– Para, para. Bichos. Insectos. Puaj. Como sigas por ahí, vas a conseguir que repita el postre. Acabo de acordarme de que estas son fechas de alegría y regocijo, así que ahí va…
– No he terminado. Eso no es todo. El gato de alguien murió ahorcado delante de Nazarill, y me parece…
– Me parece que vamos a escuchar una canción. -De inmediato, una charanga sustentada por un ritmo de discoteca atacó «Campana sobre campana». La voz de Churchill, abandonadas ya sus modulaciones dicharacheras, se pegó a su oído-. Y te diré lo que me parece también, si me permites la franqueza. Me parece que tus padres tendrían que llevarte a ver a alguien si se te siguen ocurriendo este tipo de ideas macabras. Los fantasmas son una cosa, los fantasmas y la Navidad se llevan bien, pero eso que estabas diciendo se pasaba de la raya. Crueldad con los animales, encima. Piensa un poco en los sentimientos de los demás.
– No me eches la culpa. No me lo he inventado. -Llegados a aquel punto, Amy se dio cuenta de que sonaba rara: ya no se oía detrás de la puerta. Se sentía como si le hubieran robado la mitad de la voz, sobre todo porque el tono de fin de llamada le había aplastado las últimas palabras contra la oreja. Colgó el auricular de un golpe y miró a la cocina. La puerta seguía cerrada, insensible al apaleamiento del villancico. Se preguntó si Rob se habría molestado al escucharla. Estar encerrada ahí fuera la hacía sentirse encerrada en su interior, lo que la aterrorizaba.
– ¿Rob?.
El tamborileo mecánico debía de haber aumentado de volumen, la puerta pareció transformarse, pero no estuvo segura de lo que veía o escuchaba hasta que la bañó la luz de la cocina. Rob entró en el salón y se detuvo para coger uno de dos vasos de Coca-Cola de una balda. Amy vio que el aire chispeaba encima de ellos. Se le ocurrió que Rob parecía un brujo que portara pociones con semblante solemne.
– ¿Tú qué piensas? -preguntó Rob.
– Que ya sabrá lo que se siente cuando la gente pretende que no te conoce.
– Acerca de él, no, de lo del gato ahorcado. Espera, voy a apagar esto.
– Todavía no. Quiero oír si dice algo acerca de mí.
Rob le dio un vaso cuando la canción tronaba un último acorde antes de que el tamborileo enmudeciera. «No hay nada como una buena charanga, sí señor. Me encanta ver cómo suben y bajan esos trombones», dijo Charlie Churchill. Bueno, aquí tenemos a una señorita que nos va a contar algo acerca de un budín de ciruelas que no dejaba de salirse del molde. Mira Flora, menos mal que a mí no me pasan esas cosas…
– Que se calle -dijo Amy. Se tocó la mejilla con el vaso helado-. Me siento como si no existiera.
– Vale, pero no es así. Existes, piensas, y vas a contarme qué es lo que piensas acerca del gato.
Amy engulló un trago. La bebida estalló en su cabeza como unos fuegos artificiales, antes de que su rastro helado llegase hasta su estómago.
– No creo que nadie lo colgara. Me parece que el lugar se ofrendó un sacrificio a sí mismo.
– Hasta tiene sentido.
– ¿Tú crees?
– Hombre, si las cosas no han hecho más que empeorar después de eso.
Al principio, Amy no estaba segura de que él hablara en serio. Luego pensó que tampoco quería que estuviese tan dispuesto a dejarse convencer. Rob cogió una hoja de papel que un imán verde con forma de cerdo había sujetado a la puerta del frigorífico.
– Tenemos un mensaje.
VAMOS A CASA DE TU TÍA, rezaban las diminutas mayúsculas escritas con prisa a rotulador. VOLVEMOS A LAS DOCE. LASAÑA DE VERDURAS PARA DOS EN EL FRIGO.
– ¿Te apetece? -preguntó Rob.
– Si tú quieres. -Amy se sentía furiosa de repente, además de impedida por el frío que se había apoderado de sus pies y manos. Se sentó en el borde de la repisa de la cocina mientras Rob calentaba la lasaña en el microondas y servía la mitad en el plato de Amy, antes de sentarse en la silla de enfrente-. En fin -dijo, tras probar un bocado. Estaba escarbando con el tenedor en busca de otro cuando él dijo:
– ¿Ya no quieres hablar más de ello?
– Ese sitio.
– Da igual. Voy a poner el CD de Nubes Como Sueños.
– No, no da igual. No me dejó acabar. Lo que dije que había visto, fue cuando yo era pequeña. Ya se me había olvidado. Supongo que creí que me lo había imaginado, pero ahora sé que lo vi.
– Te refieres al gato, te hizo recordar. El sacrificio.
Ella no había querido decir eso. Aquella idea se le antojó perturbadora, aunque no conseguía explicarse por qué. Se limitó a encogerse de hombros y a meterse un trozo de lasaña en la boca.
– Así que, ¿qué piensas hacer?
– Ya lo he hecho. -Cuando hubo tragado, intentó sonar más convincente-. Lo he contado.
– Que si vas a quedarte ahí, digo.
– ¿Adonde quieres que vaya?
Rob agachó la cabeza y le dio vueltas a la lasaña con el tenedor.
– A lo mejor, si se lo pido…
– Todavía no. No puedo evitarlo, me preocupa mi padre. No quiero dejarlo ahí solo.
– Pero no está solo, ¿o sí?
– Le falta mi madre. Supongo que eso formará parte del problema.
– Quieres decir que la echas de menos.
– Pues claro, pero eso no va a traerla de vuelta.
– Pero, si lo que viste no está vivo…
– Eso es distinto. Creo que nunca se ha ido del todo.
– ¿Desde cuándo?
– Esa es una de las cosas que tengo que descubrir. A lo mejor alguno de los radioyentes sabe algo. Ojala me hubieran dejado acabar. Quería contarle más cosas a la gente.
– Me las puedes contar a mí.
– Tú eres tú -dijo Amy. Le palmeó la mano libre para asegurarle que a veces bastaba con que fuera él. Dado que no parecía muy persuadido, le contó todo lo que conseguía recordar: cómo el anciano había insistido en que había alguien que no había salido de Nazarill para la foto; cómo algo lo había dejado entrar en el apartamento de Dominic Metcalf, y lo que había visto allí; cómo estaba segura de que allí era donde también lo había visto ella. Rob recibía cada nueva revelación con unos parpadeos tan lánguidos que Amy casi podía ver cómo se movían las pestañas. Cuando se encogió de hombros para indicar que había terminado, él dijo:
– Me parece que no me gustaría vivir ahí.
– Solo es en la planta baja, y ahora no hay nadie viviendo ahí.
Rob pareció animarse al escuchar aquello, más que Amy, pero esta no vio ningún motivo para expresarlo en voz alta. Terminaron la cena y se acercaron al fregadero, donde admiraron el arco iris de las burbujas mientras fregaban. Rob echó un vistazo al reloj de pared, plano y cuadrado.
– Vamos adentro, tengo que grabarle a mi madre Qué bello es vivir.
Amy recuperó los platos y los cubiertos de debajo de la espuma y, después de aclararlos, los dejó en el escurreplatos. Siguió a Rob hasta el salón, donde seis fotos suyas, donde cada vez se le veía mayor y con menos carrillos, adornaban la robusta repisa de la chimenea, hecha por su padre, a tiempo de ver el título de la película.
– Déjala puesta. Me gustaba cuando era pequeña.
Al principio no entendió cómo podía haberle gustado aquello. Se sentó en el sofá y se acercó a Rob, lo que recordó a la forma en la que se había acurrucado junto a su madre la última vez que vio la película. Ahora le parecía que estaba viendo a unos personajes tan muertos que ni siquiera conseguían aparecer en color, y el escenario de una ciudad donde todos se conocían ya no la atraía en absoluto. Pese a ser torpe y desgarbado, el héroe se casaba con su novia, a la que debían hacerle gracia esas cualidades. Amy se acordó del finaclass="underline" acababan teniendo tan mala suerte que él se tiraba por un puente y tenía que venir un ángel a enseñarle lo mucho que le necesitaba la ciudad. Aquella debía de ser la parte que le gustaba de pequeña, cuando él era capaz de ver el futuro y transformarlo. Ahora, el significado de aquella escena había cambiado para ella; se sentía como si la oscuridad de la película se cerniera sobre ella. Estaba viviendo en el futuro que su madre no había conseguido alterar. Se apretó contra Rob en busca de consuelo.