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Al principio, no conseguía dormir en su afán por escuchar. Cuando la plomada de plástico del extremo del cordón de la lámpara hubo dejado de golpetear contra la pared encima de su almohada, tuvo que sobreponerse al impulso de contener la respiración. Mientras se sumía en un sueño intermitente, se le ocurrió que tendría que haber dejado abiertas las puertas para confirmar que reinaba el silencio en su apartamento. Estaba demasiado soñolienta para salir de la cama y, en cualquier caso, reflexionó con una languidez que estaba a punto de fundirse con el sueño, lo que más le gustaría oír no era el silencio, sino la voz de George al teléfono, diciéndole que su padre y él habían decidido regresar a Nazarill… que, de hecho, estaban abajo. Le pareció que aquella serie de pensamientos, cada vez menos propios de la vigilia, eran el motivo por el que soñaba que se había levantado para bajar a echar un vistazo.

Dado que era un sueño, no le hacía falta vestirse. Se sorprendió un poco al descubrirse tanteando en el cuarto de invitados, para coger las llaves en vez del abrigo, que poca falta debían de hacerle en un sueño. Las sentía como un trozo indefinido de metal en el puño mientras se disponía a quitar la cadena de la puerta. Mientras la cadena insistía en golpetear el quicio de la hoja con un repiqueteo vago y distante, ella se adentró en el pasillo.

No supo que había cerrado la puerta detrás de ella hasta que recordó que había soltado la manilla de fuera, aunque tampoco le hacía falta estar pendiente de todo lo que hacía; el sueño se encargaría de eso. Si el corredor parecía más tacaño con la luz que emanaba que de costumbre, se debería a que estaba soñando. La alfombra bajo sus pies desnudos no se molestó en distinguir su tacto del de la de su dormitorio, aunque puede que ambas fuesen siempre iguales al contacto con la piel. ¿Qué era eso que aferraba en la mano? Las llaves, claro, aunque por un instante creyó que si las miraba vería un racimo de flores, una ofrenda de paz para el padre de George. Se miró la mano y le extrañó que su sueño no le hubiera conseguido unas flores. Claro que no podía controlar sus sueños. Aquí estaba la escalera, a la que, al parecer, debía de dedicar cierta atención.

Se preguntó por qué tendría que sujetar la barandilla si aquello era un sueño. Se le ocurrió que, quizá, aquella necesidad fuese el residuo de una desazón que la abandonaría si se recordaba para qué estaba bajando. Era como si la hubiesen llamado, aunque no recordaba haber escuchado ninguna voz. Claro que no, si era un sueño. Cuando dobló el recodo de las escaleras, iluminadas a regañadientes, le dieron ganas de que el sueño concluyera enseguida.

Se estaba volviendo muy detallado. Mientras descendía el último tramo de escaleras, con cada paso veía una porción adicional del paseo gris oscuro que se extendía más allá de los montones de serrín en el césped, hasta la puerta de la verja. Afuera, se hicieron visibles las intermitentes luces de Navidad que rodeaban la plaza del mercado. Entre la vista y ella, los dos tríos de puertas se estudiaban mutuamente desde ambos lados del pasillo, que habría estado más iluminado si se hubiesen encendido las luces de seguridad. Podía ver con claridad que todas las puertas estaban cerradas y, además, tampoco había nada que temer. Era un sueño.

Cuando bajó de las escaleras tuvo la extraña impresión de que daba igual a qué puerta se acercase. Aquello no tenía sentido, ni siquiera en un sueño, sobre todo porque ella creía que tenía que ir al piso de George. Si todos los ojos muertos de las puertas parecían seguirla con la mirada, bastaba con que se quedara en medio del pasillo. Caminó despacio hacia la salida, antes de girar casi sin vacilación en dirección a la puerta de George. Pulsó el timbre.

No lo oyó. Dado que estaba soñando, tardó un tiempo indeterminado en caer en la cuenta de que era imposible que lo oyera. En cualquier caso, el botón que había apretado no parecía del todo convincente, su presencia era insuficiente. Observó el muñón rosa del dorso de su puño, del que sobresalía un pulgar horizontal, como si pretendiera componer algún símbolo secreto. Resultaba evidente que con aquello no iba a bastar.

– Abracadabra -le dijo a la puerta-. Ábrete, sésamo. -Igual de ineficaz. En ese momento, probó con otra fórmula, un racimo de palabras que no había sabido hasta que, de algún modo, habían conseguido colarse en su cabeza, y que olvidaba a medida que las pronunciaba. Sin duda, le habrían parecido una tontería al despertar, así que no le importó. Empujó la puerta con el pulgar y la abrió.

Saltaba a la vista que esa era la parte más onírica del sueño. Cuando buscó el interruptor del recibidor, a la derecha de la puerta, donde estaba el suyo, no lo encontró. Si no se hubiese tratado de un sueño, dudaba que se hubiese aventurado en la oscuridad, sobre todo cuando la puerta se hubo cerrado de golpe al propinarle un torpe empujón.

Aquello no se limitó a encerrarla en el recibidor a oscuras; la despojaba de su idea del sitio en el que se suponía que estaba. Al principio, se sintió agradecida porque sus ojos comenzaban a ajustarse a la oscuridad, si bien luego le pareció que aquello era un detalle tan realista como innecesario. No tardó mucho en distinguir que aquel atisbo de iluminación, tan tenue que parecía que las paredes relucieran de humedad, emanaba del quicio de una puerta unos cuantos metros a su derecha. Aunque no se parecía a ninguna puerta que hubiera en su piso, por lo que tampoco debería estar ahí, le parecía que tenía que acercarse a ella. Cuanto antes lidiara con aquella parte del sueño, antes esperaba alejarse de aquel suelo, que parecía de piedra, fría y mojada. Al igual que las paredes, como pudo comprobar cuando acarició una con los nudillos de la mano izquierda. Tuvo que esforzarse por no soltar las llaves, que tintinearon cuando las apretó con más fuerza. Le pareció escuchar un sonido que no acababa de ser un eco, al otro lado de la puerta a la que se acercaba. Siguió adelante, agradecida porque, al menos, el sueño le permitía sentir el suelo de piedra a una distancia soportable. Se asomó al interior.

Se encontraba en la entrada de una celda. En el extremo más alejado, unos nubarrones negros como el tizón se arrastraban fuera de una ventana alta y estrecha, sin cristal. Parecía que unos parches de las paredes de piedra de la diminuta celda rectangular hubiesen dirigido aquel movimiento hacia ellos. Si los parches eran de humedad, esta reptaba también por encima del objeto solitario que ocupaba la celda, una forma que, cuando comenzó a distinguirla, Hilda confundió primero por una planta de buen tamaño o un árbol pequeño que se hubiera marchitado tras tumbarse en el suelo y contra la pared a la derecha de la ventana. En ese momento vio los restos de unas manos al final de las dos ramas aferradas a la pared a ambos lados de una cabeza apergaminada y ladeada. Eran manos, sin duda, porque cuando las distinguió en la penumbra, comenzaron a agitar todos los dedos que les quedaban, invitándola a entrar en la celda.

A sabiendas de que aquello era un sueño, no veía por qué iba a tener que negarse… de hecho, se lo tomó como un incentivo para terminar con aquella situación tan desagradable cuanto antes. La figura estremecía los dedos y el resto de su cuerpo, recogía sus piernas retorcidas contra una caja torácica recubierta de pellejo. Todo aquello parecía comunicar sus necesidades sin que tuviera que hablar… aunque no parecía posible que pudiera con lo poco que le quedaba de boca. Cuando le hubiese quitado los grilletes que había oído tintinear en la oscuridad, pensó, seguro que ella también se libraba de aquel sueño. Se acercó al grillete de la mano izquierda, procurando no mirar aquel rostro incompleto y, en particular, los relucientes contenidos de las cuencas oculares. Sostuvo las llaves entre los dientes y asió la anilla de hierro con ambas manos.

Se diría que el sueño podía haberse mostrado razonable y permitir que un grillete roñoso cediera entre sus dedos sin más. Ya que ese no era el caso, al menos podría ahorrarle el sabor del metal en la lengua. Las piernas descarnadas golpeteaban contra la pared, el torso y el cráneo pelado se estiraban hacia ella; la mano izquierda continuaba agitando los dedos, y el sueño tenía problemas para convencerla de que no iban a tocarla. Tiró del grillete con todas sus fuerzas, volcando todo el peso de su cuerpo hacia atrás, y perdió asidero antes de recuperarlo, momento en el que se rompió algo.