Cuando él le pasó un brazo por los hombros, ella se pegó aún más a él y lo miró. Sus ojos le decían cómo continuar y, antes y con menos torpeza de lo que hubiese podido el desgarbado protagonista de la película, Rob continuó: encontró con sus labios la boca abierta de ella, le apretó los senos con delicadeza antes de meter una mano por debajo de su jersey. Cuando ella se separó para quitarse la prenda y el collar de cuentas negras por encima de la cabeza, él recorrió su espalda con una mano. Al ver que Amy se inclinaba hacia delante, le desabrochó el sujetador. Ella le quitó su jersey y se abrazó a él.
Toda ella parecía concentrarse en aquellos puntos donde se rozaban sus cuerpos (en la danza de apareamiento de sus lenguas, que compartían sabores, el toque sedoso del vello de su pecho en sus pezones, su erección entre sus muslos cuando se sentó a horcajadas sobre su regazo), pero todo aquello parecía lejano, ya un recuerdo. Sin previo aviso, se asustó al imaginarse el futuro en el que aquello fuese un recuerdo de verdad; pero aún, se sintió como si ya lo hubiera olvidado. Apretó su lengua contra la de él, se apretó toda ella contra él, pero seguía sintiendo el futuro al acecho, esperándola. Cuando la película anunció la proximidad de su clímax con la entrada de la orquesta y Rob tanteó en busca del mando a distancia, Amy se levantó y cogió el sujetador de la alfombra.
– Será mejor que me vaya.
– Ah. -En un intento por paliar la decepción que había aflorado a su voz, Rob añadió-: Vale.
– Me siento un poco… Demasiado… -Aquello era lo bastante vago para parecer verdad, pero no lo bastante como excusa. Se acarició las sienes con las yemas de los dedos-. Será mejor que me acueste.
– Aquí hay una cama. -Debió de decidir que aquello era mucho presumir, porque se apresuró a añadir-: ¿Quieres que te lleve?
– No hace falta. Puedo caminar.
– Pues te acompaño.
– En otro momento, Rob, si no te importa. Necesito pensar.
– No sabía que te lo impidiera.
– No lo haces -Amy le palmeó el costado desnudo-. A lo mejor no es pensar, sino recordar. Todavía no quiero hablar más de ello, eso es lo único que sé.
– Si quieres hablar más tarde…
– Será mejor que te quedes aquí. -A medida que hablaba se daba cuenta de que su severidad solo obedecía al instinto que le decía que, fuese lo que fuese aquello que se esforzaba por recordar, no sería capaz de hablar con él de ello mientras su padre pudiera enterarse-. Si no te llamo a medianoche, llámame tú por la mañana.
– Quería ver si lograba darle la puntilla a Cromwell.
– Adelante. -Al ver su expresión de culpabilidad, le besó el magullado costado-. No quiero ser la culpable de tus malas noches. Llámame cuando puedas.
Aquello sonó como un ligero reproche, pero tantas explicaciones habían comenzado a embotarle el cerebro. Se caló la gorra y se dirigió a la puerta, donde se agarró a los hombros de Rob mientras le daba un beso con toda la lengua que pudo, tras el que se quedaron pasmados mirándose a los ojos, como si estuvieran haciendo una prueba para protagonizar la película que acababan de ver-. Bueno -dijo, para comenzar a moverse, y abrió la puerta.
– Hasta mañana.
– Llámame.
– Lo haré.
– Lo sé. -Ahí se le acabaron las palabras a Amy. Le dedicó una sonrisa con los labios pegados y se adentró en la adusta carretera. Cuando volvió la vista atrás en la curva donde el camino comenzaba a descender en empinada pendiente, él le dedicó el saludo con la mano que había estado guardando. La puerta se cerró y ella bajó hasta la carretera principal con paso firme. Descubrió que estar sola no iba a ayudarla a pensar.
Los árboles salpicaban las ventanas de la Vista del Coto, las casas murmuraban entre sí con voces de la televisión, y se preguntó cuántos de los vecinos invisibles estarían escuchando la radio. Sentía los pies y las manos maniatadas por el frío, por lo que tuvo que asumir que seguía bajo los efectos de la pipa. Con cada paso que daba, Nazarill colocaba otro pedazo de su tenebroso corpachón en el marco de lo alto de la calle, esperándola. Hundió las manos en los bolsillos de su abrigo y pisó con tanta fuerza como para estremecer las paredes de las casas, para advertir a la ciudad de su regreso.
Una ráfaga helada le azotó las muñecas, los tobillos y los labios cuando entró en Nazareth Row. Una verja traqueteó y, junto a los postes de la entrada, al fulgor adicional pero falible de las bombillas que rodeaban la plaza del mercado, hileras de sombras larguiruchas se tendían sobre la hierba. El paseo le ofreció su grava hasta que hubo llegado ante las puertas de cristal. A ambos lados de las mismas, las ventanas de la planta baja parecían vivas en la oscuridad. Recordó que le había dicho a Rob que ya no vivía nadie allí, lo que no parecía nada tranquilizador ahora que estaba a punto de aventurarse en el pasillo. Al llegar a la puerta del cercado había inhalado una bocanada de aire helado que no pensaba expulsar hasta que las luces de seguridad hubiesen intentado cogerla desprevenida. Al pisar la grava, exhaló cuando Nazarill la fulminó con la mirada.
Se suponía que no debería haber soltado el aire todavía. Se suponía que tenía que haber contenido la respiración hasta no sabía cuántos metros más. Se sintió como si la casa hubiese estado esperándola desde que saliera de la casa de Rob, tan ansiosa por cerrar su trampa que ya no se preocupaba por ocultarlo. No debía pensar esas cosas, o no sería capaz de seguir adelante. O bien el delegado de Houseall había cambiado la distribución de las luces o (eso era, claro) el roble ya no bloqueaba uno de sus sensores.
– Casi -se obligó a burlarse del edificio. Le arrojó grava de una patada y continuó sendero arriba.
Un viento como una exhalación procedente de una inmensa boca de piedra se le echó encima. El serrín comenzó a bailar alrededor de las raíces del roble, con un sonido parecido al más leve murmullo del follaje. Lo vio iluminado con el remolino de virutas que rodeaba las raíces. Estaba a punto de volver a fijarse en Nazarill cuando se plantó delante del césped. Se detuvo, observándolo… observando las huellas difuminadas en medio del serrín. Parecía que una criatura había caminado varias veces alrededor del tocón.
Pensó que habría sido algún perro; la forma y el tamaño de las huellas casi se correspondían. Se había acercado a los restos del roble y se había paseado a su alrededor en tres ocasiones, en el sentido contrario a las agujas del reloj, buscando un lugar donde orinar, sin duda. Las luces de Nazarill ponían de relieve todas las huellas que no quedaban ocultas por la negra sombra del tocón. Le enseñaron dónde se terminaban, entre dos raíces que parecían arrancadas de la tierra por una convulsión del árbol. A lo mejor no se había tratado de un perro; ahora podía ver cómo había mordisqueado el nicho que formaban las raíces, agrandándolo. Un objeto que no formaba parte del árbol sobresalía de la hornacina.
Creyó reconocerlo. Era negro como un escarabajo, y parecía relucir igual que uno cuando se adentró en el césped. Se dijo que solo tenía que mirarlo de cerca para reconocerlo… y entonces cayó en la cuenta. Era la esquina de un libro.
Caminó despacio por la hierba hasta llegar al manto de serrín. Su sombra estiró el brazo hacia el libro antes que ella, antes de que sus dedos asieran la cubierta, solo para descubrir que el libro estaba atrapado en su escondrijo. No consiguió moverlo, ni siquiera tirando de él con las dos manos. Lo meneó adelante y atrás, intentando dar con la forma de soltarlo. De repente, se le quedó en las manos. Debía de haberlo torcido en la dirección adecuada, porque se escurrió del tocón sin ofrecer mayor resistencia.