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– Que había visto algo moviéndose en una de las habitaciones de abajo, algo que no debería estar vivo y que a lo mejor ni siquiera lo está. Tú estabas allí cuando Lottie dijo que lo había escuchado en el programa que fuera donde sale ese locutor de postín que tanto le gusta. Si fuesen a ahorcarlo en público ahora mismo, iría a tirar de la soga, pero tendré que aguantarme. Si quiere oír lo que vio la chica, señorita Ramsden, ya sabe dónde encontrarla.

– A lo mejor no quiere, padre. Recuerde que ella sigue viviendo allí.

– Eso no es lo que me preocupa. Si el lugar adquiere tan mala fama, ¿no os costará más vender el piso?

– A lo mejor. No tengas miedo. -El anciano le dedicó una inesperada mirada de comprensión-. Lo más probable es que se acabe la salud antes que los ahorros. Luego te podrá hacer toda la compañía que quiera. Igual que ahora, yo no se lo prohíbo. Ya soy mayorcito para cuidar de mí mismo si tengo que hacerlo.

– Señor Roscommon, espero que sepa que si hay algo que yo pueda hacer…

– Te lo agradezco, pero con uno revoloteando a mi alrededor ya es suficiente. No pongas esa cara, te pareces a su madre cada vez que le levantaba la mano cuando era pequeño. Nunca he soportado los pucheros.

Hilda se llevó el vaso a los labios. Se lo pensó mejor y se levantó, no solo para darle el vino a George.

– Acábatelo. Ya va siendo hora de que me retire.

– Espero que vuelvas por aquí-musitó el anciano, mirándose los zapatos.

– Me alegra que lo piense. -Repetir los buenos deseos propios de las fechas sonaría sarcástico, así que Hilda se mantuvo ocupada poniéndose el abrigo mientras se acercaba a la puerta. Un Astra cargado de celebrantes pasó y la saludó con una fanfarria mientras George la seguía hasta el umbral y cerraba la puerta.

– Procura no tomártelo a mal -murmuró-. Sabe que habla demasiado, pero no sabe morderse la lengua.

– ¿Qué es lo que ha sido demasiado para ti?

Parecía que su cara redondeada se esforzara por componer alguna expresión.

– Bueno, si tú no… yo creo que me habría sentido…

– Ven aquí. -Sumergió los dedos en su mata de cabello rubio y le acercó el rostro al suyo-. Puedo soportar mucho más si tengo que hacerlo. Como él ha dicho, y yo no lo repetiría si él no lo hubiese mencionado primero, esto no va a durar para siempre. – Besó a George con fuerza, y luego con más delicadeza, llegando al fondo de su boca y mereciéndose los vítores de otro coche lleno de juerguistas-. Ese es el primero del año -dijo, y retrocedió un paso-. No tarde demasiado en ir a buscar la siguiente entrega.

– Me pasaré una noche esta semana.

– Por una vez, llévame flores.

– Lo habría hecho antes. Me pareció que estarías aburrida de verlas en el trabajo, o que te ofenderías si las compraba en otra tienda.

– Puedo soportar las afrentas de ese tipo. Si me plantas algunas, no me sentiré ofendida en absoluto.

– Eso pienso hacer -dijo George, con una voz casi tan agradablemente sorprendida como su rostro.

Aquel parecía el momento perfecto para que Hilda se fuese, tras llegar a un acuerdo que parecía el primero de su futuro.

Cruzó la carretera y le sonrió hasta que él hubo cerrado la puerta. Mientras caminaba por la avenida más próxima, sintió el peso de aquella sonrisa descansando en sus labios. Hasta que una idea se abrió hueco entre su euforia y su boca se fue hundiendo de forma gradual. El padre de George había sugerido más de lo que sabía. Quizá incluso hubiese oído que ella había encontrado algo extraño en Nazarill.

George no debía de haberlo considerado tan importante como para sacarlo a relucir. Lo más probable era que ya ni se acordara, pero ella sí. Recordaba haberle dicho, mientras bajaban de la reunión de Oswald Priestley, que le había parecido ver a la gata de Teresa Blake paseándose por los pasillos… pero, mientras esperaban a que los fotografiaran enfrente de Nazarill, se había enterado de que el animal nunca había merodeado por ahí solo hasta el día de su muerte.

Alguien sopló una matasuegras en una casa de la avenida. Hilda se imaginó el pitorro desenroscando su lengua hinchada. Quizá se encontrase a alguno de sus compañeros inquilinos de fiesta por los pasillos y pudiera unirse a ellos para beber algo. No escuchó ningún ruido procedente de Nazarill cuando la atenta fachada respondió a su aproximación por el sendero de grava, claro que nadie iba a tener las ventanas abiertas cuando había enfriado tanto que había comenzado a tiritar, pese a las luces que alumbraban más que el sol durante el día y su grueso abrigo. Sin embargo, al abrir las puertas de cristal, el interior también estaba en silencio.

Seguro que había alguien despierto en el edificio, pero no se le ocurrió quién. Se dio cuenta de repente de lo poco que se conocían; de la prisa que se daban todos por encerrarse en sus viviendas en cuanto llegaban a casa. Las puertas emitieron su

nota ahuecada tras ella y se apresuró a recorrer el pasillo, que le parecía más tenebroso que de costumbre. Sin duda, eso se debía a la claridad que acababa de dejar atrás, lo que explicaba por qué la penumbra le vendaba los ojos, obscureciendo las puertas ante

las que pasaba. No necesitaba verlas para saber que debían de estar cerradas. Se avergonzó por desear que así fuera.

Tropezó con el primer escalón y estuvo a punto de caerse antes de encontrar el pasamanos. Las escaleras se tornaron vagamente visibles cuando se inclinó sobre ellas y, para cuando hubo llegado a su pasillo, ya podía distinguir las seis puertas cerradas. No servía de nada desear que George viviese aún en la planta de abajo, mucho menos que se mudara ahí arriba; debería haberse imaginado que su padre se opondría. Su anhelo solo conseguía que el tramo del pasillo entre la escalera y su apartamento se pareciera a la planta baja: vado, aunque no del todo desierto, y demasiado oscuro. Sacó las llaves del bolsillo de su abrigo, antes de sujetarlas con la otra mano para ahogar su tintineo. Debía de ser un eco lo que había conseguido que el repiqueteo despertara un ruido similar, aunque era la primera vez que se percataba de que hubiese eco.

– No seas boba -se recriminó, enfadada. Tras pasar frente al piso desocupado, giró la llave en la cerradura y abrió la puerta.

Los perfumes de sus plantas de hogar se acercaron tímidos a recibirla. Había dejado encendida la luz del recibidor, por lo que pudo cerrar enseguida la puerta detrás de ella. Los pasillos y la escalera le habían metido el frío en los huesos a pesar de la calefacción central. Por lo general, antes de acostarse, pedaleaba un rato en la bicicleta estática de la habitación para invitados y luego se daba una ducha, pero esa noche tendría que bastar con el paseo. Desprendió los pesados botones de madera de los mullidos ojales de su abrigo y lo colgó en la percha reservada para él en el esquelético cilindro de pino cerca de la acusadora bicicleta estática, antes de dirigirse a la habitación más perfumada.

No permaneció allí más tiempo del necesario, y no pudo evitar reprocharle al padre de George que ahora ella se fijase tanto en los ruidos de las cañerías. El agua que se escurría por el lavabo produjo un murmullo simpático en el desagüe de la bañera, como si algo que estuviese debajo del suelo intentara decirle algo muy bajito, pero lo bastante audible como para incomodarla. Cuando comenzó a sentirse tentada de escuchar con atención para distinguir las palabras, se apresuró a cruzar el recibidor para llegar a su dormitorio, tras taponar todos los desagües con fuerza. Los abstractos rectángulos blancos del armario y la cómoda, y el verde pastel de la colcha, parecían poco menos que desinteresados, pero podría apañárselas sin más bienvenidas si se veía obligada.

– Agacha la cabeza -le dijo a las tres baldas colocadas en los espejos laterales de la mesa tocador. Vio cómo comenzaban a obedecer mientras se apartaba y soltaba el cordón de la lámpara después de que esta hubiese ahuyentado a la oscuridad.