– Bueno, ¿qué tal ese espíritu navideño?
Vera terminó de pintarse los labios de púrpura delante de su espejo de mano y los frunció. Con qué intención, Oswald no hubiese podido asegurarlo.
– Derek.
Derek cogió el manido sombrero de tweed que tenía siempre a mano en una esquina de su mesa y lo plantó encima de su abultada barriga.
– Eh, venga, no me digas que he dicho algo fuera de lugar, ¿no? Tú, el tío más valiente de toda la compañía.
– No entiendo nada de lo que me estás diciendo. Como no sea que hayamos olvidado lo que significa la Navidad.
– Veis, os lo había dicho. Este Oswald no suelta ni prenda. Tendría que haber apostado por él. Supongo que habrás tenido unas vacaciones decentes, ¿no? Bueno, dadas las circunstancias.
– Sean cuales sean dichas circunstancias, sí.
– Eso sí que es tenerlos cuadrados.
Vera tiró de su falda ajustada para cubrirse las rodillas antes de girar la silla y sumarse a la conversación.
– ¿Qué más da, mientras él sea feliz? ¿No es eso lo más importante?
– Es uno de ellos, Ve, ¿no te parece?
– Si sabéis algo que yo no sé -dijo Oswald, con la poca paciencia que le restaba-, podías hacerme el favor de decírmelo.
Los ojos de Vera se encontraron con los de Derek y, de repente, entre los dos se sumieron en un mutismo absoluto. Louise miró al ángel de arriba del todo y pareció llegar a una decisión.
– Disculpe, señor Priestley -dijo. Estaba a punto de girar su silla cuando sonó el teléfono-. Pennine y Northern. -Escuchó y esta vez sí se giró-. Señor Priestley -llamó, en un tono que él no supo interpretar-, es para usted. ¿Un tal Arkwright de Houseall?.
– Lo conozco -respondió Oswald. Levantó su auricular-. Señor Arkwright, hola. Si me permite la antelación, déjeme felicitarle un feliz año nuevo.
– Igualmente.
– Y a su familia.
– Lo mismo digo.
– A ver si adivino el motivo de su llamada.
Cualquier respuesta que pudiera haber aventurado Oswald ya hubiese sido más que ninguna. Puede que el delegado de Houseall estuviese padeciendo las consecuencias de los excesos propios de las fechas.
– ¿Ya ha encontrado a alguien que quiera sumarse a nosotros en Nazarill?
– Por extraño que parezca, señor Priestley, no se ha puesto nadie en contacto con nosotros.
– ¿No cree que convendría darle un poco más de publicidad? No he visto ningún anuncio desde la última vez que hablamos.
– Ni oído.
– Tampoco. A eso me refería.
– Ni oído hablar de ninguno.
– Se sobrentiende, desde luego. -En ese momento, Oswald se percató de que, si bien todos sus colegas le daban la espalda, los tres estaban fingiendo que no estaban escuchando-. Bueno, ¿ha ocurrido algo de lo que tendría que enterarme?
– Ya veo que no sabe nada, señor Priestley.
– Pues no, no lo sé, si usted fuese tan amable de…
– Lo siento. Supuse que a estas alturas ya se habría enterado, de una u otra manera. -Arkwright profirió un gruñido ahogado que pudiera haberse tomado por un signo de puntuación auditivo, antes de añadir-: Me dijo que intentaría tranquilizar a su hija.
– Hago lo que puedo, se lo aseguro. Por lo menos, creo que vamos progresando, pero no entiendo qué tiene que ver eso…
– Salió por la radio la otra noche, declamando acerca de Nazarill.
– ¿En la radio? ¿Mi hija? No sé cómo pudo haber hecho tal cosa. ¿La escuchó usted? ¿Cómo sabe que era mi hija?
– No conozco a nadie más que se llame Amy y viva ahí, ¿y usted?
– Pues no, pero no entiendo cómo la radio…
– Dejan que les llame cualquiera que crea que tiene algo que decir. Les sale más barato que contratar a profesionales.
– Ese es su punto de vista… -comenzó Oswald, hasta que se pilló de nuevo intentando contradecir a Arkwright-. Tiene razón. Entonces, ¿qué es lo que dijo mi hija?
– Al parecer, lo mismo que estaba contándome a mí cuando le visité, pero peor. Afirma que ha visto algo.
– Qué va a ver, me lo habría dicho. ¿Qué noche dice que ha sido? ¿La del día que fue usted tan amable de visitarnos?
– Creo que sí.
– Seguro que sí, y voy a decirle por qué. Discutimos después de que usted se marchara. Me exigía más libertad, como si tuviera poca, para su edad. Esa escena habrá sido su forma de vengarse. No sé cómo pedirle perdón. Nunca me habría imaginado eso de ella.
– Espero que sepa quitarle las ganas de gastar más bromas de esas. Me han pedido que le informe de que nos tomamos las difamaciones muy en serio.
– Me hago cargo. Me pongo en su lugar. Voy a hablar con ella de inmediato.
– Me temo que se ha ido a la peluquería. Intenté tener unas palabras con ella cuando le llamé a casa hace un momento, y eso es lo que me dijo.
– Vuelvo a disculparme por ella, señor Arkwright. Por favor, dígale a quien deba saberlo que pienso tomar cartas en el asunto.
– No quiero saber cómo. Por un próspero año nuevo, para todos.
– Amén a eso. -Oswald colgó y marcó el número de su casa. Le temblaban los dedos de cólera, por lo que no estuvo seguro de haber marcado el número correcto cuando todos los timbrazos fueron recibidos por un silencio absoluto. Volvió a marcar, más despacio. Se imaginó a Amy, mirando al teléfono fijamente, esperando a que se rindiera. Cuando hubo soltado el auricular, preguntó-: ¿Alguien quiere decirme quién la ha oído?
Hubiese creído que sus colegas se habían comido la lengua, hasta que Louise admitió:
– Yo escuché la coletilla. No me di cuenta de que era su hija.
– Era como si hablase sola -dijo Vera.
– Además… En fin, no creo que quieras saberlo, eh.
– No sé lo que quiero escuchar.
– Iba a decir que si yo hubiese hecho algo parecido, habría acabado con el culo como un tomate, aunque tuviera su edad. Ya sé que ahora no se los puede tocar, por miedo a la ley. Antes, si tenías un problema, tenías que apañártelas tú solo.
– Seguro que el señor Priestley sabe apañárselas, si le dejamos -dijo Louise.
Oswald no sabía si eso iba destinado a amonestar a Derek o a infundirle ánimos a él. ¿Cuál era su parte de la culpa? ¿Había hecho algo que Heather no hubiese hecho y se lo habría impedido hacer a él? Pensó con enojo que lo que importaba era que, dado que Amy había renunciado a todo lo su madre y él habían hecho por ella, tenía que ser igual de capaz de rectificar. La pantalla del ordenador le recordó con demasiada nitidez a la niebla. Cuando introdujo los datos de los Stoddard, fue incapaz de teclear su dirección. Borró la luminosa palabrería verde, si bien no antes de que una tecla pulsada por descuido lograra que se repitiera igual que una letanía silenciosa. Por fin pudo deletrear Nazarill correctamente. Cuando hubo completado la propuesta y la hubo enviado, volvió a llamar a casa. A medida que el silencio hendía el tenaz silencio, se convenció de que había alguien vigilando el teléfono del apartamento. Cuando no pudo soportar aquella impresión por más tiempo, apagó el ordenador y se levantó de la mesa.
– Si llama alguien, estoy en casa. Solo he venido para meter los datos de mis vecinos.
– Dale una buena -dijo Derek mientras Oswald llegaba a la puerta. Las mujeres barruntaron unos murmullos de simpatía… simpatía hacia quién, Oswald no estaba seguro. Bajó por la escalera mecánica y aferró la barandilla de goma, que le pareció un arma intranquila y ansiosa. Los ángeles atados con cuerdas se alzaban junto a él. De repente le parecieron falsos, tan absurdos como la nostalgia que sentía por Amy y su madre, que no iba a ayudarle a ocuparse del comportamiento de la niña. Esa tarea dependía solo de él, pensó, mientras cruzaba el centro comercial. Solo de él.
Los cotos habían tirado del sol hacia abajo. La autovía se afanaba en tejer hileras de luz. Se sumó a ellas durante tres kilómetros, hasta la salida de Partington, desde la que vio que la ciudad había comenzado a refulgir igual que un tributo ígneo al más alto de sus edificios. Cuando el Austin metió el morro por la entrada de la verja, la casa se iluminó para darle la bienvenida. La grava mantuvo sus crujidos de saludo hasta que hubo llegado al aparcamiento, donde Lin Stoddard y su hija estaban descargando su Celica. Oswald había bajado de su vehículo cuando Lin dejó una caja de botellas en el techo de su coche y se giró hacia él.