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Era tan largo como su mano, e igual de ancho. Las tapas estaban inscritas con una cruz negra. Lo identificó antes de enderezarlo. Acuclillada entre las raíces, levantó la portada con cautela, esperando que las páginas estuviesen podridas. Mas la página del título seguía intacta y revelaba las palabras que ya leyera una vez: «Al principio…». Había anotaciones escritas a mano en los márgenes, una caligrafía tan antigua que, al igual que las letras impresas, estaba llena de eses como gusanos. Hojeó la Biblia, viendo que cada una de las páginas había sido garabateada. Una frase manuscrita le llamó la atención, ennegrecida su sinuosa caligrafía por la luz que emanaba de Nazarill.

No tenía nada que ver con la Biblia. Alguien había utilizado los márgenes para escribir su diario. Puede que fuese el viento además de la frase que había descifrado lo que le produjo un escalofrío; puede que fuese eso, y su propia predisposición, lo que hiciera que Amy escuchase el susurro de las hojas a su alrededor. Tuvo que echar un vistazo al cielo límpido sobre su cabeza antes de ponerse de pie. Trastabilló hasta incorporarse y a punto estuvo de que se le cayeran las llaves camino de la entrada de Nazarill.

Intentó cerrar las puertas de cristal sin hacer ruido detrás de ella, pero emitieron una nota semejante a una alarma silenciosa. Cuando se apresuró a recorrer el pasillo, el ojo hundido de cada una de las puertas relució en su dirección; la luz de los interiores giraba para seguirla. Seguro que no se había apretado nada contra la cara oculta de ninguna de las puertas para observarla, pero tropezó en la escalera por culpa de sus prisas por llegar a lo alto del edificio. ¿No se suponía que la Biblia le protegía a uno? La aplastó contra su estómago mientras aferraba la barandilla fría y húmeda para ayudarse a doblar el primer recodo. Llegó corriendo a la planta siguiente, donde la recibió el mismo pasillo.

No lo era, desde luego, pero no pudo comprobarlo hasta que se acercó lo suficiente para leer los números de cada apartamento. Le dio la impresión de que había demasiadas habitaciones menos desiertas de lo que pretendían dar a entender, y se apresuró a subir dos pisos más hasta llegar al pasillo del que huía. Solo que no era el mismo, como podría comprobar si sus manos sudorosas no dejaban caer las llaves que parecían tan cálidas al tacto como la carne, y no mucho más firmes. Corrió hasta el final del pasillo, cuyas paredes estucadas rezumaban luz, y encajó la llave en la cerradura de cilindro. La retorció con tanta fuerza que se temió que pudiera romperse. Giró, la puerta cedió, y allí estaba el salón lleno de ojos y, al fondo, la voz de su padre.

– ¿Eres tú?

¿Quién si no? Tuvo que sacudirse un escalofrío de encima. No conseguía adivinar en qué cuarto estaba su padre; parecía que estuviesen todos a oscuras.

– Me acuesto.

– Me parece muy bien. Dale un respiro a tu cabecita. Ya ves que obedecer de vez en cuando no hace daño.

Se encontraba en el salón, que no debía de estar tan oscuro como daba a entender la rendija que separaba la puerta del quicio. Amy se coló en su habitación y encendió la luz de un codazo al tiempo que cerraba la puerta con otro. Colgó la gorra cerca de las otras tres expuestas en la pared, dejó el collar encima de los otros dos que adornaban la mesa tocador, se sentó en el trozo de colchón que había quedado al descubierto aquella mañana cuando salió de la cama, y abrió la Biblia encima de su regazo.

Una vaharada de putrefacción le acarició la nariz. Se desvaneció cuando se acercó el libro a la cara. La caligrafía de las primeras páginas era mucho más pequeña que la de la frase que había logrado comprender; incluso cuando hubo conseguido volver a encontrarla y ayudarse así a descifrar la letra, le sirvió de poco. Lo mejor sería esperar a que se hiciera de día y copiar aparte todo lo que consiguiera desentrañar. Cerró la Biblia y le hizo sitio cerca de la cama. Cuando se propuso dormir, deseó no haberse acordado de la única frase legible: Tengo que sobrevivir hasta que me saquen de aquí.

10. Levantar la voz

Oswald sacó su maletín del Austin y cruzó el aparcamiento del supermercado Todos a Comprar. Azotó el kilómetro y medio cuadrado una ráfaga de viento tan afilada como los bordes recortados de las nubes que se hinchaban encima de los cotos, lo que amplificó la barahúnda de la autovía y el estrépito de los carros de la compra en el exterior del supermercado. Uno de los pares de puertas de cristal le dieron la bienvenida con un suspiro y se apartaron de su camino, para revelar dos pisos repletos de una muchedumbre escandalosa y un colosal repiqueteo de campanas que tocaba la melodía bautizada en nombre de tal instrumento. Un guardia de seguridad le deseo «Felices fiestas» y le apuntó con un transmisor receptor adornado con acebo mientras Oswald cruzaba el gigantesco tablero de ajedrez que era el suelo en dirección a las escaleras mecánicas, junto a las que un árbol de Navidad se erguía hasta el techo.

Aunque era víspera de Año Nuevo, la mayoría de los grandes almacenes ya habían comenzado las rebajas de enero. Apenas se veían grupos de clientes sin alguna clase de embalaje envuelto para regalo. Los niños jugaban a caminar en dirección contraria a las de las escaleras mecánicas; Oswald le regaló una sonrisa tolerante a una niña tocada con un enorme sombrero de color malva, la cual estaba intentando bajar corriendo por la escalera que lo conducía a él hacia arriba.

– Mira los angelitos -le dijo cuando llegaron a la planta de arriba, señalando a las figuras ataviadas con túnicas, coronadas por halos dorados y revoloteando alrededor del árbol igual que polillas del tamaño de bebés. Esperaba que a ella le gustasen (a Amy le hubiesen encantado cuando tenía su edad) pero, cuando bajó a trompicones de las escaleras ascendentes, la niña le sacó la lengua a los ángeles como si le dieran asco-. Demonio de cría -musitó, mientras cruzaba la galería en dirección a las oficinas de Pennine y Northern, donde trabajaba.

El bloque de oficinas ocupaba el hueco entre un concesionario de artículos de porcelana defectuosos y una librería que vendía restos de edición. Cualquiera que pasara por allí podía ver a quienquiera que estuviera trabajando en alguna de las seis mesas. Esa estrategia de puertas abiertas pretendía incitar a los clientes, aunque Oswald sospechaba que el verdadero secreto de su éxito era Louise, la rubia de los vestidos sin mangas que atendía el mostrador de recepción.

– El señor Daily Júnior hablará con usted en persona a primeros de año -estaba prometiéndole Louise al teléfono. Le dedicó a Oswald una sonrisa rosa y el atisbo de un ceño fruncido mientras devolvía el auricular plano a su horquilla-. Hola, señor Priestley. Feliz, bueno, no.

– Yo espero que sí.

– Ah, y yo. Digo el año, que como todavía no es nuevo. ¿Y las Navidades?

– Pues hombre, bastante nuevas, sí, ya que lo menciona. Las primeras de muchas en la nueva casa.

– Yo no me refería… No se me había ocurrido. Menos mal que a usted sí.

– ¿No esperaba verme hoy?

– Sí, claro, que yo sepa, al menos. Porque espero que no haya habido…

– Todo en orden, por lo que a mí respecta. -Era la primera vez que Oswald la veía ruborizarse de ese modo. Solo se le ocurría que debía de haber sufrido algún percance en su vida privada. Le palmeó un hombro antes de encaminarse a su despacho, en el centro de la hilera de la izquierda.

Derek Farmer ocupaba la mesa que quedaba enfrente de la suya, y la de Vera Winstanley le quedaba delante, en diagonal. Le pareció que ambos le saludaban con cierta cautela. Mientras sacaba del maletín los formularios de las propuestas de sus vecinos y se preparaba para transferir los detalles de la familia Stoddard al ordenador, Derek giró el rostro hacia él con un sonoro chasquido de su sobrecargada silla.