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– Cierto, Amy, ¿verdad? -exigió Oswald, traspasándola con la mirada-. Una vez te pareció ver algo ahí dentro, cuando solo era una ruina, pero eras incluso más pequeña que estas señoritas. Ahora ya eres lo bastante mayor como para saber que te lo imaginaste, y me gustaría que empezaras el año dejando bien claro que eso es lo que ocurrió.

– Me lo imaginé -dijo Amy, con tan poco énfasis como si estuviese leyendo en voz alta las palabras de un desconocido-. Si no me queréis para nada más, voy adentro. Buenas noches, o buenos días, qué mas da.

– Amy. ¡Amy! -Al ver que seguía alejándose de él, Oswald apretó las manos de las gemelas antes de soltarlas y salir corriendo detrás de ella. Acababa de pisar la grava cuando ella llegaba a la puerta y sacaba las llaves de su bolso de lona, junto con un objeto que se había enganchado al llavero. El objeto, de color negro, se cayó en el umbral con un golpe seco. Amy se apresuró a agacharse y devolverlo a su bolso. Aún no se había enderezado del todo cuando abrió las puertas y entró.

Oswald dejó que se fuera. El tiempo la ayudaría a encontrar el buen camino. Lo que acababa de ver tenía que indicar un cambio. Las campanas de la iglesia enmudecieron como si la herrumbre hubiera podido con ellas. Cuando siguió a los Stoddard y a sus invitados al interior de Nazarill, siguió oyendo el repique. Se imaginaba a Amy sola en su cuarto, con la Biblia que no había querido que nadie más viera. Aún no hacía falta que decidiera si quería mencionarlo o esperar a que ella reconociera que la tenía. Por el momento, le bastaba con saber que sus vidas iban camino de mejorar en el año nuevo.

11. Un llamada en la noche

Cuando las notas de las campanas de la iglesia terminaron de apelotonarse unas sobre otras, Hilda se quitó las manos de los oídos y Harold Roscommon le dedicó lo más parecido a una sonrisa que había visto en su rostro.

– Su madre solía hacer eso.

– ¿Cómo era? -se arriesgó a preguntar Hilda.

– Era de las que no tenía tiempo para tonterías, como todos. -Sus manos artríticas asieron las ruedas de la silla y la giraron con destreza por la estrecha acera de la carretera principal. Hilda pensó que había dado el tema por zanjado, hasta que añadió-: ¿No vuelve a por otro vaso de vino? Habrá que beberlo, ya que hemos abierto la botella.

– Ya se lo he dicho, si puedo ayudar en algo.

La miró por encima del hombro. Su rostro, fláccido y pálido, había recuperado su petulante expresión de costumbre.

– No se agote. -Dicho lo cual, se propulsó rápidamente al recibidor de la casa, anodina, descolorida por el tráfico.

Cuando George hizo ademán de seguirlo, Hilda apoyó una mano en su brazo nervudo.

– ¿Qué tal le caigo, dime?

– Mejor de lo que da a entender.

– No sé por qué pareces tan sorprendido -le dijo, aunque aquella era la expresión habitual de sus ojos pálidos, enmarcados en aquella cara redonda. Le dio tiempo a suavizar el rictus de su boca con un beso fugaz antes de que su padre comenzara a forcejear con las dos manos con el pomo del salón, sobre el que apoyó todo su peso hasta que la silla estuvo a punto de salir disparada lejos de él.

– Maldita sea, ahora va y se cierra sola por culpa del viento – rezongó-. No se queda cerrada cuando hace falta y ahora mira.

– A ver, padre, ya me ocupo yo antes de que usted…

Hilda creyó que el anciano parecía demasiado testarudo para soltar su presa pero, en el último momento, empujó la silla hacia atrás. A punto estuvo de atropellar los dedos de los pies de George antes de chocar con la pared. George giró el pomo y abrió la puerta con el hombro. Cuando hubo encendido la luz que su padre le había pedido antes que apagara, el anciano entró en la habitación como una exhalación.

Hilda no se sentía como si vivieran allí. Aparte del comedor, el sofá y las sillas a juego, muchas de sus pertenencias estaban esperando a salir de las cajas amontonadas contra las paredes, empapeladas con discreción. Solo las marcas de las ruedas que surcaban la delgada y arrugada alfombra marrón parecían decididas a poner de manifiesto la presencia de, al menos, uno de los hombres. George se afanaba de manera sospechosa en pasearse adelante y atrás encima de la alfombra mientras su padre se izaba junto al sillón más próximo y se acomodaba en él.

– Para mí ya es suficiente -dijo, cuando George hizo ademán de llenar su vaso-. Os lo tenéis que terminar los jóvenes.

Hilda se resignó a un último vaso lleno del dulce vino alemán que Harold había insistido en que comprara George. Esperaba que este se sentara en el sofá junto a ella. Cuando vio que pensaba sentarse en el sillón que quedaba vano, dio un rápido sorbo de vino.

– Intuyo que no tenéis prisa por mudaros.

El anciano enseñó aún más el labio inferior.

– No.

– No… -Dado que aquello no le aclaró nada, Hilda continuó-: ¿No vais a mudaros?

– Eso he dicho. Yo creía que ya te había dicho que solo pensamos alquilar este sitio hasta encontrar dónde vivir.

– No estaba segura de que ese fuese aún el plan.

El anciano la escrutó por debajo de sus desgreñadas cejas, hasta que dijo:

– ¿Y cuál es tu plan?

– Padre…

– Oye, si se le ocurre algo mejor, que desembuche.

– Lo que me parece es que es una pena, señor Roscommon, que gaste sus ahorros en alquilar un sitio tan inferior al que ocupaban antes. Por favor, no se ofenda.

– Esta casa es propiedad de un amigo de su madre. -Resultaba difícil aclarar si aquello pretendía acallar posteriores críticas o sugerir que el alquiler era asequible. Hilda permaneció en silencio hasta que el anciano añadió-: Además, cuando hayamos vendido nuestra parte de esa casa de la colina podremos permitirnos un lugar del que incluso una mujer debería sentirse orgullosa.

– ¿No se ha planteado volver?

Las expresiones de ambos hombres se convirtieron en parodias de sí mismas. George bajó su vaso con tanta premura mientras lo tenía en los labios que se salpicó la pechera de la camisa de rojo.

– Hilda, me parece que eso es un poco…

– No me refiero al mismo piso. Ni a la misma planta, entiendo que no sea una perspectiva atractiva. Pero hay un apartamento vacío al lado del mío, y no veo por qué los de Houseall tendrían que objetar nada si quisierais cambiarlo por el vuestro. Estuvieron por allí el otro día para ver si necesitábamos algo. Podríamos pedirles que colocaran una rampa a un lado de las escaleras. Ya tendrían que haberlo hecho, además, o haber puesto un ascensor para la gente impedida.

– Eso que los inválidos llamamos inválidos.

– Padre, Hilda solo intenta…

– No sé lo que intenta -repuso el anciano. Bajó una ceja como si estuviera a punto de guiñar el ojo-. O puede que sí – dijo, mirándola-. ¿No soportas esa puerta vacía?

– ¿Qué, señor Roscommon?

– Te parece que puede haber algo detrás.

– ¿Qué? Me parece que no creo que…

– Está bien, no quiero meterte el miedo en el cuerpo si puedes vivir con ello -convino, aunque sonaba tan impaciente como conciliador-. Pero yo sé lo que vi, y tengo entendido que no soy el único que lo ha visto.

– No le habrán dicho eso de mí.

– De ti no, de la joven. La que habló conmigo después de que encontrara al fotógrafo y a esa cosa con una boca tan grande como tu mano.

– No se altere ahora que está a punto de acostarse, padre.

– Lo que me altera es que nadie me haga caso. Tú ni siquiera estabas allí, estabas arriba, con tu amiguita.

– Ya he intentado decirle que lo siento, señor Roscommon, pero cómo quiere que supiéramos…

– Nadie quiere saber nada hoy en día, me parece a mí. Si se puede olvidar, se olvida. Esa chica es distinta. Salió en la radio, contando lo que hay allí.

– Según tengo entendido, padre, lo que dijo fue que…,