano», decía Charlie Churchill, mientras Rob encajaba el encendedor del salpicadero a su resistencia y metía el trozo de resina en la pipa. «Se me congela la sangre solo de imaginármelo». Cuando el encendedor hubo saltado una pizca, lo cogió y aplicó la cazoleta al disco al rojo, cuyas circunferencias encajaban a la perfección. Inhaló una larga bocanada y la sostuvo dentro durante varios segundos, antes de expulsarla por la nariz-. Guau.

– Vamos a comprobarlo. -Amy cogió la pipa y metió el encendedor en la resistencia. En cuanto hubo sobresalido, lo sacó y lo metió en la cazoleta. Caló la boquilla de bronce con todas sus fuerzas.

Cuando el humo acre, cálido y picante se sobrepuso al sabor del metal, el mundo que la rodeaba adquirió otra dimensión. Aunque la luz no se alteró, las calles al fondo ya no parecían meramente iluminadas, sino luminosas. Una estrella nueva apareció por encima de los cotos orientales, y le guiñó el ojo como si quisiera indicarle que era el fantasma de su propio yo, muerto tiempo ha. Se propuso no exhalar hasta que hubiese contado hasta diez, despacio. Mientras contaba, se percató de la presencia de Rob con más intensidad, a medida que sus sentidos sublimados se extendían hacia éclass="underline" aquellas pestañas largas, como filamentos de noche, que relucían a cada parpadeo; el olor de la tela vaquera y, debajo, el aroma fresco y limpio de su piel; la nota de cada una de inhalaciones contenidas, algo más agudas que las de sus exhalaciones; aquellas pupilas azul pálido, dilatadas con la urgencia de renovar la percepción que tenía de ella… «La Navidad no se acaba nunca, ¿a que no? A mí me da igual comer coles de Bruselas de vez en cuando, pero es que parece que llevo semanas mordisqueando la rabadilla de un pollo», dijo Charlie Churchill. Amy tuvo que expulsar el aire para no atragantarse. Acababa de empezar a reírse cuando toda Nazarill se iluminó.