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Por un momento, creyó que la luz estaba buscándola. No era solo el efecto de la pipa lo que le confería aquel brillo inusitado. La mole agazapada color hueso atravesaba la ciudad con la mirada para fijar los ojos en ella, recordándole que tenía que regresar. La vio al acecho, igual que una araña en lo alto de su tela de calles, donde tendría que meterse. Puede que tardara apenas algunos segundos en darse cuenta de que el fulgor parecía más fuerte porque el árbol ya no lo bloqueaba, pero aquello no explicaba por qué se habían encendido las luces de seguridad; no había visto a nadie en los jardines, y seguía sin, aparecer nadie. Le pareció que aquella torva mirada intentaba atisbar en lo más hondo de su mente.

– No puedes tocarme -susurró.

– ¿Quién?

– Tú no, Rob. Ni nadie. Calla. Estoy escuchando -dijo Amy. Escuchó la cháchara de Charlie Churchill. «Si Oscar y yo nos corriésemos otra juerga como la de Navidad, acabaríamos en la cárcel. Insistía en hacer de camarero, ya saben. Quería superar mi pollo al horno. ¿Qué es eso? Una voz dentro de mi cabeza. Ah, es el productor, que dice que ya va siendo hora de que los radioyentes utilicen la emisora. Si hay alguien que quiera probar mi frecuencia, no os cortéis. Llamadme si tenéis alguna anécdota navideña para compartir. Oscar dice que ya es hora de que ponga los pies encima de la mesa».

Cuando dio el número de teléfono, la luz de Nazarill pareció iluminar un rincón secreto de la cabeza de Amy.

– Una historia navideña de fantasmas.

– ¿Estás hablando conmigo?

– Con cualquiera que quiera escuchar. -Desabrochó el cinturón de seguridad, que se escurrió entre sus senos hasta estrellarse contra la ranura-. Voy a salir en la radio. -Abrió la puerta del coche y su cabeza desapareció en la oscuridad.

– Qué comunicativa.

A juzgar por el entusiasmo con el que había recibido su propuesta, Amy no se había imaginado que tardaría tanto en asegurarse de que el Miera quedaba bien cerrado, a no ser qué fuera la persistencia de la mirada de Nazarill lo que le hacía parecer lento. Caminó entre los trozos de césped llenos de caracoles y esperó a que Rob abriera la puerta de su casa, donde alguien había echado la cadena desde fuera antes de cerrar con llave. Cuando se hubo adentrado en la penumbra, ella lo siguió, mientras él desconectaba la alarma y encendía las luces. Una Nazarill sin empañar pareció acechar en el umbral hasta que Amy cerró la puerta y cruzó el vestíbulo, que olía a las mismas rosas que estampaban el papel de las paredes. Al pie de los quince ángulos enmoquetados de bermejo de las escaleras y sus quince opuestos, se levantaba una mesilla para el teléfono sobre sus patas de cría de jirafa, con el cajón sacándoles una lengua de folletos de supermercado. Amy descolgó el auricular mientras la voz de Charlie Churchill continuaba repitiendo los dígitos en un bucle cerrado dentro de su cabeza. Cuando Rob levantó las cejas y abrió la boca cada una de las varias veces que bebía de un vaso imaginario, Amy tuvo que esforzarse para no reír.

– Lo mismo que tú -dijo, y marcó el número. Ya se había preparado para esperar, incluso para escuchar el tono burlón que señalaría que la línea estaba ocupada, cuando una voz femenina anunció:

– Charlie Churchill.

– Creo que ha pedido historias.

– Si no es guaira, te paso.

– Es una historia de fantasmas.

– Qué apropiado para las fechas. ¿Es cierta? ¿Te ha pasado a ti?

Amy vio que Rob encendía una foto de una cocina al final del pasillo y se metía en ella. La pregunta, o su respuesta, de la que no había estado segura hasta ese momento, enfocó su mente igual que un telescopio que apuntara al pasado, despojándola de todas sus impresiones periféricas.

– Sí.

– Te ponemos después de esta canción. ¿Cómo te llamas? Amy pensó en dar un nombre falso, pero el único que se le pasaba por la cabeza era Hepzibah, que sonaba a recochineo.

– Amy -admitió.

– Te paso con el estudio. No hables hasta que te digan algo -le advirtió la mujer. Al mismo tiempo, una voz masculina comenzó a canturrearle a Amy desde dos direcciones, desde la cocina y junto a su oreja.

– Navidad, blanca Navidad-concluyó, sosteniendo el timbre de voz-. Es lo que cantan en las fiestas del Frente Nacional Navideño -dijo Charlie Churchill. Se censuró a sí mismo con una tos fingida-. Lo que pasa es que finjo que no me emociona. Si se me hace un nudo en la garganta cada vez que escucho esa canción. Me recuerda a cuando llevaba pantalones cortos, a cuando era pequeño, me refiero. Le prometí a Oscar que no iba a mencionar esa noche. Aquí hay alguien que sí que tiene algo divertido que contarnos. Amy, ¿eres tú la que está al otro lado?

– No es nada divertido -protestó. Se escuchó a sí misma intentarlo en la cocina antes de que su voz dislocada se convirtiera en un chirrido metálico.

– Ay, eso se me ha metido por todos los orificios. ¿Tienes la radio encendida?

– No soy yo.

– Dile a quien sea que cierre la puerta o que se vaya con la música a otra parte.

Antes de que pudiera decirle a Rob algo por el estilo, la cocina se había convertido en un rectángulo de madera de pino.

– Ya está.

– Así da gusto. Como linimento en mis rozaduras, sí señor. Bueno, ¿qué nos ibas diciendo, que no es un chiste?

– Es muy serio.

– Claro, así tendrá que ser, si vas a hablarnos de fantasmas. Venga, venga, Churchill, ponte serio. Cuéntanos, Amy. ¿De dónde eres?

– De Partington.

– Una ciudad entrañable. He reposado las posaderas un par de veces a la barra del Libras y Biblias, pero me parece que allí no se me apareció ningún diablillo. Nada de duendes cuando he estado de visita. Seguro que tú me cuentas qué es lo que me he perdido, ¿a que sí, Amy?

– Si me dejas.

– Aquí viene Oscar a taparme la boca. El escenario es todo tuyo. Dinos adonde tenemos que ir si estamos en Partington y queremos pasar miedo.

– A Nazarill.

– Eso es el sitio ese que parece un palacio, ¿no?, en lo alto de la colina.

– Yo vivo allí.

– Qué suerte. Esa sí que es vida. Entonces, ¿qué me dices, que a veces se ven cosas extrañas?

– Me parece que sí.

– Madre del amor hermoso, se me hiela la sangre en las venas. ¿Tú has visto algo?

A Amy le parecía que cada una de las preguntas tiraba un poco más del recuerdo hacia la luz.

– Sí.

– Me tiemblan hasta las membranas. ¿Qué es lo que has visto?

Inhaló una bocanada que sabía como si acabase de dar otra calada. La sequedad de sus respuestas no era la única responsable de la locuacidad del locutor; podía oír su propia voz enlatada, ahogada, detrás de la puerta de la cocina, anticipándose a ella con su eco.

– Fue por una ventana -dijeron ella y su voz.

– Así que estabas fuera, ¿eh? Ya pensaba que ibas a decir que algo se te acercó por la espalda.

– No, fue dentro. Yo miraba adentro. -Y seguía haciéndolo; su visión interior estaba ajustándose a la penumbra de aquel rincón de su mente. Sus palabras la obligaban a ver más de lo que quería. Habría intentado gritar más alto que su voz enlatada si no hubiese tenido que retransmitir lo que había visto-. Fue en uno de los cuartos de abajo, a oscuras.

– ¿Vive alguien ahí? Le dijiste…

– Ya no. -De repente, vio claro que la habitación de la que se acordaba había ocupado parte de la zona habitada por Dominic Metcalf-. Nadie debería -espetó.

– No te parece que eso es un poco…

– Todavía no he contado lo que vi. Ya me dirás si tú querrías vivir ahí. -Espero hasta que sus dos voces se hubieran apagado y pugnó por controlar al menos una de ellas-. Estaba muerto, pero se reía, solo que sin hacer ruido. Parecía que llevase mucho tiempo encerrado y se hubieran olvidado de él. No le quedaba mucha piel, pero intentó cogerme. A lo mejor quería decirme algo. Tampoco tenía ojos, pero me parece que había insectos.